«Verdades patrocinadas, claro. Así es imposible» dijo un tipo al teléfono mientras mi taxi cruzaba el puente inestable de Calatrava.
La gente quiere ser feliz pero no lo verbaliza. De ahí su enganche a los teléfonos móviles: te dicen cómo ser feliz o qué plenitud lograrás alcanzar a poco que eches un vistazo.
Era una familia mejicana excepto él, español, que tomó asiento en mi taxi a mi lado. De hecho, había vivido media vida en España y por trabajo acabó instalado en el DF y se casó en el DF y tuvieron dos hijos también en el DF.
Algunas personas se vuelven realmente encantadoras bajo los efectos de determinadas sustancias, alcohol incluso, y otras justo todo lo contrario. Pero es fascinante cómo cambia el habla en ambos casos.
Pienso en la pareja que ahora viaja en mi taxi más allá de lo físico: en su vida interior. En sus costumbres. Aficiones. Me gustan los dos, quedan bien en la foto, pero intuyo entre ellos un vacío insoportable.
Estoy en mi taxi con la boca dormida. Anestesiada. Acabo de salir del dentista. Una boca que ahora no es mía. Tampoco las palabras que intenta proyectar.
Le digo al hombre del asiento trasero de mi taxi que, por el camino habitual, habrá bastante tráfico. Y que, si él quiere, si lo desea, podemos intentar atravesar el centro. Confío en usted, me dice.
Mi objetivo de ayer fue pasar el día en modo zen, transformando en moléculas las palabras que emitía la gente de mi entorno. Diez horas duró el periplo. Sala de urgencias de un hospital.
El cielo a ras de aquí ahora está frío y alguna gente tiembla, tirita, vibra pero sin voz, como tu móvil en un teatro. A ras de aquí aún nos queda mucho que decir, pero el orden de los factores altera el proceso de entendernos.
De vez en cuando hago tours por Valencia en mi taxi a extranjeros que llegan en megacruceros a pasar el día. Normalmente hablamos en inglés y he de confesar que, en lo tocante a la historia de la ciudad, me lo invento todo.
El miedo mueve el mundo, me dijo una mujer en mi taxi mientras cruzábamos un río Turia sin agua por un Puente de las Flores sin flores. Dicho lo cual, yo añadí: ¿Y por qué no el amor?
Necesitaba tramas para mi próxima novela y tenía un arma poderosísima: mi taxi. Y en un arranque de desesperación hice algo que pensé que nunca me atrevería a hacer.
Me obsesiona la carne y más aún la presunción de carne detrás de una tela e imaginarla tersa, desesperadamente suave e hidratada en el asiento trasero de mi taxi.
Son demasiados estímulos visuales, sonoros, olfativos (estoy pidiendo auxilio). Urge un descanso sensorial.
Se habla mucho, hablan, de la palabra «libertad», cuando en verdad quieren decir «libertades». Porque son pequeñas píldoras en dosis individuales. Sensaciones exactas y en lapsos cortos de tiempo. Igual que confundir estar contento y ser feliz.
La gente viaja por recreo en barcos que son como ciudades desafiando océanos. Barcos con rocódromos, tirolinas, casino, discoteca, toboganes. Y yo les llevo en mi taxi a esos barcos y los miro a través del espejo como un paseante extranjero en un zoo.
«Por eso te llamé con número oculto, para que no sospechara tu mujer». Tremenda información en una sola frase. Estirándola, daría para novela.
Paloma lo había dejado con su pareja. Lo dijo así: «Lo hemos dejado hace dos días». Hemos. En plural. De mutuo acuerdo, deduje.
Me hablas, te oigo, pero no escucho. Noto ansiedad. Estamos en la calle Colón y hay gente por doquier. Buena gente que camina.
El taxi existe porque todo el mundo necesita huir de algo o de alguien, tal vez de sí mismo o de su propio pasado.
Llegué tarde a la primera reunión de padres con el nuevo profe de mi hija. Tuve que tomar asiento al fondo del aula, en el único pupitre libre.
Pisé con la rueda de mi taxi una postal, de esas que enviábamos antaño (normalmente en vacaciones, con foto de la playa de marras y nuestra mejor caligrafía).
Me llamó cobarde un tipo que ahora está en coma. Me llamó «peseto de mierda» un mileurista en tratamiento médico por estrés laboral. Si me pitan en los semáforos, sonrío. Si surge un ruido raro en el motor de mi taxi, subo la música.
Mamen, nombre inventado, acudió en mi taxi sola a una playa muy poco transitada. Apenas llevaba consigo una toalla, un libro, un sombrero de paja y un vestido de papel de fumar.
Este hilillo de sangre cayendo despacio de mi oído derecho es debido a los múltiples audios y charlas telefónicas en modo manos libres que escucho en mi taxi y no debería.
