Ya ni siquiera podemos tener la típica charla de ascensor. Hablas del tiempo, el otro te replica con el cambio climático, tú mencionas el deshielo de los polos, él te enseña gráficas en su móvil y te acaba agregando al grupo de Telegram «Salvemos el planeta». Y todo esto antes de llegar al quinto piso.
Quienes, al acostarse, dicen: «Me voy a sobar», van predispuestos a tener sueños sucios. A veces son ellos los sobados por manos oníricas que les dejan la piel pringosa y sudada. Algunos sienten tanto asco que, al despertar, no se conforman con ducharse, sino que quitan las sábanas de la cama y las queman.
Se hacen llamar vehículos ECO porque «eco», la palabra, choca en la pared de la conciencia y reverbera y se repite (eco, eco, eco…) y sienta bien. Aunque es un oxímoron o, más bien, ecoilógico nombrarlo. Un amasijo de hierros y cables y caucho y plástico y litio nunca será verde por mucho que lo pintes del color de la esperanza.
Se llama «carriola» a esa cama, a veces provista de ruedines, que ocultamos en un mueble o bajo otra cama más alta y que sacamos cuando viene una visita. Más que un lecho, parece el cajón de una oficina ministerial y por eso al durmiente se le pone cara de expediente administrativo o de personaje de Kafka.
Resulta difícil abstraerte del foco de la información ya que el resto está oscuro. Pero aún más difícil es saber quién lo maneja: si giras la vista al foco, corres el riesgo de cegarte. En los márgenes, supongo, están los libros. La buena literatura inventa nuevos focos, o provoca cegueras reversibles.
Asegura Raquel Vázquez en un poema que es casi imposible decir «nieve» y no manchar su blancura. Pasa lo mismo con «ángel»: uno lo llama y solo consigue espantarlo, porque los ángeles son tímidos y asustadizos. Sin embargo, si dices «demonio», allí aparece, y no solo uno, sino todos los que mejor te pueden atormentar.
Gritar no sirve de mucho, pero convierte los barrotes del alma en gomaespuma. Y es tan terapéutico, liberador y efectivo, como desconsiderado para el oyente. Se grita por miedo, sorpresa, felicidad, peligro inminente o dolor. Y curiosamente cuanto más mayor te haces, menos gritas. Menos vives.
Ibn Quzmán compara la belleza de sus amados con la Luna porque, como ella, están llenos de pecas y lunares. Me imagino a Alá con un pincelito, dibujando en cada cuerpo el mapa exacto de los lugares donde debemos ser besados con más amor.
Si la vida admitiera infinitas reescrituras y correcciones de estilo yo estaría ahora, tal vez, con esa chica que dejé escapar aunque ella, si reescribiera la suya, no estaría conmigo. Viviríamos cojos, asimétricos, pero listos para imprenta. Como niños solitarios repeinaos para la foto.
«¡Qué disbarate huir de la luz para andar siempre tropezando!», exclamaba Teresa de Jesús con palabras muy suyas. Y qué disparate cometen algunos de sus editores cuando corrigen su escritura y nos privan de términos populares como este, en el que vibra tan expresiva la voz de la santa.
De otras lenguas me preocupa la divergencia aerodinámica entre el acento agudo «´» y el acento grave «`». Mientras que el primero transcurre a favor de la inercia, el otro frena el viento natural de las palabras (de izquierda a derecha). Supongo que de ahí viene su nombre, grave, porque lo es. Y mucho.