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23 Dic 2020
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Suerte e incertidumbre en solo un papel

Ayer por la mañana una mujer me pidió en mi taxi encender la radio para escuchar en directo el sorteo de navidad. Llevaba un solo décimo entre las manos. Uno.

No llegué a ver el número; tampoco me importó. Lo realmente impactante fue verla sostener aquel décimo como si todo su presente y su futuro gravitara en torno a ese exiguo trozo de papel. Lo sujetaba igual que a un pájaro herido, por dos de sus puntas, y a ratos pasaba el pulgar por su lomo como diciendo: «tranquilo, todo saldrá bien. Ya queda poco para que revivas (y yo también reviva) y caminemos juntos en un nuevo entorno lejos de aquí». Sus ojos a veces miraban el dial de la radio musitando, tal vez, el número en cuestión al niño de San Ildefonso para darle fuerzas, o pistas, o ánimos. Es impresionante el poder emocional que suscitan situaciones como ésta: la ilusión, la esperanza, la curva ascendente que al final cae a plomo con la última bola.

Llegamos a su destino, pero la mujer se resistía a bajar del taxi por si, de repente, salía su número sin que ella estuviera presente.

—Espere un segundo— me dijo buscando nerviosa el monedero en su bolso mientras seguía vigilando el décimo de reojo.

—Nada, que no sale en Gordo. Y ya salieron dos quintos. Fueron madrugadores —añadió.

(Siempre me ha llamado la atención esa expresión que suele repetirse cada año: «premios madrugadores»).

Los coches de atrás comenzaron a pitarnos y miré a la mujer con ojos de prisa.

—Ay. Dele otra vuelta a la manzana mientras busco el monedero, ande…

Más que buscar el monedero la mujer quería seguir escuchando el goteo de números. En ese intervalo, los niños sacaron otras diez o doce bolas más mientras dábamos la vuelta. Y de nuevo, cuando alcanzamos el mismo punto, me pagó y se apeó del taxi a regañadientes.

Y la vi caminando como inmersa en una niebla espesa y compleja, mirando su décimo pero ahora sin saber si aquellos niños habrían por fin cantado su número en ese preciso instante para convertirla de repente en millonaria: la suerte puede cambiarte en una fracción de segundo, pero era insoportable no saberse rica en el mismo exacto momento de escuchar cantar el premio. O a la contra: no ser premiada para suspirar al fin pensando en el sorteo del año que viene. La incertidumbre, en fin, es a veces peor que la falta de suerte.