Traducir al lenguaje de los vivos el grado de belleza de esa exacta mujer no es fácil. Ni difícil. Sencillamente es imposible.
Soy taxista porque me apasiona escuchar a esa mujer de tobillos hinchados y pelo ralo contarme media vida en apenas 6,55 euros de taxímetro.
«Por fin llevo las riendas de mi propia vida», le dije al hombre. «Soy taxista vocacional. Siempre he querido serlo. Bueno, miento. Mi sueño de pequeño era conducir un autobús. Pero luego maduré».
Con una pizca de información podemos hacer un mundo, a saber: Su nombre era Claudia, veintipocos años, varios kilos de más según los cánones occidentales (para mí estaba estupenda). Y sufría de ansiedad severa.
Acabo de pasar con mi taxi por el Puente de las Flores, sobre el falso río Turia, y resulta que las flores están secas, o apenas se ven. El puente soporta una presión brutal más allá del tránsito o de su propia estructura: es el peso del nombre que le han dado.
Yo estaba el primero en la parada de la Plaza del Ayuntamiento, apoyado en la puerta de mi taxi, cuando se acercó una mujer y me dijo:
«Bueno bueno bueno, estoy flipando: mi novio me acaba de dejar por Whatsapp. ¡POR WHATSAPP!».
Era un hombre, un enfermero, que necesitaba hablar, comunicarse, contar lo suyo, nada especialmente grave ni de vital importancia, sólo eso, hablar.
El habla avanza en mi taxi a un ritmo mareante. La inmensidad del mar anda cerca y se nota: supone una vía de escape que no estaba presente en mi vida taxial de Madrid.
La enormidad del Mediterraneo, y calles adoquinadas, y huertas junto a edificios altísimos. Mi taxi aquí en Valencia comienza a sentirse como en casa. Ya he llevado a mi primer sacerdote. Llevaba prisa: perdía el AVE.
Llevo poco más de una semana conduciendo un taxi por las calles de Valencia y ya tengo argumento para cinco novelas. Las calles son amables y el calor húmedo me trasladó por momentos al vientre de mi madre. ¿Qué más puedo pedir?
Tras más de quince años escribiendo desde un taxi en Madrid, me complace anunciaros que acabo de estrenar taxi en Valencia. Y aquí también hay mucho que escribir. Historias nuevas. Perfiles bien distintos.
Recuerdo el olor exacto de una antigua novia cuyo nombre no diré. Era pura química lo nuestro. Un deseo irracional. Y gracias a ella aprendí a escribir.
Lo primero es la carcasa: varón de 39 años, complexión fuerte, 1,75 de altura, leve curva abdominal. Calvo por la coronilla (se rapa la cabeza), y agujeros en ambas orejas, pero sin pendientes: ya no los lleva.
Se trata de conseguir un gancho que atraiga a gente aleatoria, escucharles y analizar lo que dicen para entender qué les mueve, cuál es su motor. De ahí mi obsesión con el taxi.
Llevo meses encerrado, escribiendo, y ya no aguanto más. Necesito salir. Hablar con humanos. Buscar inspiración en las calles. Necesito volver a conducir un taxi.
Algunos textos, o discursos, o escenas, son tan potentes, que consiguen voltear tu percepción de las cosas hasta el punto de cambiar tu opinión.
En mi finca vive un Ponciano, una Agripina, un Adosindo, un Zacarías, una Patrocinio y una Cesárea. Larga vida a esos nombres. Porque serán los últimos.
Aislarte también es aprender a descartar: aprender y disfrutar del hombre bueno, e ignorar al mediocre. Benditos sean Stephen King, Juan José Millás o Foster Wallace (sí, los muertos también cuentan).
Imagina que puedes decir lo que quieras, sin límite. Que tienes total libertad para expresar cualquier pensamiento en cualquier foro, por muy extremo o bestia o ilegal que pueda parecer. ¿Harías uso de esa libertad? ¿Lo necesitas?
«Buenos días, mi nombre es Marta. ¿Está contento con su compañía telefónica?». La voz de Marta suena líquida, acogedora. Y yo ahora mismo estoy solo.
Las peores palabras se agolpan en tiempo real, martillean: invasión, guerra, muertes, misiles. Tratamos de pensar en otra cosa, pero pesan más y embarran la glotis.
El barrio donde ahora vivo, en Valencia, rebosa comunidad. La gente se saluda por la calle, habla, pregunta por los suyos. El clima acompaña, pero no es sólo por eso. Influyen otros muchos factores.
Hay más vida en la literatura que en la propia vida. Los libros piden a gritos tramas, conflictos, mientras que la vida ordinaria busca todo lo contrario: evitarlos. Aunque no siempre es posible.
