Mercantilizar el habla
Daniel DíazEl chico no era mudo, es que no tenía nada que decir. Y le entiendo, joder que sí. El habla a menudo te expone, te delata y en plena pubertad (como era el caso), te avergüenza incluso.
El chico no era mudo, es que no tenía nada que decir. Y le entiendo, joder que sí. El habla a menudo te expone, te delata y en plena pubertad (como era el caso), te avergüenza incluso.
Llovía mucho, a mares, y en la radio de mi taxi sonaba jazz suave, tal vez John Coltrane, no estoy seguro.
Alguien sube en mi taxi y apenas conozco su cero coma diez ceros y un uno final de su vida en su conjunto: por el momento, sólo hay prejuicios.
Mira, yo me planto. Tengo lo que quiero, hago lo que quiero y he conseguido todo lo que he merecido conseguir.
Niño de unos siete u ocho años incorporándose en el asiento trasero de mi taxi. Fugazmente me mira y frunce el ceño. Le miro y frunzo el ceño.
Detrás de cada pareja sentimental hubo una historia inicial, un chispazo, una eclosión nacida de un primero encuentro más o menos fortuito.
El lenguaje interior me mata al tiempo que me mantiene con vida. Un detalle: no soy nada tímido sino profundamente introvertido. Porque no es lo mismo. Ni de lejos.
La inteligencia artificial llora píxeles, supongo. Podrá rimar noche con coche, pero carece del sentido intrínseco de cualquier poema: hallar el código puk del alma.
Una mujer de aspecto profundamente común, cuyo rostro olvidarías por carecer de rasgos significativos, me contó en mi taxi una historia que, sin embargo, perdurará en mi memoria tal vez para siempre.
María, usuaria habitual de mi taxi, sufre de migrañas. De hecho, las migrañas son su principal problema. También la relación con su exmarido, y las pésimas notas del hijo de ambos. Pero sobre todo las migrañas.
Forzar silencios incómodos a veces empuja al otro a saltarse un par de capas del decoro y confesarse. Atentos.
…y en estas me giro y choco así, cara a cara, con un pibón impresionante que venía de frente. El caso es que la tía llevaba en la mano un cubata y, pum, me echó el cubata entero encima. Literal…
Me faltan datos de cualquiera para juzgar a ese cualquiera por culpa de un hecho puntual. Necesito saber, conocer sus entresijos para entender su actitud o al contrario: tildarlo empíricamente de imbécil .
Ayer dio comienzo el ruido en Valencia, mis primeras mascletàs como taxista, escritor y viceversa. Un resumen: es bello y aterrador.
Es hermoso, pero también inquietante, que un hombre no recuerde nada del nombre que lleva tatuado en su mismo antebrazo.
El problema no es tanto la hoja como la tinta, me dice un afamado escritor —cuyo nombre no diré— sentado a mi lado, en mi taxi.
Llevo dos días sin la obligatoriedad de llevar mascarilla en mi taxi y me siento desnudo en el sentido más sexy de la palabra. Ahora vocalizo al máximo, juego con el movimiento de los labios, bailo con la boca.
«Verdades patrocinadas, claro. Así es imposible» dijo un tipo al teléfono mientras mi taxi cruzaba el puente inestable de Calatrava.
La gente quiere ser feliz pero no lo verbaliza. De ahí su enganche a los teléfonos móviles: te dicen cómo ser feliz o qué plenitud lograrás alcanzar a poco que eches un vistazo.
Era una familia mejicana excepto él, español, que tomó asiento en mi taxi a mi lado. De hecho, había vivido media vida en España y por trabajo acabó instalado en el DF y se casó en el DF y tuvieron dos hijos también en el DF.
Algunas personas se vuelven realmente encantadoras bajo los efectos de determinadas sustancias, alcohol incluso, y otras justo todo lo contrario. Pero es fascinante cómo cambia el habla en ambos casos.
Pienso en la pareja que ahora viaja en mi taxi más allá de lo físico: en su vida interior. En sus costumbres. Aficiones. Me gustan los dos, quedan bien en la foto, pero intuyo entre ellos un vacío insoportable.
Estoy en mi taxi con la boca dormida. Anestesiada. Acabo de salir del dentista. Una boca que ahora no es mía. Tampoco las palabras que intenta proyectar.
Le digo al hombre del asiento trasero de mi taxi que, por el camino habitual, habrá bastante tráfico. Y que, si él quiere, si lo desea, podemos intentar atravesar el centro. Confío en usted, me dice.
Mi objetivo de ayer fue pasar el día en modo zen, transformando en moléculas las palabras que emitía la gente de mi entorno. Diez horas duró el periplo. Sala de urgencias de un hospital.
El cielo a ras de aquí ahora está frío y alguna gente tiembla, tirita, vibra pero sin voz, como tu móvil en un teatro. A ras de aquí aún nos queda mucho que decir, pero el orden de los factores altera el proceso de entendernos.
