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17 Feb 2022
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Doble vida

Hay más vida en la literatura que en la propia vida. Los libros piden a gritos tramas, conflictos, mientras que la vida ordinaria busca todo lo contrario: evitarlos. Aunque no siempre es posible.

Recuerdo a Natalia, que acabó convertida en personaje de la novela que ahora tengo entre manos. Viajó en mi taxi desde la calle Cartagena al hotel Wellington. Era media tarde, las siete o así, un martes o un miércoles de enero. Iba bien vestida y maquillada. Rondaría los cuarenta, pero aparentaba menos. La cuestión es que, durante aquel trayecto, la vi nerviosa, bastante inquieta, como evitando ciertos pensamientos. Lo deduje por sus ojos: no estaban quietos en un punto, sino que ella misma se esforzaba en cambiar el foco a cada rato.

Pues bien, cuando llegamos al hotel y me pagó la carrera, resulta que se dejó olvidado el móvil sobre el asiento. No lo advertí de inmediato, sino que fue el siguiente usuario quien se dio cuenta. Nada más entrar en mi taxi, me lo dijo:

—Uy, alguien se ha dejado un móvil.

De inmediato pensé que sólo podía pertenecer a aquella mujer porque la suya fue mi primera carrera del día. De modo que, cuando terminé el servicio, me acerqué al hotel Wellington y pregunté en recepción. Describí a la mujer (su cabello rubio, su abrigo verde) pero al recepcionista no le costaba haberla visto, y tampoco le sonaba como huésped. Me acerqué al bar, pero no estaba, así que deduje que habría subido directamente a alguna habitación.

Me marché sabiendo que la mujer acabaría llamando a ese mismo móvil, y así fue. Hora y pico después, sonó un timbrazo (en la pantalla figuraba número oculto) y descolgué el teléfono:

—¿Sí?

—Hola, ehh… ¿eres el taxista?

—Sí…

—Mire, soy Natalia, la dueña de ese teléfono. Estoy en el… Wellington, ¿lo recuerda? ¿Podría venir y ya de paso llevarme de vuelta a la calle Cartagena?

—Claro. En diez minutos estoy ahí.

—Gracias. Mil gracias. Le compensaré.

Fui a por ella, le entregué el móvil y, curiosamente, hicimos el trayecto de vuelta en completo silencio. Por norma, en casos como este, el usuario avergonzado suele dar conversación «No sé dónde tengo la cabeza. Gracias, me salvó la vida. La verdad es que no somos nadie sin el móvil, ¿verdad?», pero ella apenas dijo un «gracias» inicial y nada más. Eso sí, poco antes de llegar, se retocó el maquillaje. Y me pagó en metálico. Dato importante.

Otro dato: el salvapantallas de su móvil era la foto de un hombre, también de cuarenta y tantos, y un chico y una chica adolescentes. Sonriendo los tres. Con el Teide de fondo.

(Siento insistir en esto, pero después de tantos años sigo sin conocer oficio más literario que el taxi. A los hechos me remito).