Sospecho una brecha radical entre el lenguaje internetero (o internetense) y el habla a pie de calle. Somos los mismos lobos pero cambia el disfraz.
He vuelto a escuchar más audios de mi etapa como taxista en Madrid y, de entre todos, más de ochenta, ha llamado mi atención el que transcribo…
«Ya no», me dijo. Fue hace muchos, muchos años, pero esas dos palabras todavía cortocircuitan mi mente igual que aluminio dentro de un microondas.
Cuando vives encerrado en tus ficciones, salir a la calle es todo un reto. La gente ahí fuera se puede (aunque no se debe) tocar.
Lo malo de poner tu vida patas arriba es la pérdida de tracción. Lo bueno es que parece que tus pies mueven las nubes.
En mi carta a los Reyes Magos he pedido borrón y cuenta nueva, una minifábrica de ganas, más verbos, menos adjetivos, y un pop it.
Como azar rima con bar, estoy en uno. Los presentes se hacen llamar parroquianos porque no hay fe más poderosa que el placebo curativo de una barra y un whiskito. Y al otro lado, la diosa. Valentina es su nombre.
Ordenando mi escritorio virtual rescaté un audio de mi etapa como taxista en Madrid. Aún guardo muchos, varias horas, pero éste llamó poderosamente mi atención.
Para escribir (y supongo que para todo lo demás) es necesario confiar en uno mismo, creer en uno mismo y olvidarte del pasado si acaso ese pasado no te permite seguir adelante.
Llevo cosa de un mes enfrascado en una novela romántica que firmaré bajo pseudónimo y, para documentarme y tomar ideas, decidí apuntarme a un par de apps de contactos carnales. Y estoy fascinado.
No hay tensión narrativa capaz de superar el complejo entramado mental de cualquier adolescente. Debemos mirar hacia ellos. Aprender de ellos. Envidiarlos. Siempre.
Estoy organizando una cena de empresa para navidad, y como soy autónomo y escritor, he decidido invitar a los siete personajes de la novela en la que me encuentro trabajando. Ya me han confirmado cinco.
Últimamente viajo mucho a través de Google Street View, saltando de un punto a otro del entero mundo. Ahora me encuentro en Malmö, Suecia, en una calle llamada Regementsgatan. Y hace un día espléndido.
Vengo de un bar. Bueno, de dos. Aquí en Valencia almorzar en bares es casi una religión en sí misma. Lo llaman «esmorzaret» e incluye bebida, bocadillo del tamaño del brazo de un niño y café.
NaNoWriMo (acrónimo de National Novel Writing Month) es un desafío de escritura nacido en California y enfocado a escritores de todo el mundo. ¿Te atreverías a escribir 50.000 palabras en un solo mes?
Buenos días, buenas tardes, buenas noches. Os cuento mi rutina: Desayuno, escribo, almuerzo, escribo, escribo, ceno, leo, veo series y a dormir. Los demás detalles, desde ducharme a planchar camisas o lavarme los dientes, carecen de importancia.
Parece que a veces te falta el aliento, como si el oxígeno estuviera incluido solamente en cuentas Premium, y respiras mal, a bocanadas, pero tiras de esa otra sonda pleural que es la palabra.
Cayeron Whatsapp, Instagram y Facebook durante un buen puñado de horas, el lenguaje entró en pánico y Carol se quedó sin saber el nuevo estado de su ex.
Dos no discuten si uno habla mientras el otro está pensando en detalles psicosociales de un personaje secundario de la novela en la que se encuentra trabajando.
La gente queda en bares, en terrazas, para contar y compartir por turnos sus problemas. Paradójicamente, los que no tienen problemas tampoco tienen nada que decir en estos casos, lo cual es un problema en sí mismo.
Abriendo cajas encontré la grabadora que solía usar en mi taxi para captar sonidos y monólogos y charlas, y también la alianza de aquella usuaria cuya historia, por motivos legales, no puedo contar.
Tengo mil frentes abiertos: después de una mudanza completa de Madrid a Valencia, ahora estoy reformando mi nueva casa. Llevo días eligiendo colores, apliques, enseres y estores. Y es horrible y fascinante al mismo tiempo.
Imagina que montas tu propio despacho para escribir, el sueño de toda una vida, con su mesa larga, su silla ergonómica, su impresora láser, su torre de folios en blanco perfectamente alineados, su corcho, sus fichas para tramas y personajes, sus libros de consulta, sus cuadros inspiracionales…
Estamos reformando la que será nuestra nueva casa en Valencia. Los obreros eliminan el gotelé al tiempo que escribo estas líneas desde la terraza. Nunca imaginé que una combinación tan rara funcionaría tan bien.
