PATROCINADORES
INSTITUCIONES
Junta castilla
jcm

Archiletras

30 Ene 2023
Compartir

Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

La verdad verdadera

«Verdades patrocinadas, claro. Así es imposible» dijo un tipo al teléfono mientras mi taxi cruzaba el puente inestable de Calatrava.

Es difícil encontrar debates por teléfono, y aquel usuario estaba enfrascado en uno a pesar del horario (las diez de la mañana), el clima (frío, húmedo) y su destino (un aburrido bloque de oficinas). «Tenemos que darle la vuelta al asunto de la verdad. La misma palabra está perdiendo fuelle por momentos. Es más, creo que ni siquiera interesa. No se toma en serio. Porque, ¿qué es la verdad? ¿Qué utilidad práctica tiene?».

Lo jodido fue que la respuesta estaba en manos de un interlocutor que yo no podía escuchar, y  tal vez dijo algo de sumo interés a tenor del gesto de mi usuario (se atusaba la barba). Me hubiera encantado decirle: «¡Ponga el manos libres, por el amor de dios!». En cierto modo mi concepto de verdad estaba supeditado al de aquel desconocido. Y en ese interés, digamos, del usuario de mi taxi y el mío propio, radicaba el poder de la verdad en sí misma. No era tanto el contenido definitorio como la intención sincera de escuchar lo que fuera que tuviera que decir. O dicho de otro modo: no es lo mismo contar algo entre colegas que delante de un micro y una audiencia volcada y expectante.

Pero llegamos a su destino, el tipo se despidió de su interlocutor («Ya hablaremos más tarde», le dijo), y entonces me pidió que le cobrara.

—¿Qué le debo?

—8,55 euros. Es la única verdad que importa ahora.

—¿Cómo dice?

—El taxímetro. Nunca miente.

—Ah, jaja. Sí. Empirismo puro y duro.

—Ni siquiera esa despedida suya, «Ya hablaremos más tarde» podría ser cierta. Hay variables: es una verdad condicionada, quiero decir.

—Bueno, los futuribles no pertenecen al campo de la verdad.

—A excepción de la muerte —añadí.

—Mire, seguramente quede con mi amigo esta tarde. Si no muero antes, claro. ¿Le apetecería acompañarnos? ¿Me daría su teléfono?

—¡Por supuesto! —le dije entusiasmado.

Y a la tarde me llamó. Y quedamos en una cafetería de la Avenida de Francia. Y, a grandes rasgos, me contaron que estaban reconstruyendo desde cero una campaña publicitaria para una conocida empresa de seguros. Y que cualquier idea sería bienvenida.

—Así que verdades patrocinadas…

—Siempre lo son… —me dijo el otro.

Dicho esto, me bebí el café de un trago y me marché. El café, por cierto, estaba caliente de la hostia. Una verdad abrasadora.