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09 Feb 2021
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Víctimas literarias

Sentir pasión por algo: esa es la clave. Ansiar salir de casa y ansiar volver a casa. Que tu única obsesión te consuma por dentro igual que un virus letal. La mía, mi obsesión, es escribir. A todas horas. En cualquier parte. Desde que tengo uso de sinrazón.

Martes, diez y diez de la mañana. Me cruzo con un hombre realmente interesante. Lleva un sombrero de fieltro beige y un bastón con la empuñadura de marfil. Parece un dandi. Decido seguirle despacio, desde mi taxi. El dandi va caminando San Bernardo arriba como si pintara de elegancia la calle a cada paso. De repente mis pesquisas se detienen: le veo entrar en una puta casa de apuestas. Valiente gilipollas. Sigo.

Mi próxima víctima literaria es una chica de unos veinticinco años, gorro de lana, abrigo entallado tres cuartos, leggins grises y botines anchos forrados de borrego. Habla por teléfono apoyada en la marquesina del autobús 147. Su rostro angelical emite la dulzura de un mostrador del Dunkin´ Donuts. Podría enamorarme de ella, pero prefiero escribir sobre ella («sobre ella» no significa, en este caso, «encima de ella», sino «acerca de ella»). Como plantarme justo a su altura sería un descaro, decido dar vueltas a la manzana y pasar una y otra vez por la parada del autobús tan despacio como puedo. Doy una, dos, tres vueltas a la misma manzana. Cada paso por delante de la chica es una nueva bocanada de aire fresco. Qué belleza, qué ansiedad. No hay mejor museo que la calle.

A la cuarta vuelta veo que la chica está subiendo al autobús. Como no tengo nada mejor que hacer, decido seguir al autobús de cerca hasta que la chica se apee (qué palabra más horrible: «apear»). El bus y mi taxi compartimos carril, de modo que nadie podrá sospechar que lo estoy siguiendo.

Pero en uno de tantos semáforos, aún pegado al culo del 147, va y abre la puerta de mi taxi un hombre disfrazado de oficina. El azar acaba de joderme pero bien.

—Buenos días— me dice, tomando asiento.

—Buenos días— respondo. Qué remedio.

—¿Me lleva a Tomás Bretón?

—¡Claro!— contesto disimulando mi rabia.

En la próxima intersección me separo del autobús, que se aleja hasta perderlo de vista.

Adiós, chica Dunkin. Lo próximo que escriba sobre ti será inventado.