Huir (en taxi)
El taxi existe porque todo el mundo necesita huir de algo o de alguien, tal vez de sí mismo o de su propio pasado.
No me refiero al taxi como servicio público que transita las calles, sino a todo cuanto sucede en su interior. A las charlas. A la necesidad de decir, de contar, de existir. A esa mujer mayor que requería la atención de mis oídos:
—Mis dos hijos sólo esperan que me muera para cobrar la herencia y, ¿sabe qué le digo? Que no pienso dejarles ni un puñetero duro. Voy a gastarme hasta el último euro en taxis, en comidas y en vivir la vida. El mes que viene me voy de crucero, y cuando vuelva pondré en venta la casa y viviré de alquiler, y cuando ya no pueda valerme por mí misma, porque sufro de las piernas ¿sabe usted?, me iré a una residencia de las caras. Es aquí. Páreme detrás del coche rojo, si me hace el favor. ¿Qué le debo?
—11,80€.
—Tome 20 y quédese con la vuelta. ¿Quiere subir a casa a tomarse un colacao fresquito? Lo tengo en la nevera.
—No, muchas gracias. Me esperan en casa.
—Suerte la suya. A mí no me espera nadie, hijo.
—Lo siento mucho.
—Mira, mejor. Tira un poco más adelante y déjame en el bingo de la avenida. ¿Qué hora es?
—Las siete y media pasadas.
—Bien. Aún es pronto.
La mujer huía de sus hijos y el taxi, el taxista, le sirvió de coartada. Pero hay más, muchos más, tal vez todos. El que huye del trabajo en dirección a su casa. El que huye de la disco porque ya no le caben más copas en el riñón (o más rechazos carnales). El que huye a la playa con la mujer que ama (son huidas temporales, tal vez de horas, pero ciertamente necesarias).
Y luego estoy yo, que huyo de mí a través de los demás y eso me sacia, me tranquiliza. Es mi terapia. Y funciona de la hostia.