De vez en cuando hago tours por Valencia en mi taxi a extranjeros que llegan en megacruceros a pasar el día. Normalmente hablamos en inglés y he de confesar que, en lo tocante a la historia de la ciudad, me lo invento todo.
El miedo mueve el mundo, me dijo una mujer en mi taxi mientras cruzábamos un río Turia sin agua por un Puente de las Flores sin flores. Dicho lo cual, yo añadí: ¿Y por qué no el amor?
Necesitaba tramas para mi próxima novela y tenía un arma poderosísima: mi taxi. Y en un arranque de desesperación hice algo que pensé que nunca me atrevería a hacer.
Me obsesiona la carne y más aún la presunción de carne detrás de una tela e imaginarla tersa, desesperadamente suave e hidratada en el asiento trasero de mi taxi.
Son demasiados estímulos visuales, sonoros, olfativos (estoy pidiendo auxilio). Urge un descanso sensorial.
Se habla mucho, hablan, de la palabra «libertad», cuando en verdad quieren decir «libertades». Porque son pequeñas píldoras en dosis individuales. Sensaciones exactas y en lapsos cortos de tiempo. Igual que confundir estar contento y ser feliz.
La gente viaja por recreo en barcos que son como ciudades desafiando océanos. Barcos con rocódromos, tirolinas, casino, discoteca, toboganes. Y yo les llevo en mi taxi a esos barcos y los miro a través del espejo como un paseante extranjero en un zoo.
«Por eso te llamé con número oculto, para que no sospechara tu mujer». Tremenda información en una sola frase. Estirándola, daría para novela.
Paloma lo había dejado con su pareja. Lo dijo así: «Lo hemos dejado hace dos días». Hemos. En plural. De mutuo acuerdo, deduje.
Me hablas, te oigo, pero no escucho. Noto ansiedad. Estamos en la calle Colón y hay gente por doquier. Buena gente que camina.
El taxi existe porque todo el mundo necesita huir de algo o de alguien, tal vez de sí mismo o de su propio pasado.
Llegué tarde a la primera reunión de padres con el nuevo profe de mi hija. Tuve que tomar asiento al fondo del aula, en el único pupitre libre.
Pisé con la rueda de mi taxi una postal, de esas que enviábamos antaño (normalmente en vacaciones, con foto de la playa de marras y nuestra mejor caligrafía).
Me llamó cobarde un tipo que ahora está en coma. Me llamó «peseto de mierda» un mileurista en tratamiento médico por estrés laboral. Si me pitan en los semáforos, sonrío. Si surge un ruido raro en el motor de mi taxi, subo la música.
Mamen, nombre inventado, acudió en mi taxi sola a una playa muy poco transitada. Apenas llevaba consigo una toalla, un libro, un sombrero de paja y un vestido de papel de fumar.
Este hilillo de sangre cayendo despacio de mi oído derecho es debido a los múltiples audios y charlas telefónicas en modo manos libres que escucho en mi taxi y no debería.
Traducir al lenguaje de los vivos el grado de belleza de esa exacta mujer no es fácil. Ni difícil. Sencillamente es imposible.
Soy taxista porque me apasiona escuchar a esa mujer de tobillos hinchados y pelo ralo contarme media vida en apenas 6,55 euros de taxímetro.
«Por fin llevo las riendas de mi propia vida», le dije al hombre. «Soy taxista vocacional. Siempre he querido serlo. Bueno, miento. Mi sueño de pequeño era conducir un autobús. Pero luego maduré».
Con una pizca de información podemos hacer un mundo, a saber: Su nombre era Claudia, veintipocos años, varios kilos de más según los cánones occidentales (para mí estaba estupenda). Y sufría de ansiedad severa.
Acabo de pasar con mi taxi por el Puente de las Flores, sobre el falso río Turia, y resulta que las flores están secas, o apenas se ven. El puente soporta una presión brutal más allá del tránsito o de su propia estructura: es el peso del nombre que le han dado.
Yo estaba el primero en la parada de la Plaza del Ayuntamiento, apoyado en la puerta de mi taxi, cuando se acercó una mujer y me dijo:
«Bueno bueno bueno, estoy flipando: mi novio me acaba de dejar por Whatsapp. ¡POR WHATSAPP!».
Era un hombre, un enfermero, que necesitaba hablar, comunicarse, contar lo suyo, nada especialmente grave ni de vital importancia, sólo eso, hablar.
El habla avanza en mi taxi a un ritmo mareante. La inmensidad del mar anda cerca y se nota: supone una vía de escape que no estaba presente en mi vida taxial de Madrid.
La enormidad del Mediterraneo, y calles adoquinadas, y huertas junto a edificios altísimos. Mi taxi aquí en Valencia comienza a sentirse como en casa. Ya he llevado a mi primer sacerdote. Llevaba prisa: perdía el AVE.
Llevo poco más de una semana conduciendo un taxi por las calles de Valencia y ya tengo argumento para cinco novelas. Las calles son amables y el calor húmedo me trasladó por momentos al vientre de mi madre. ¿Qué más puedo pedir?