Me encuentro en un caserón en Benissa (Alicante). Vine aquí con la única intención de escribir. A todas horas. Todo el rato. Y por motivos que no vienen al caso, estoy solo.
Sucede algo extraño en mi cabeza y es por esto que no puedo llevar una rutina cuando escribo (tal y como hacen, me consta, el resto escritores que viven o pretenden vivir de su oficio).
Llevo muchos años, demasiados, escribiendo sobre mi taxi y desde mi taxi. No me refiero a escribir encima del taxi (aunque una vez redacté un artículo dentro del maletero; eran tiempos extraños).
Llegó el momento de confesaros que, en lo taxial, llevo de bajona mucho tiempo. Amo mi taxi, pero el lobby feroz de Uber resultó insaciable, y en su naturaleza está el no detenerse hasta engullirlo todo. Y el día que esto suceda, prefiero estar lejos.
Preservar el bunker de tu lenguaje interior se hace imposible en un entorno donde el chándal ahora es también una prenda apta para salir de fies(ta).
Por alguna extraña razón, Facebook me dijo que tal vez podrían interesarme foros del tipo «Amantes del punto de cruz», o «Flambeados para pastelería cuqui».
Cuando no encuentras algo, pongamos unas llaves, se inicia un viaje interior a tu pasado más reciente, y ese implícito monólogo alcanza tal tensión narrativa que ni el mejor Stephen King.
La mujer me miró cariacontecida a través del espejo después de recibir una llamada en mi mismo taxi. Le habían dado una noticia evidentemente mala. Y su primera reacción, tras colgar y sostener el móvil como un polluelo herido, fue mirarme.
Escribo estas líneas desde un bar de carretera sito en el kilómetro ciento y pico de la carretera de Valencia y ahora estoy pensando en vocablos raros tales como «sito».
Escóndete si quieres en el maletero de mi taxi y escucha las charlas que se gastan los usuarios corporativos porque son de no creer: mayoritariamente hombres y valedores de un uso del lenguaje, digamos, peculiar.
Cuando tienes la cabeza en otra parte, tu lenguaje interior se reduce al espacio acústico de un bunker sin ventanas. Te habla la gente, pero no oyes nada (o si oyes, no escuchas). Y todo lo de fuera, aunque puedas tocarlo, se convierte en un país extranjero.
«Es imposible que ahora, de repente, la gente tenga tanto que decir, macho. Parece que hay estar ahí a toda costa, tener presencia en redes y opinar por sistema de lo que toque» me dijo anoche un usuario de mi taxi.
—¿Qué prefieres, ropa sucia y mirada limpia, o ropa limpia y mirada sucia?
Hay recuerdos que te asaltan de repente y no puedes obviarlos, ni cambiarlos por otros mas sanos, ni mucho menos domar la furia que provocan. Son subtextos de la vida en directo que a veces no encajan en tu entorno, pero ahí siguen, impertérritos: jodiéndote el coco.
La modernidad nunca dejará de sorprenderme. Ayer un chico en mi taxi no sabía encontrar la palabra adecuada y optó al final por enseñar a su amigo un emoticono de WhatsApp.
«Eres un gallina» le dijo un usuario de mi taxi a otro. «Un», masculino. «Gallina», femenino. Figura literaria: Animalización transgénero.
«Escucha esto: nunca nada sucederá según lo previsto. Cuanto antes lo asumas, más tranquila será tu vida» me dijo un hombre en mi taxi mientras cruzábamos el puente de Juan Bravo.
«Hombre, un poco fascista sí que eres… pero no pasa nada: todos arrastramos nuestras taras. Yo, por ejemplo, cuando tengo un orgasmo me da por llorar».
Supongo que me enamoré de su voz. Fue al decirme: «A la estación de Atocha, por favor». Atocha era su cuerpo, por supuesto. Verano la estación. Y su blusa, la bandera de mi nueva patria.
Los conductores, cuando el lenguaje no alcanza su función de expresar un sentimiento, tocan el claxon. Y aunque aparente lo contrario, existe un amplísimo abanico de matices lingüísticos según la forma de tocarlo.
Claudia, nombre inventado, no sabía discernir ficción de realidad; y en esa fina línea se mantuvo desde aquellos inviernos de su infancia hasta hoy, con treinta y seis primaveras.
No hay mayor lujo que tener la cabeza bien amueblada y con gusto: minimalismo y funcionalidad intramuros. Coherencia de córtex hacia dentro y un corazón a prueba de balas perdidas.
Un varón de unos 45 años, pongámosle de nombre C, viaja en mi taxi del punto A al punto B. En este caso, A+B no puede ser nunca igual a C, ya que A y B son ubicaciones, y C corresponde a una persona. Pero.