PATROCINADORES
INSTITUCIONES
Junta castilla
jcm

Archiletras

28 Oct 2020
Compartir

Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Verbalizar el dolor

Estuve malito hasta el punto de acabar con mis huesos en la sala de urgencias de un gran hospital. Sin comerlo ni beberlo (literal), esas siete largas horas cohabitando con enfermos también fueron para mí todo un máster en verbalización del dolor.

Primer impacto: Tras dar negativo en la prueba de antígenos me enviaron a «zona limpia», ojo al término. Ahora los enfermos sin síntomas COVID son considerados «limpios», libres del virus de moda; pequeño matiz léxico que sin querer te dota de cierta extraña sensación de ánimo. A pesar de ello había gente enferma de preocupar, aunque no todos expresaban su «cuadro» de síntomas (otro término inquietante) con la misma efusividad. Existe todo un cosmos, quiero decir, en la expresión verbal del lamento. Desde quienes precisan de un hermetismo total (¡que nadie me hable, por dios!), hasta aquellos que necesitan compartir sus dolencias con otros humanos, ya sea por teléfono o incluso con el enfermo de al lado: «¿Tú qué tienes? A mí me duele el hombro a rabiar». Supongo que la gravedad de la dolencia tiende a ser proporcional al ensimismamiento del paciente, pero no siempre. Hay pacientes leves que se retraen con el dolor (yo entre ellos) y otros, sin embargo, necesitan sentirse acompañados por encima de todo lo demás (de la dolencia incluso).

De mis horas de espera, como digo, tampoco faltó el brabucón de turno, víctima de un accidente de tráfico sin apenas consecuencias, paseándose a lo largo y ancho recinto, contando a toda su agenda telefónica de la A a la Z los pormenores del siniestro «buah, volcó el coche, tú; ¡menudo hostión», sin percatarse que el resto de la sala también lo escuchaba (o tal vez vociferando adrede para hacernos partícipes al resto), o esa hija adulta en compañía de su anciana madre repitiendo cada exactos siete minutos la misma frase «¿Todo bien, madre? ¿necesita algo?» (los últimos reductos del «usted» materno filial), o esa pareja de yonkis calavera, ella consolándole a él aunque a la postre, según pude saber por megafonía, la paciente era ella, o esos dos que estuvieron en estricto silencio mis siete horas y alguna más pero sabiéndose juntos, allá donde la simple presencia reconforta aún más que las más de las palabras.

Gente, como digo, de toda clase y condición que en un momento dado tendría que informar de sus dolencias al médico de turno. De hecho, aparte de observar (y quejarme en silencio), estuve un buen rato pensando también en eso: Cómo decir dónde te duele exactamente (a veces no es fácil) y cómo duele y cuánto duele, o si eres ducho en el arte de los símiles («siento como un taladro del quince perforándome la boca del estómago», o «noto como hormigas bailando claqué en el córtex prefrontal»). Entiendo que no todo el mundo sabe expresarse con la misma fluidez, usando un vocabulario lo suficientemente extenso y exacto que dé con el síntoma. Los médicos son héroes, pero también fabulosos intérpretes del lenguaje evocado y la palabra imprecisa. En torno a esto, empiezo a sospechar que mi afición por la lectura no es más que un ensayo para aprender a hablar correctamente delante del médico cuando me vengan mal dadas.

Dicho lo cual, adjunto idea: «Imagínate palmarla por no encontrar la palabra precisa» sería un buen lema para fomentar la lectura.

PD: Ya estoy bien. Supongo. Gracias por preguntar.