Tras más de quince años escribiendo desde un taxi en Madrid, me complace anunciaros que acabo de estrenar taxi en Valencia. Y aquí también hay mucho que escribir. Historias nuevas. Perfiles bien distintos.
Recuerdo el olor exacto de una antigua novia cuyo nombre no diré. Era pura química lo nuestro. Un deseo irracional. Y gracias a ella aprendí a escribir.
Lo primero es la carcasa: varón de 39 años, complexión fuerte, 1,75 de altura, leve curva abdominal. Calvo por la coronilla (se rapa la cabeza), y agujeros en ambas orejas, pero sin pendientes: ya no los lleva.
Se trata de conseguir un gancho que atraiga a gente aleatoria, escucharles y analizar lo que dicen para entender qué les mueve, cuál es su motor. De ahí mi obsesión con el taxi.
Llevo meses encerrado, escribiendo, y ya no aguanto más. Necesito salir. Hablar con humanos. Buscar inspiración en las calles. Necesito volver a conducir un taxi.
Algunos textos, o discursos, o escenas, son tan potentes, que consiguen voltear tu percepción de las cosas hasta el punto de cambiar tu opinión.
En mi finca vive un Ponciano, una Agripina, un Adosindo, un Zacarías, una Patrocinio y una Cesárea. Larga vida a esos nombres. Porque serán los últimos.
Aislarte también es aprender a descartar: aprender y disfrutar del hombre bueno, e ignorar al mediocre. Benditos sean Stephen King, Juan José Millás o Foster Wallace (sí, los muertos también cuentan).
Imagina que puedes decir lo que quieras, sin límite. Que tienes total libertad para expresar cualquier pensamiento en cualquier foro, por muy extremo o bestia o ilegal que pueda parecer. ¿Harías uso de esa libertad? ¿Lo necesitas?
«Buenos días, mi nombre es Marta. ¿Está contento con su compañía telefónica?». La voz de Marta suena líquida, acogedora. Y yo ahora mismo estoy solo.
Las peores palabras se agolpan en tiempo real, martillean: invasión, guerra, muertes, misiles. Tratamos de pensar en otra cosa, pero pesan más y embarran la glotis.
El barrio donde ahora vivo, en Valencia, rebosa comunidad. La gente se saluda por la calle, habla, pregunta por los suyos. El clima acompaña, pero no es sólo por eso. Influyen otros muchos factores.
Hay más vida en la literatura que en la propia vida. Los libros piden a gritos tramas, conflictos, mientras que la vida ordinaria busca todo lo contrario: evitarlos. Aunque no siempre es posible.
Sospecho una brecha radical entre el lenguaje internetero (o internetense) y el habla a pie de calle. Somos los mismos lobos pero cambia el disfraz.
He vuelto a escuchar más audios de mi etapa como taxista en Madrid y, de entre todos, más de ochenta, ha llamado mi atención el que transcribo…
«Ya no», me dijo. Fue hace muchos, muchos años, pero esas dos palabras todavía cortocircuitan mi mente igual que aluminio dentro de un microondas.
Cuando vives encerrado en tus ficciones, salir a la calle es todo un reto. La gente ahí fuera se puede (aunque no se debe) tocar.
Lo malo de poner tu vida patas arriba es la pérdida de tracción. Lo bueno es que parece que tus pies mueven las nubes.
En mi carta a los Reyes Magos he pedido borrón y cuenta nueva, una minifábrica de ganas, más verbos, menos adjetivos, y un pop it.
Como azar rima con bar, estoy en uno. Los presentes se hacen llamar parroquianos porque no hay fe más poderosa que el placebo curativo de una barra y un whiskito. Y al otro lado, la diosa. Valentina es su nombre.
Ordenando mi escritorio virtual rescaté un audio de mi etapa como taxista en Madrid. Aún guardo muchos, varias horas, pero éste llamó poderosamente mi atención.
Para escribir (y supongo que para todo lo demás) es necesario confiar en uno mismo, creer en uno mismo y olvidarte del pasado si acaso ese pasado no te permite seguir adelante.
Llevo cosa de un mes enfrascado en una novela romántica que firmaré bajo pseudónimo y, para documentarme y tomar ideas, decidí apuntarme a un par de apps de contactos carnales. Y estoy fascinado.
No hay tensión narrativa capaz de superar el complejo entramado mental de cualquier adolescente. Debemos mirar hacia ellos. Aprender de ellos. Envidiarlos. Siempre.
Estoy organizando una cena de empresa para navidad, y como soy autónomo y escritor, he decidido invitar a los siete personajes de la novela en la que me encuentro trabajando. Ya me han confirmado cinco.
Últimamente viajo mucho a través de Google Street View, saltando de un punto a otro del entero mundo. Ahora me encuentro en Malmö, Suecia, en una calle llamada Regementsgatan. Y hace un día espléndido.
