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22 Jun 2023
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Codo con codo

Me gusta pensar que todos los usuarios de mi taxi tienen una extraña fobia secreta, o una parafilia rarísima, y también imagino el motivo que pudo llevarles a eso. Y así paso las horas, porque es inagotable. Y divertido.

Por ejemplo, al tipo de unos cincuenta que llevé ayer de una nave industrial en Paterna a un restaurante de la playa lo imaginé chupando codos o, más concretamente, obsesionado con que alguien le chupara los codos a él. Logró que lo asumiera su anterior pareja («¡chúpame el codo!» le decía a ella al oído, en pleno éxtasis; a lo cual ella accedía resignada). Pero ahora estaba solo, recién divorciado, y le resultaba imposible encontrar a alguien que estuviera dispuesta a tales extremos a la postre inofensivos, pero raros.

Lo que él no conocía era el motivo real de aquella exacta parafilia. Y no la conocía porque sucedió en sus primeros días de vida, siendo apenas un bebé lactante, sin capacidad de raciocinio, sin recuerdos, pero ya predispuesto a los traumas. Fue, como digo, en su etapa lactante, y fue por culpa de una mastitis que sufrió su madre, hasta el punto de impedirle dar de mamar a su hijo. De modo que se vio obligada a alimentarle con biberón desde muy pequeño, lo cual logró calmarle el hambre, pero no su necesidad de sentir el calor de su madre. Comía bien, pero a su vez lloraba incansablemente. Y fue por ello que su madre optó por alternar el biberón con su propio codo, que el bebé succionaba indistintamente calmando, también, esa sensación de desapego.

Y aquel recuerdo quedó ahí, latente y sin forma en su cabeza, hasta que muchos años después comenzó a sentir la necesidad de succionar codos. Y no fue hasta el fallecimiento de su madre cuando pasó de necesitar succionar codos, a necesitar que se los succionaran a él. Fue un cambio que nunca llegó a asociar con su madre, ni con su muerte, ni con nada.

Inmerso como estaba en estos pensamientos, llegamos a su destino.

—¿Qué le debo? —me preguntó el hombre.

—16,20.

—¿Puedo pagarle con tarjeta?

—¡Claro!

Mientras sacaba el datáfono, se me ocurrió girar el codo hacia él y teclear el importe con mi codo a escasos centímetros de su rostro. Y te juro que llegó a mirar mi codo con ojos golosos. O tal vez fueron imaginaciones mías.