Mejor en taxi
Se trata de conseguir un gancho que atraiga a gente aleatoria, escucharles y analizar lo que dicen para entender qué les mueve, cuál es su motor. De ahí mi obsesión con el taxi.
Un día cualquiera a las diez de la mañana. A pie de acera, un varón de cincuenta años levanta el brazo. Fascismos aparte, levantar el brazo pronostica que algo bueno está a punto de suceder: un trayecto compartido, una breve confesión. Decir un destino ya es algo. Es su forma de hacerte partícipe de su vida inmediata. Irá al dentista, o a una librería, o a un café del centro para almorzar con un viejo amigo. Compartir eso es un acto de generosidad. Es valiente, incluso. Y además, te paga. En fin, todo ventajas.
A lo largo del trayecto, charláis (o tal vez no). Será opción suya, en cualquier caso. Te hablará del tiempo, de lo mucho que llovió ayer, y en estas incluirá pequeños detalles de su propia vida. «Tenía previsto ir al campo y el plan se fastidió pero bien. A ver mañana» (es un hombre de campo). O «Es bueno que llueva; total, tampoco salgo mucho» (es casero y tendente a la soledad). Los perfectos desconocidos se dividen entre aquellos que buscan hacerte partícipe de sus cosas y los que no. Abiertos o reservados (y una amplísima gama intermedia). Yo agradezco muchísimo que hablen, porque tiendo a la zozobra y escucharles me llena de luz. Digamos que necesito proyectarme en perfectos desconocidos para olvidarme de mí. Precisamente por eso, todos estos meses encerrado en casa, escribiendo entre 8 y 12 horas diarias, han sido un auténtico infierno. Mi despacho es bonito y acogedor, y tiene una ventana con vistas, pero no es lo puto mismo que salir a la calle y escribir al dictado del azar. Necesito urgentemente un taxi.
Ahora estoy en proceso de búsqueda de taxi aquí en Valencia para conducirlo, vivirlo y escribirlo. Seguiremos informando.