Vengo de un bar. Bueno, de dos. Aquí en Valencia almorzar en bares es casi una religión en sí misma. Lo llaman «esmorzaret» e incluye bebida, bocadillo del tamaño del brazo de un niño y café.
NaNoWriMo (acrónimo de National Novel Writing Month) es un desafío de escritura nacido en California y enfocado a escritores de todo el mundo. ¿Te atreverías a escribir 50.000 palabras en un solo mes?
Buenos días, buenas tardes, buenas noches. Os cuento mi rutina: Desayuno, escribo, almuerzo, escribo, escribo, ceno, leo, veo series y a dormir. Los demás detalles, desde ducharme a planchar camisas o lavarme los dientes, carecen de importancia.
Parece que a veces te falta el aliento, como si el oxígeno estuviera incluido solamente en cuentas Premium, y respiras mal, a bocanadas, pero tiras de esa otra sonda pleural que es la palabra.
Cayeron Whatsapp, Instagram y Facebook durante un buen puñado de horas, el lenguaje entró en pánico y Carol se quedó sin saber el nuevo estado de su ex.
Dos no discuten si uno habla mientras el otro está pensando en detalles psicosociales de un personaje secundario de la novela en la que se encuentra trabajando.
La gente queda en bares, en terrazas, para contar y compartir por turnos sus problemas. Paradójicamente, los que no tienen problemas tampoco tienen nada que decir en estos casos, lo cual es un problema en sí mismo.
Abriendo cajas encontré la grabadora que solía usar en mi taxi para captar sonidos y monólogos y charlas, y también la alianza de aquella usuaria cuya historia, por motivos legales, no puedo contar.
Tengo mil frentes abiertos: después de una mudanza completa de Madrid a Valencia, ahora estoy reformando mi nueva casa. Llevo días eligiendo colores, apliques, enseres y estores. Y es horrible y fascinante al mismo tiempo.
Imagina que montas tu propio despacho para escribir, el sueño de toda una vida, con su mesa larga, su silla ergonómica, su impresora láser, su torre de folios en blanco perfectamente alineados, su corcho, sus fichas para tramas y personajes, sus libros de consulta, sus cuadros inspiracionales…
Estamos reformando la que será nuestra nueva casa en Valencia. Los obreros eliminan el gotelé al tiempo que escribo estas líneas desde la terraza. Nunca imaginé que una combinación tan rara funcionaría tan bien.
Me encuentro en un caserón en Benissa (Alicante). Vine aquí con la única intención de escribir. A todas horas. Todo el rato. Y por motivos que no vienen al caso, estoy solo.
Sucede algo extraño en mi cabeza y es por esto que no puedo llevar una rutina cuando escribo (tal y como hacen, me consta, el resto escritores que viven o pretenden vivir de su oficio).
Llevo muchos años, demasiados, escribiendo sobre mi taxi y desde mi taxi. No me refiero a escribir encima del taxi (aunque una vez redacté un artículo dentro del maletero; eran tiempos extraños).
Llegó el momento de confesaros que, en lo taxial, llevo de bajona mucho tiempo. Amo mi taxi, pero el lobby feroz de Uber resultó insaciable, y en su naturaleza está el no detenerse hasta engullirlo todo. Y el día que esto suceda, prefiero estar lejos.
Preservar el bunker de tu lenguaje interior se hace imposible en un entorno donde el chándal ahora es también una prenda apta para salir de fies(ta).
Por alguna extraña razón, Facebook me dijo que tal vez podrían interesarme foros del tipo «Amantes del punto de cruz», o «Flambeados para pastelería cuqui».
Cuando no encuentras algo, pongamos unas llaves, se inicia un viaje interior a tu pasado más reciente, y ese implícito monólogo alcanza tal tensión narrativa que ni el mejor Stephen King.
La mujer me miró cariacontecida a través del espejo después de recibir una llamada en mi mismo taxi. Le habían dado una noticia evidentemente mala. Y su primera reacción, tras colgar y sostener el móvil como un polluelo herido, fue mirarme.
Escribo estas líneas desde un bar de carretera sito en el kilómetro ciento y pico de la carretera de Valencia y ahora estoy pensando en vocablos raros tales como «sito».
Escóndete si quieres en el maletero de mi taxi y escucha las charlas que se gastan los usuarios corporativos porque son de no creer: mayoritariamente hombres y valedores de un uso del lenguaje, digamos, peculiar.
Cuando tienes la cabeza en otra parte, tu lenguaje interior se reduce al espacio acústico de un bunker sin ventanas. Te habla la gente, pero no oyes nada (o si oyes, no escuchas). Y todo lo de fuera, aunque puedas tocarlo, se convierte en un país extranjero.
«Es imposible que ahora, de repente, la gente tenga tanto que decir, macho. Parece que hay estar ahí a toda costa, tener presencia en redes y opinar por sistema de lo que toque» me dijo anoche un usuario de mi taxi.
—¿Qué prefieres, ropa sucia y mirada limpia, o ropa limpia y mirada sucia?
