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03 Nov 2020
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

La lengua muerta del troll

En mis más de doce años al volante de un taxi y escribiendo en internet, con miles de usuarios en mi espalda y otros muchos miles más leyendo mis andanzas, jamás me he cruzado en persona con uno solo de esos trolls tan presentes, sin embargo, en las redes sociales.

En Twitter, en Facebook, he sufrido ataques de hordas de trolls por culpa de escritos sacados de contexto, o interpretados malamente, o simplemente virales. He recibido insultos, amenazas y acosos, algunos ciertamente preocupantes. Pasado el tiempo y con la piel ya curtida ha dejado de afectarme porque nunca, repito: nunca, se ha sobrepasado el límite de lo meramente virtual. Miento: hubo una vez que una fan despechada rompió el cristal de mi taxi aparcado con una piedra gorda envuelta en una nota que decía: «así me has dejado el corazón, roto en mil pedazos». Y en otra ocasión me esperó otra lectora a las puertas de la Cadena SER donde yo tenía una sección con la intención de seguirme a distancia hasta mi taxi para llevarla y aparecer, como quien no quiere la cosa, en uno de mis escritos. Pero son dos ejemplos, digamos, positivos. No hay trolleo en ellos (y el seguro a todo riesgo de mi taxi incluye rotura de lunas). Nadie ha llegado nunca a insultarme en persona ni mucho menos a agredirme, aunque en las redes sociales me amenazaran explícitamente con soltarme un buen puñado de hostias.

Y digo más: la gente, en el trato directo y sin intermediarios, suele ser maravillosa. Raro es el conflicto que haya tenido en mi taxi y, si alguno hubo, fue más bien potenciado por demasiadas copas de más (o estupefacientes varios) por parte de usuarios (siempre en grupo, el dato es relevante) con ganas de liarla. Lo habitual, como digo, es el trato amable, aunque, por pura estadística, algunos de esos mismos usuarios también hagan las veces de trolls en la intimidad y el anonimato de sus casas.

Es evidente que existe una brecha entre el mundo virtual y el mundo palpable en lo que al uso del lenguaje se refiere. La lengua se desata cuando no somos nadie para nadie y desaparecen los filtros. Lo fácil sería decir que volcamos nuestras frustraciones aprovechando el anonimato, pero creo que la explicación es más compleja. Una explicación que tiene más que ver con la empatía. La presencia física nos lleva sin querer a ser más empáticos con el otro y a tener más cuidado con lo que decimos, aunque disten muy mucho nuestras posturas. Nadie suelta a bocajarro sus ideas más radicales ante un completo desconocido, y nadie que camine solo por la calle se dedica a trolear a todo aquel que se cruce en su camino (a no ser que sufra algún tipo de disfunción mental). La soledad de dos cuerpos presentes (ya sea en un taxi, o en el ascensor, o en la consulta del médico) consigue que saquemos nuestra versión más sociable: apenas somos uno contra uno, más vulnerables o tal vez más sensibles a la crítica directa. Mirar a los ojos desmonta en cierto modo. Lo cual quiere decir que aún hay esperanza.