Qué extraño y fascinante animal la cocadriz. Fue vista por primera vez en las páginas del diccionario de la RAE en 1780 y se la identificó como una «serpiente del Nilo»; en 1803 fue clasificada como «cocodrilo» y la pobre cocodriz, cada vez más acosada e incómoda en el ecosistema académico, se extinguió definitivamente en 1991.
¿Podrá la IA redactar artículos de opinión que satisfaga el sesgo de cualquier barra de bar al uso? ¿Podrá escribir novelas románticas con el toque exacto de celos, traición y sexo edulcorado? ¿También tesis doctorales? Si todas las respuestas son afirmativas, sólo cabe una pregunta: ¿Y ahora, qué?
«No estoy hoy muy católica», decía mi abuela cuando sentía algún malestar. ¿Habrá en Hamburgo una abuela con reúma que afirme «no estoy muy luterana», otra en Bagdad que se levante no muy sufí, una tercera en Iowa que diga «no me siento hoy muy mormona»? ¿Será la enfermedad la mayor enemiga de la fe?
Según parece, el lenguaje político más efectivo consiste en reducir mensajes a su mínima expresión. Tal vez surja del hartazgo de tanto clickbait: el votante lee «libertad» o «cañas» (de cerveza), y evita pinchar para saber más. Aunque no sólo es eso: también triunfan quienes inventan túneles y se autoproclaman luz.
Hay escritores con un estilo tan descuidado que sus textos se empantanan. César Vallejo lo advertía en un poema: «¡Crezcan la yerba, el liquen y la rana en sus adverbios!». El mal empieza en los adverbios, sí, pero luego se extiende a los adjetivos, los nombres, y al final uno puede enfermar de paludismo si sigue leyendo.
El uso del tiempo verbal varía en función del idioma. Se declina, se conjuga o incluso se contradice, como es el caso del pretérito imperfecto respecto al dicho «Cualquier tiempo pasado fue mejor». Porque no hay imperfección en el pasado, del mismo modo que resulta osado hablar en futuro perfecto.
Nino Bravo cantaba «Libre como el sol cuando amanece», pero a mí no se me ocurre mayor esclavitud que la del pobre sol, que siempre madruga y no descansa ni un solo día. ¡Si hasta los periódicos anuncian los horarios del alba y del ocaso como si fueran los del tren! ¡Vaya libertad!
Cuando eres feliz los diálogos son cortos y aburridos. No hay necesidad de desahogo, no hay conflictos. Te citas con alguien una sola vez, porque no se presuponen novedades. La felicidad, por tanto, vacía de contenido cualquier novela (no importa el género). Pero también, vacía de gente los bares.
De niño pensaba que la gente llevaba corbata en las bodas para, cuando llegaba el baile, ponérsela en la frente como la cinta de un indio, que era lo que hacían mis primos mayores cuando salían a la pista con una copa en la mano. Y para mí las tildes eran lo mismo, un adorno exótico, confeti festivo que les caía encima a las palabras.
Conviene limpiar, cada 30.000 palabras, el filtro del habla (situado entre el cerebro y las cuerdas vocales) y así evitar colapsos de palabras gruesas o bien de aquellas que pensamos, pero no decimos. Se desaconseja, en cualquier caso, hablar sin filtros o deslenguados por el riesgo de perder la garantía.
Se dice que los griegos antiguos, pese a ser un pueblo tan marinero y a sus cielos esplendentes, no tenían una palabra para designar el color azul. Sin embargo, en las traducciones de Homero aparece la diosa ojizarca y hay otras mil alusiones a este color. ¿Acaso fue un ciego el único entre los griegos que vio el color azul?