Hay recuerdos que te asaltan de repente y no puedes obviarlos, ni cambiarlos por otros mas sanos, ni mucho menos domar la furia que provocan. Son subtextos de la vida en directo que a veces no encajan en tu entorno, pero ahí siguen, impertérritos: jodiéndote el coco.
La modernidad nunca dejará de sorprenderme. Ayer un chico en mi taxi no sabía encontrar la palabra adecuada y optó al final por enseñar a su amigo un emoticono de WhatsApp.
«Eres un gallina» le dijo un usuario de mi taxi a otro. «Un», masculino. «Gallina», femenino. Figura literaria: Animalización transgénero.
«Escucha esto: nunca nada sucederá según lo previsto. Cuanto antes lo asumas, más tranquila será tu vida» me dijo un hombre en mi taxi mientras cruzábamos el puente de Juan Bravo.
«Hombre, un poco fascista sí que eres… pero no pasa nada: todos arrastramos nuestras taras. Yo, por ejemplo, cuando tengo un orgasmo me da por llorar».
Supongo que me enamoré de su voz. Fue al decirme: «A la estación de Atocha, por favor». Atocha era su cuerpo, por supuesto. Verano la estación. Y su blusa, la bandera de mi nueva patria.
Los conductores, cuando el lenguaje no alcanza su función de expresar un sentimiento, tocan el claxon. Y aunque aparente lo contrario, existe un amplísimo abanico de matices lingüísticos según la forma de tocarlo.
Claudia, nombre inventado, no sabía discernir ficción de realidad; y en esa fina línea se mantuvo desde aquellos inviernos de su infancia hasta hoy, con treinta y seis primaveras.
No hay mayor lujo que tener la cabeza bien amueblada y con gusto: minimalismo y funcionalidad intramuros. Coherencia de córtex hacia dentro y un corazón a prueba de balas perdidas.
Un varón de unos 45 años, pongámosle de nombre C, viaja en mi taxi del punto A al punto B. En este caso, A+B no puede ser nunca igual a C, ya que A y B son ubicaciones, y C corresponde a una persona. Pero.
Avanzar página, suprimir palabras, recular, pulir, desesperarme. Esta es mi vida ahora. Ya sólo saco el taxi a pasear para airearme, buscar nuevos enfoques y, ya de paso, coquetear con el azar.
Zombis. A menudo en mi taxi me dedico a llevar zombis de un lugar a otro. Al dentista. A la delegación de hacienda. Al salón de tatuajes. Al tanatorio. A votar.
Llevo un mes volcado en cuerpo (y taxi) y alma en mi próxima novela. Y uno de los rasgos, a mi juicio, más destacables, es la creación y recreación mental de cada personaje.
Es un hecho: ya no se puede hablar de política. Hoy las diferentes posturas están tan polarizadas, es tal la irracionalidad, que cualquier debate serio y calmo es imposible.
Conozco pocas emociones comparables con el acto de abrir la primera página de un libro. Y leer la primera frase. Y a partir de la segunda, abandonarme.
Mandó parar mi taxi muy nerviosa, con el móvil en la mano. Una vez dentro, me indicó una dirección y añadió atropellada: «lo más rápido posible». Llevaba mascarilla, pero sus ojos de terror hablaban por su boca.
En mi afán por captar la voz de la ciudad, estas últimas semanas he ido anotando frases de usuarios de mi taxi charlando entre ellos, o bien al teléfono, o hablando conmigo. Atentos:
Mi fase preferida del amor es la segunda: cuando todo en rededor no importa nada a excepción de lo de él o lo de ella, y físicamente no puedes pensar en otra cosa. Cualquier conversación distinta a él o a ella te resulta banal, te abstrae, te importa un carajo.
Resulta que ahora los escritores de la era digital comparten en sus redes la evolución de sus proyectos en base al número de palabras que llevan escritas: ¡100.000 palabras! ¡250.000! Pero nunca dicen cuáles, ni cuántas de ellas son pronombres.
Mi vida es escribir y poco más. Puedo tener un día horrible, pero me basta idear una sola frase genial o un párrafo aceptable para voltearme el ánimo y sentirme feliz.
«Todos vivimos aquí y ahora, amigo mío; por mucho que quieras ir de outsider, o tatuarte un pene fláccido en la frente, necesitas que otros se ofendan y de este modo posicionarte en un mundo aparentemente opuesto al suyo. Gira por esa».
Lo mismo vale para un barco encallado en el Canal de Suez, que para un escritor bloqueado e incapaz de avanzar. La solución pasa por quitar lastre, esperar a que suba la marea y hacer uso de una retroexcavadora.
Estoy con dos novelas a la vez, escribiéndolas en dos paradas de taxis distintas: según me pille más cerca una parada o la otra, escribo una novela o la otra. El azar, en cierto modo, está marcando mi ritmo de trabajo.
