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30 Jun 2020
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Hablar contigo (mismo)

A veces, en el lenguaje interior, se producen fugas, desencuentros, quiebros para evitarte, sonido de grillos o preguntas sin respuesta que chocan como pelotas de goma en las paredes internas del cráneo.

Puedes llevarte bien o mal contigo mismo, pero con independencia de lo buen o mal amigo que seas de ti, la fórmula más extendida a este lado del Globo es la de buscar no pensar, o pensar lo justo, o «matar el tiempo», o actuar movido por la intuición. Incluso el ensimismamiento, muy dado entre los usuarios de mi taxi (mirada perdida, escaso parpadeo, labios relajados), no implica necesariamente estar pensando en algo: a menudo es un acto de relajación cercano a esa meta ideal que es «dejar la mente en blanco». Se nota, en esos casos, que no hay monólogo interior porque los labios, como digo, no están tirantes ni se mueven levemente de un modo involuntario, ni hay muecas o gestos que acompañen o permitan intuir el calado del pensamiento en cuestión. Hay gente muy expresiva cuando piensa, eso es cierto, y otra no tanto, pero es difícil (por no decir imposible) pensar en algo exacto y verbalizarlo mentalmente sin que se note.

Sucede, sobre todo, cuando intentas repasar las frases que le dirás a alguien cuando le veas (un reproche; cantarle las cuarenta), y esas palabras exactas repercuten en los labios al tiempo que imaginas visualmente la escena exacta en tu cabeza. Y en esa evocación imaginas, también, las respuestas del otro, o su reacción al escuchar tus palabras, y esa parte del diálogo también se nota en el rictus del pensante: el movimiento labial es más leve cuando imaginamos lo que dirá el otro y más exagerado cuando nos toca rebatirlo mentalmente. Súmenle a esto el movimiento de las cejas (a veces de sorpresa, o de condena, o de desprecio), y el carrusel de informaciones gestuales dará sobradas pistas del pensamiento en cuestión. Es divertido observar de reojo (y espejo retrovisor mediante) al usuario de mi taxi mientras éste mueve los labios y los ojos y los pómulos con una intensidad acorde al tono de sus pensamientos. Y en esos casos conviene hacerlo con disimulo para evitar que se sienta observado: mirar a quien está pensando equivale a despertar al insomne. No es, en absoluto, recomendable. Más que nada porque el pensamiento escasea y truncarlo por motivos de índole voyeur sería como arrasar con retroescabadoras un oasis en medio del desierto.

Yo soy, más bien, de pensar textos escritos: frases de pasajes de novelas o relatos pendientes de escribir. Y tiendo a no mover los labios porque no imagino escenas visuales al uso (con sus diálogos y esas cosas), sino pantallas de procesador de textos en blanco con el cursor parpadeando intermitente en mi cabeza.  Como mucho abro y cierro los labios al mismo ritmo que el cursor, igual que un pajarillo.