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10 Mar 2023
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Usos y análisis del lenguaje urbano a través del espejo retrovisor de mi taxi.

Daniel Díaz

Taxista, escritor y viceversa. Licenciado en charlas casuales y amante discreto del verso suelto.

Ser padre

Me faltan datos de cualquiera para juzgar a ese cualquiera por culpa de un hecho puntual. Necesito saber, conocer sus entresijos para entender su actitud o al contrario: tildarlo empíricamente de imbécil .

Salvo excepciones. Nada justifica el racismo, la homofobia, o agredir a un desconocido basándose solamente en prejuicios. De hecho, me cuesta mucho, muchísimo, lidiar en mi taxi con verborreicos cuyo simplismo ya es de por sí una amenaza. Parecen tener el odio enquistado dentro y lo dispersan en modo aleatorio y a la mínima ocasión. Sinceramente creo que no son felices, y que vuelcan tamaña frustración en los demás, haciendo uso de un lenguaje tristemente limitado.

Aunque reconozco, también, que es divertido pensar en qué momento se les torció la cosa. Tiro del hilo de la imaginación y me remonto a ese presunto desengaño amoroso que no superaron, o a unos padres demasiado ocupados para darles el cariño que hoy les falta. Por circunstancias, he leído mucho acerca de la infancia (estudios pedagógicos, mayoritariamente) y, a la postre, resulta espeluznante la importancia de las huellas de ese tramo inicial (de cero a seis años, sobre todo) en el desarrollo de la personalidad. De hecho, las mentes más aberrantes, los mayores y más sanguinarios criminales, violadores, etcétera, tuvieron, en su gran mayoría, una infancia desastrosa (padres violentos, alcohólicos o ausentes), generándoles traumas, monstruos, vacíos, que tarde o temprano acabarán lanzando con violencia contra cualquiera. Tal vez por eso, mimo y cuido y hablo tanto con mi hija y empatizo hasta el delirio con todo cuanto respecte a ella. Es consecuencia de un amor desmedido, supongo, pero en casos como este (de padres a hijos) el amor se vuelve chusco, obsesivo… y contradictorio: mi instinto me pide sobreprotegerla aunque racionalmente sé que demasiada protección no le hará bien; que tiene que volar y sentirse libre (y conocer los riesgos de la vida para aprender a combatirlos) y que ni yo ni su madre ni nadie somos quién para impedir su pronta autonomía.

Y cuando veo a muchos otros padres en mi taxi atentos más al ocio de su teléfono móvil (a videos virales y demás chorradas) que a sus propios hijos de la edad de la mía, me entran unas ganas enormes de zarandearlos aunque no conozca, como dije al principio, sus circunstancias. Trato de empatizar también con ellos pero me cuesta mucho, muchísimo. Tal vez no sean felices, pienso; y unos padres infelices deberían procurar buscar esa felicidad perdida antes que reproducirse. O tal vez la infelicidad les llegara con los niños ya crecidos; imposible saberlo. En cualquiera de los casos no cuesta nada, absolutamente nada, prestarles la atención que merecen, ya sea en un taxi o en cualquier otra parte. O al menos, hacerles partícipes del lado chulo de la vida.