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29 Abr 2022
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Cómo crear un personaje y no sentirte morir

Lo primero es la carcasa: varón de 39 años, complexión fuerte, 1,75 de altura, leve curva abdominal. Calvo por la coronilla (se rapa la cabeza), y agujeros en ambas orejas, pero sin pendientes: ya no los lleva.

La carcasa es importante pero no definitiva: atiende a los prejuicios que, en mayor o menor grado, todos tenemos (asumámoslo: no hay nadie que no tenga «pinta de» algo). Lo divertido, sin embargo, es cambiar la percepción de esos prejuicios a través de la intrahistoria del personaje en cuestión. Este es, quizás, el auténtico reto de cualquier escritor al uso. Por ejemplo, en el caso que nos ocupa, Marcos (es su nombre) dejó de llevar pendientes no tanto por cuestiones «madurativas». De hecho, también luce un tatuaje tribal en el hombro izquierdo y en ningún caso lo oculta ni se muestra arrepentido. Simplemente un día, al quitarse la camiseta, se le enganchó un aro y a punto estuvo de partirse el lóbulo en dos. Desde entonces tiene un miedo irracional a llevarlos y decidió no usar pendientes nunca más. Por lo demás, sigue siendo el mismo de siempre: trabaja en el mismo taller de aluminio de los últimos 15 años, tiene un Ford Focus azul del año 2015 que funciona de lujo y está soltero. Tuvo un par de relaciones largas y, con la última, a punto estuvo de casarse, pero la convivencia en aquellos mese de confinamiento por el Covid se tornó insoportable, y acabaron cancelando la boda prevista para junio del pasado año. Desde entonces vive solo en un pequeño apartamento con vistas a un descampado. Apenas paga 500 euros de alquiler; sobrevive con lo justo, pero no se queja porque apenas tiene gastos.

A pesar de lo aparente, hay algo en él que me fascina: le gusta hacer nada, se siente bien haciendo nada. Tiene una enorme capacidad para dejar la mente en blanco y puede permanecer así, en una especie de estado latente, durante horas. Lo llama «matar el tiempo», aunque en realidad es su forma de asumir la función figurativa que ocupa en este mundo. Tiene amigos, no muchos, pero él prefiere quedarse en casa y dejar la mente en blanco. Le relaja. Le eleva. Es su secreto. Ser absolutamente nadie, no existir por unas horas, se ha convertido en su mejor plan. Incluso apaga el teléfono y usa cascos con sonidos de fábricas en producción en cadena (pistones moviéndose, planchas industriales emitiendo ruidos repetitivos, escapes de aire comprimido). Lleva haciéndolo desde que se separó de Teresa y ahora no se plantea otra vida, ni mucho menos comenzar una nueva relación. Observa el futuro en blanco, y eso le ayuda a iniciar con optimismo cada nuevo día.

No espera nada de la vida, lo cual le invita a vivirla con total relajación. O al menos así ha sido durante los últimos meses hasta que un día, y sin venir a cuento, acude como cada jueves a la tienda de productos congelados que hay frente a su casa, y en estas se topa con la nueva dependienta (una chica menuda y risueña). Y se enamora irreversiblemente de ella. Se trata de un auténtico flechazo del todo involuntario, un pálpito brutal que de repente le voltea la vida. Desde ese instante, cada vez que intenta pensar en blanco le viene la imagen del rostro de ella y toda esa relajación se torna imposible. De repente su vida comienza a tener un sentido, acercarse a ella (y que su amor sea recíproco), pero entonces vienen los problemas. Ha de pasar de ser nadie voluntariamente, a intentar ser alguien a la fuerza y por motivos obvios: nadie se enamora nunca de un nadie.

El amor, por tanto, le vuelve desdichado. Y a mí, subsidiariamente, también.