El hombre, achispado aunque locuaz, propuso tema: «¿Vivir para trabajar o trabajar para beber?». Apenas eran las cinco de la tarde cuando subió en mi taxi. Me había pedido llevarle de una zona de bares a otra zona de bares donde también, según me dijo, sería bien recibido.
Las ideas son larvas que entran, a menudo, por el ojo. Y a veces también por el oído, o a través del olfato o del tacto (o la lengua incluso). Luego se metamorfosean en la cabeza y vuelan libres hasta estamparse y morir en el papel.
Me salvé de perder la cabeza por esa mujer gracias a la mascarilla. Su voz fue un canto de sirena para mis pobres oídos de marinero en tierra firme. Dios santo, qué ojos, pensé. Qué piel tan bien pulida. Qué cosas tan intensas dice. Pero me faltó saber su boca.
Hace tiempo, un antiguo lector me propuso un reto: escribir la biografía de su padre como regalo sorpresa para su inminente jubilación. Me pareció un reto interesante, así que accedí. Y a modo de adelanto del pago, se me ocurrió entrevistarle en mi taxi, tarifando mis horas vía taxímetro.
Ayer llevé en mi taxi a una mujer sobrepasada. Tenía problemas serios con su ex, y un hijo pequeño en urgencias, a punto de ser operado. En el trayecto, habló por teléfono con alguien. Necesitaba desahogarse.
Me encuentro en el bar de siempre. Dejé mi taxi aparcado en una parada contigua, aguardando su turno. Pido el segundo café de la mañana. Lo confieso: soy adicto no tanto al café como al murmullo de la gente.
Supuse que eran parientes lejanos, o tal vez tía y sobrino de sangre aunque distanciados por los cauces de la vida. Dos generaciones: ochenta años ella y veintitantos él. Sentados los dos en mi taxi.
En mi taxi valoro muy mucho la libertad de expresión. Nunca he censurado a nadie a pesar de la ingente cantidad de improperios que he podido escuchar en los más de doce años que llevo en esto.
En mi afán por captar la voz de la ciudad, estas últimas semanas he ido anotando frases de usuarios de mi taxi charlando entre ellos, o bien al teléfono, o hablando conmigo. Atentos:
Hace tiempo llevé en mi taxi a un tipo que se dirigía a una cita «a tuertas», vía Tinder, y le di mi teléfono para llevarle después a él, o a los dos, a su casa o la casa de ella. Pero no me llamó. Hasta hoy.
Sentir pasión por algo: esa es la clave. Ansiar salir de casa y ansiar volver a casa. Que tu única obsesión te consuma por dentro igual que un virus letal. La mía, mi obsesión, es escribir. A todas horas. En cualquier parte. Desde que tengo uso de sinrazón.
Libertad es que te asalte de súbito una idea digna de ser escrita, aparcar tu taxi frente al bar más cercano, sentarte en su terraza, pedir un café, abrir el portátil, volcarte en eso y olvidarte de todo y de todos, incluso de ti.
Te propongo un juego. Adivina quién es quién en la siguiente línea de diálogo compuesta por tres actores: una pareja (hombre y mujer) y un taxista (yo). ¿Qué líneas corresponden al hombre? ¿Quién es la mujer? ¿Y el taxista?
En mi afán por captar la voz de la ciudad, estas últimas semanas he ido anotando frases de usuarios de mi taxi charlando entre ellos, o bien al teléfono, o hablando conmigo. Atentos:
Antes de empezar huelga decir que el término «considerar» es un préstamo del latín considerare (examinar atentamente), originalmente “examinar los astros en busca de agüeros” y, derivado de «sidus»: constelación, estrella.
Pues resulta que los nacidos entre finales de los setenta y mediados de los ochenta pertenecemos a una generación intermedia llamada «xennial», posterior a la «generación x» y anterior a la «millenial» actual.
«Cumpla usted cincuenta y cinco y me lo cuenta», me dijo un hombre de cincuenta y cinco años. «Note la rutina arañándole la piel: tres décadas casado, hijos mayores y el mismo sofá con la forma de tu culo».
Subí por una calle a duras penas, derrapando (había nieve), y el hombre de mi espalda me soltó: «Desbarra todo». Al rato, ya solo y móvil en mano, pude comprobar que la palabra «desbarrar» encajaba como un guante más allá de ese preciso contexto. Me explico.
Pasión es escribir estas líneas dentro de mi taxi, con los dedos congelados (el termómetro exterior marca -12 grados), placas de hielo y montículos de nieve por doquier y la rama de un árbol, justo encima del taxi, que amenaza con desprenderse.
No puedo evitar imaginar que los copos de nieve son, en realidad, todas esas tildes y esos signos de puntuación que debimos poner en su día y no lo hicimos.
A pesar de los pandémicos pesares, la novela romántica continúa gozando de buena salud en las tiendas de libros online. Queremos seguir queriendo, o soñando que queremos querer…
«No hay que esperar nunca nada de nadie más que de uno mismo» me dijo un hombre en mi taxi mientras yo buscaba la salida en un inmenso polígono industrial.
