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15 Dic 2020
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

El ojo fantasma

Llevo muchos años escribiendo a diario. Muchos. Y si algo he aprendido del proceso creativo es lo siguiente: el miedo a la página en blanco no existe. Es, en realidad, miedo a uno mismo.

Quiero decir que a veces la cabeza te juega malas pasadas y no te sale nada, lo cual no tiene por qué significar que no tengas nada dentro, o que estés «seco», sino todo lo contrario. Siempre hay algo que contar del mismo modo que siempre existirá una canción apropiada para cada momento. Y hay dos métodos para dar con ella: o tenerla bien localizada en tu cabeza y buscarla en tu audioteca y darle al play, o abrir los oídos y dejarte llevar hasta encontrarla. Mi canción, por seguir con el símil, es mi taxi. Salgo por las mañanas y busco algo digno que llevarme al papel. Y es materialmente imposible no encontrar nada. Es del todo improbable regresar a casa sin una maldita frase, o apenas una sensación susceptible de ser volcada.

Hoy, por ejemplo, he llevado en mi taxi a un hombre muy mayor que, aparte de llevar su correspondiente mascarilla blanca cubriéndole la boca y la nariz, también lucía un parche del mismo material en su ojo izquierdo. Y aquella suma de imágenes: la del filtro para la boca y la del filtro para la vista, me sugirió un montón de ideas a cuál más loca.

Un inciso: nunca tengas miedo de esa idea que te ronda de repente en la cabeza. Lo realmente peligroso de una idea no es tanto tenerla como llevarla a cabo. Hasta donde yo sé, pensar no es ilegal (ni siquiera éticamente reprochable), pero consumar alguno de esos pensamientos, tal vez sí.

En cualquier caso, dudé por un momento si aquel hombre respiraba por la boca o por el ojo. Y también pensé en los virus visuales (esas imágenes que te impactan y se quedan enquistadas en la memoria del iris y no eres capaz de arrancarlas ni con un cúter). Y pensé que, si retiraba el parche del ojo, podría encontrarme unos labios insertados en la cuenca o un globo ocular donde debería estar la boca. Eran pensamientos que tal vez no guardaran un sentido práctico desde un punto de vista literario, pero me hicieron sentir ágil, vivo, y esa exacta sensación es la que siempre preciso para empezar a escribir. Aunque acabe escribiendo algo distinto, eso no importa. Aunque aquel hombre sólo me sirva para sentir su ojo fantasma en cada dedo cuando empiezo a teclear.