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05 Ago 2022
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Todo o nada

Traducir al lenguaje de los vivos el grado de belleza de esa exacta mujer no es fácil. Ni difícil. Sencillamente es imposible.

Disculpa mi descenso a ras del suelo: Media melena rubia, boca perfecta, rasgos perfectos. Escote de hiperventilar en una bolsa de papel. Toda ella tomó asiento a mi lado, en mi taxi, y en estas un bicho espinoso recorrió mi espalda. Los primeros instantes fueron trágicos: era incapaz de articular palabra. Y al rato, apenas me salió decirle:

—¿Te parece que vayamos por Colón? A estas horas no hay tráfico.

—Como quieras. Cuanto menos tardemos, mejor. Necesito llegar a casa cuanto antes, quitarme los tacones y darme una ducha. Llevo demasiadas horas trabajando… —me dijo agobiada.

Tenía una voz dulce, incluso bajo aquel filtro de agobio. Me contó que vendía viajes en una gran superficie comercial. Yo habría vendido mi alma por viajar con ella.

Pero mi cabeza no pudo avanzar más allá de aquellas primeras palabras «quitarme los tacones y darme una ducha». Me eclipsó, de repente, la imagen del agua percutiendo en su piel. Imaginé sus pechos, cómo no hacerlo. Grandes. Firmes. Mirándome.

—¿Te puedes creer que no he comido nada en todo el día? —volvió ella.— No he parado de atender clientes, y en mi hora libre he tenido que quedarme a adelantar trabajo.

—Ojalá tramitaras mi viaje contigo—dije, pero para mí.

El trayecto se hizo corto. Al llegar, metí el taxi en el garaje y salimos cada uno por su puerta. Ella continuaba hablando. Yo seguía sin ser capaz de decir nada. No tenía palabras que llevarme a la boca. Sólo asombro.

En el portal tomamos el ascensor, saqué las llaves y abrí la puerta de casa. Ella se fue directa a la habitación, se quitó los tacones y luego, ya en el baño, abrió la ducha.

Y el sonido del agua me obligó a entrar yo también, enfermo por desbloquear su imagen de mi cabeza.

Así que entré en el baño, abrí la mampara y lo que vi me dejó boquiabierto, igual que un niño reciente en todo. Ahí estaba ella, desnuda. Perfecta. Más perfecta aún que en mi propia fantasía.

Nada más verme dio un respingo («¡Me asustaste, tontito!»), pero luego me lanzó una sonrisa y continuó frotándose el cuerpo con la esponja, dibujando caminos de espuma por todas partes.

—¿Te duchas conmigo? Entra rápido o cierra. Se está saliendo el agua —me dijo.

Me quedé quieto. Bloqueado.

—¡Dani! Estás raro hoy… —volvió ella.

—¿Te apetece que pidamos unas pizzas? —se me ocurrió decir.

—Ehmm, vale —me dijo sorprendida. —¿En serio no quieres ducharte conmigo? ¿Te está dando un ictus?

Lejos de decir nada, fui a la habitación, abrí la mesilla de noche y busqué mi caja de Orfidal. Pero estaba vacía.