Ayer por la mañana una mujer me pidió en mi taxi encender la radio para escuchar en directo el sorteo de navidad. Llevaba un solo décimo entre las manos. Uno.
En mi afán por captar la voz de la ciudad, estas últimas semanas he ido anotando frases de usuarios de mi taxi charlando entre ellos, o bien al teléfono, o hablando conmigo. Atentos:
Llevo muchos años escribiendo a diario. Muchos. Y si algo he aprendido del proceso creativo es lo siguiente: el miedo a la página en blanco no existe. Es, en realidad, miedo a uno mismo.
Somos seres frágiles, qué le vamos a hacer. Y la vida es eso que pasa mientras fingimos ser justo todo lo contrario. Y si fingimos es, principalmente, gracias al poder de la palabra.
«Buenos días, por decir algo. ¡Menudo frío hace!», me dijo el primer usuario de mi taxi del día. La segunda me soltó exactamente lo mismo. Y no te lo vas a creer: el tercero, también.
Resulta tentador jugar al fake dios de las letras: que el azar me plante bocetos de personajes literarios en el asiento trasero de mi taxi para después desgranarlos y moldearlos a mi antojo.
Ayer mi hija de 6 años tuvo que hacer un deber para el cole de ordenar sílabas para formar palabras relacionadas con distintos dibujos. Sin embargo y, como viene siendo habitual en ella, nada sucedió según lo previsto.
Si digo que acabo de llevar en mi taxi a una chica joven y atractiva, de inmediato pintaréis vuestros únicos e intransferibles cánones de belleza en el lienzo de vuestra imaginación.
No es normal que alguien lea en papel Serotonina de Michel Houellebecq desde el asiento trasero de mi taxi, ligeramente encorvado, mientras yo busco maliciosamente baches para hacerle el proceso lo más incómodo posible.
Hoy luce el sol y las ganas llegaron para quedarse. Aunque es muy dura la vida del escritor, me explico: tienes que confiar siempre en lo que haces, y eso a veces es jodido.
Estos últimos días he anotado frases oídas en mi taxi de usuarios charlando entre ellos, o bien al teléfono, o hablando conmigo. Atentos:
Reunión a cinco en mi taxi por video llamada. El tipo de mi espalda me pide silencio y evitar, en la medida de lo posible, túneles y zonas de baja cobertura durante el trayecto.
Amanece. Conduzco y escucho música: «La vida que espero y esperaré / a la sombra en el oasis que me inventé /como el sabio en las cumbres del saber / soy alga en el mar de la calma».
Ayer llevé en mi taxi a un actor de doblaje bastante cabreado por diversos motivos que afectaban directamente a su profesión. Se despachó a gusto (todo él envuelto en una voz densísima, casi masticable).
En mis más de doce años al volante de un taxi y escribiendo en internet, con miles de usuarios en mi espalda y otros muchos miles más leyendo mis andanzas, jamás me he cruzado en persona con uno solo de esos trolls tan presentes, sin embargo, en las redes sociales.
Vender tu cuerpo a través de la palabra. Contenido y continente. De eso tratan las apps de citas. Transacciones de índole casi cárnico. Entiéndase a este respecto mi función como la de mero intermediario. Llevo y traigo en mi taxi a parejas recién horneadas. Y escucho con suma atención.
Estuve malito hasta el punto de acabar con mis huesos en la sala de urgencias de un gran hospital. Sin comerlo ni beberlo (literal), esas siete largas horas cohabitando con enfermos también fueron para mí todo un máster en verbalización del dolor.
Y qué decir del lenguaje secreto que te asalta en el cruce de Hortaleza con Gravina y tiene forma de recuerdo, sólo uno, contundente, tan nítido que parece más real que una migraña: Laura.
Suelo empezar mi jornada en la misma parada de taxis, más o menos a la misma hora, y casualmente en los últimos tres días he llevado al mismo usuario y exacto destino, Plaza de los Cubos, pero con distintos y asombrosos resultados.
Tarantino ha hecho mucho puto jodido daño al uso enfático del lenguaje. La intensidad de una frase ahora se mide en número de tacos y exabruptos adjuntos al adjetivo de marras. Y lo peor de todo es que resulta un recurso muy común entre las nuevas hornadas de poetas millenials.
Hoy las voces no se escuchan: se ven. Veo caras de hastío, veo hartazgo, lamentos sordos. El discurso político se ha convertido en un lastre; ya nadie quiere oírlos ahora que los hechos sepultaron el poder de la palabra.
Muchos años después de mi primer relato, me sigue asombrando esa innata necesidad que algunos tenemos de contar historias. Nada nuevo bajo el sol: el acto en sí mismo (ya sean relatos veraces o inventados) se remonta al principio de los tiempos.
A pesar de las mascarillas nos reconocimos al instante. Eran sus mismos ojos pero diez años más tarde, y eran mis ojeras de siempre y mi taxi de siempre el que frenó en el momento justo y el lugar preciso. Doce y trece del mediodía, paso de peatones de la calle Fuencarral y una duda: ¿nos saludamos?
