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16 Oct 2020
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Tres relatos en uno

Suelo empezar mi jornada en la misma parada de taxis, más o menos a la misma hora, y casualmente en los últimos tres días he llevado al mismo usuario y exacto destino, Plaza de los Cubos, pero con distintos y asombrosos resultados.

Resultó que el hombre, de unos cuarenta años, no advirtió en ningún momento que yo era el mismo taxista del trayecto anterior (y el anterior del anterior), aunque en el primer encuentro mantuviéramos una interesante charla acerca de rodajes de cine en tiempos de pandemia (su hermano, me dijo, era actor). Como curiosidad, y quédense con este dato, en aquel primer trayecto me sugirió la ruta:

—Si no le importa, podríamos bajar por Vitruvio y después Ríos Rosas y Guzmán el Bueno.

En el segundo trayecto, sin embargo y como digo, justo al día siguiente y a la misma hora, el hombre se mantuvo en silencio. Yo estaba con la duda de si llegó a reconocerme para así continuar la misma charla del día anterior. Por eso le lancé el anzuelo:

—¿Le parece que bajemos por Vitruvio, Ríos Rosas y Guzmán el Bueno?

—Sí, será lo mejor. Me gusta pasar por el Ramiro de Maeztu. Me trae buenos recuerdos.

—¿Estudió ahí? —le pregunté.

—Sí.

De seguido comenzó a contarme sus andanzas de estudiante, pero hubo algo en su relato que me dejó pasmado. En medio de la charla y, como quien no quiere la cosa, me confesó que era hijo único, cuando justo el día anterior me había hablado de su hermano el actor. Entonces comencé a pensar que el tipo construía relatos distintos cada día, aunque había caído en la torpeza de toparse dos veces con el mismo interlocutor.

El tercer día se mostró desde un principio más dispuesto a la charla, y esta vez busqué forzar el tema del primer día, el cine, sólo por ver si su hermano el actor volvía a la vida o si, por la contra, mantendría su condición del hijo único. El hombre parecía entusiasmado con el tema, pero no habló de su hermano en ningún momento. Entonces decidí cambiar de estrategia. Le llevé por Vitruvio, Ríos Rosas y Guzmán el Bueno esta vez sin consultarle, y al bajar por Vitruvio le dije que yo había estudiado en el Ramiro de Maeztu y que siempre que pasaba por ahí me asaltaban recuerdos. Por supuesto, era mentira, pero quería saber si el tipo volvería a su papel del segundo día. Sin embargo, en un giro loco, el hombre me soltó:

—Mi hermano también estudió ahí. ¿De qué año eres?

—Del 77 —le dije.

—¡Anda!, ¡mi hermano también? ¿Tu nombre? Por preguntarle a mi hermano…

—Patricio Menéndez —mentí.

—Bien, mira. Le voy a mandar un Whatsapp con tu nombre, a ver si le suena.

—¿Y el suyo?

—¿Perdón?

—El nombre de su hermano, por si me sonara a mí…

—Sí, esto… Santiago Pérez.

—¡Coño, Santi! ¡Claro que me acuerdo de él! —mentí. —¿Qué tal le va?

—Muy bien. Es abogado del Estado —dijo de seguido.

—¡Anda, menudo cambio! Creo recordar que quería ser actor.

—¿Mi hermano actor? Qué va. Ese soy yo.

—¿Usted es actor? —le pregunté asombrado.

—Sí. Pero ahora con la pandemia está todo parado.

Le dejé de nuevo, por tercer día consecutivo, en la Plaza de los Cubos, justo a las puertas de los juzgados de lo social.