Todo va endiabladamente rápido: la información, la vida útil de las palabras. Los trending topics varían en cuestión de minutos. Hablamos de esto, de lo otro. Opinamos. Todo el mundo tiene algo que decir, pero pocas palabras aguantan la fuerza del viento.
Resulta difícil, casi imposible acallar mi voz, evadirme del sinsentido que asola las calles en un contexto de pandemia mientras conduzco un taxi al tiempo que la chica de mi espalda graba con su móvil tiktoks.
«…y así fue como conseguí ganar mi primer millón de euros. Venga, te dejo, que tengo que darle indicaciones al taxista».
Mi relación con los 902 (servicios telefónicos de tarificación especial) es errática. Transcurre entre la fascinación y el desespero. Fascinación desde un punto de vista lingüístico. Desesperante por todo lo demás.
Cientos de niños sin boca guardan cola en el patio del colegio. Mi hija se encuentra entre ellos, saludando con la mano a otra niña que está un par de filas más allá. No podrán acercarse y abrazarse por algo llamado «clases burbuja».
He vuelto al pecado de escribir desde el asiento trasero de mi taxi, al calor de un cuerpo que ocupó este mismo espacio hace apenas diez minutos.
La palabra «incertidumbre» es un monstruo de dos caras. Resulta apetecible en novelas y pelis, pero huimos de ella como de la Covid-19 en la vida real.
Veo bocas que en reposo no dicen nada, son bocas normales insertadas en rostros anodinos, pero que al hablar, al moverse, cuando esos labios bailan, se hace la magia.
Las redes sociales han conseguido que viremos el punto de vista hacia nuestro ombligo. Resulta que ahora todos tenemos algo importante que decir. Ahora todos somos «alguien»: una unidad independiente más o menos hinchada a pulmón según el número de followers. Nos hemos convertido en eso: en aire.
Un conductor desconocido acaba de resumir mis 42 años de existencia en una sola palabra (en realidad fueron tres aunque, por su forma de enlazarlas, comprimirlas y omitir los espacios, sonaron como una): «Tontolculo».
«Mi futura esposa me ha pedido que escriba un pequeño discurso para leerlo en nuestra boda, pero no me sale nada». Lucas estaba ciertamente preocupado. A menos de 24 horas para el enlace.
Trato de entender qué le lleva a un chico de, pongamos, quince años, a soltar adrenalina mediante expresiones tales como «¡Buah, chaval..!».
¿Lo recuerdas? Eran otros tiempos, cuando hacía propias letras de canciones como «y me envenenan los besos que voy dando y, sin embargo, cuando duermo sin ti, contigo sueño».
La gente habla, también, a través de su ropa. La ropa de la gente dice: «Estoy orgulloso de mis bíceps». Dice: «Me gusta Rosalía». Dice: «No quiero ser como el resto». Dice: «Odio todo». Dice: «Llegó el momento de abandonar la juventud» o viceversa: «He decidido volver a ser joven».
Que tenía problemas, me dijo. Que la cosa estaba mal, dijo también. Las broncas con Carlos, la declaración de la Renta (a pagar), dolores de espalda intermitentes, la COVID, su coche en el taller. Y un calor asfixiante.
A veces, en el lenguaje interior, se producen fugas, desencuentros, quiebros para evitarte, sonido de grillos o preguntas sin respuesta que chocan como pelotas de goma en las paredes internas del cráneo.
Una vida no escrita no es vida, se escapa, te empuja al olvido. Entiendo que el argumento de tus días no interese a nadie. Apenas nadie da para novela (ni siquiera para un relato corto), pero el mundo interior, sí. Nuestros conflictos intramuros. Nuestra voz en off.
A menudo hablo con gente cabal de esa que dice que llueve cuando está lloviendo o que una herida duele. Gente que, sin embargo, se vuelve irracional cuando habla de política.
Daría el brazo izquierdo por saber qué demonios pensarán los usuarios de mi taxi mientras viajan en silencio, con su mascarilla puesta, observando la calle.
Escribo estas líneas desde el asiento trasero de mi taxi, aislado de la zona delantera por una mampara transparente y llevo puesta una mascarilla quirúrgica. Llámalo experimento; llámalo nueva normalidad literaria.
A duras penas conseguí terminar el primer borrador de una novela que empecé a escribir aquí, en mi primer día de confinamiento. 122.113 palabras, nada menos. Vale, bien, pero… ¿y ahora, qué?
He bajado al barro por primera vez en meses, escribiendo en la calle, en la parada de taxis de Barceló, dentro de mi taxi, sentado en el asiento del copiloto, con el portátil sobre mis piernas. Y traigo un diálogo fresquísimo.
«Bueno, ¿y qué opina usted de todo esto?». Me lo preguntó una mujer nada más tomar mi taxi, justo después de indicarme su destino. No hizo falta conocernos de nada para saber a qué se estaba refiriendo.