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Iraide Ibarretxe-Antuñano

20 Ene 2022
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Las bondades de las lenguas

Cada cierto tiempo suelen aparecer noticias en diversos medios de comunicación y voces en redes sociales que se dedican a exponer los peligros y las desventajas de la diversidad lingüística, es decir, del hecho de que en el mundo coexistan lenguas diferentes, en la mayoría de los casos, en un mismo espacio geográfico. Al igual que ocurre con las lluvias de estrellas, como la de las perseidas por San Lorenzo; la floración de los cerezos, como los del valle del Jerte a finales de marzo, o el descenso de la serpiente emplumada en la pirámide de Kukulkan en Chichén Itzá cada equinoccio, estas oleadas de escritos sobre «las maldades de las lenguas» son relativamente puntuales e inevitablemente cíclicas. Aparecen y desaparecen como el Guadiana. Pero, a diferencia de lo que ocurre con las perseidas, los cerezos extremeños y las sombras en la arquitectura yucateca —esto es, que, aunque sabemos en qué consisten y cómo son de antemano, siempre nos maravillamos al verlos una y otra vez—, de este tipo de escritos nos cansamos y hastiamos, eso sí, una y otra vez. Puesto que no solo exhiben una falta total de empatía lingüística sino también una carencia de conocimientos científicos sobre qué son las lenguas y cómo funciona el lenguaje en relación con la cognición y la comunicación; lo cual, por otro lado, no hace sino demostrar empíricamente que ese dicho popular que reza «la ignorancia es la madre del atrevimiento» tiene mucho de verdad.

Los puntos centrales de estos escritos son recurrentes. Uno de ellos es que suelen ofrecer «criterios» para distinguir entre las verdaderas lenguas y el resto de jerigonzas. Las primeras tienen muchos hablantes, rango universal, producción literaria escrita y un alto grado de utilidad. Las segundas carecen de estos elementos: pocos hablantes, locales, sin literatura e inútiles para la vida moderna. Otro punto central suele explorar las consecuencias del multilingüismo, es decir, saber dos o más lenguas es nocivo, a nivel cognitivo, porque confunde a los niños, quienes no aprenden ninguna lengua adecuadamente; a nivel social, porque crea barreras entre las personas y, a nivel económico, porque se gasta mucho dinero en hacer accesible la misma información a todos los hablantes en sus respectivas lenguas. Finalmente, otro punto suele ser la propuesta de soluciones para paliar estos efectos negativos; la más común: escoger una única lengua para todos y mantenerla normativizada y sin cambios; de este modo, todos los problemas comunicativos desaparecen y, así, la humanidad vivirá feliz.

No expondré argumentos científicos sobre el valor antropológico, social y cultural que tiene la diversidad lingüística. Se ha escrito mucho sobre lo que se pierde cuando desparecen los hablantes de una lengua; en breve, se llevan consigo la cosmovisión y la sabiduría de un pueblo. Al lector curioso me permito recomendarle los libros de David K. Harrison, lingüista y miembro de la National Geographic Society, o el proyecto Living Tongues, donde encontrará datos y explicaciones de lo que supone la pérdida de una lengua. Tampoco entraré en detalles sobre la incongruencia que plantea elegir a la literatura escrita como condición sine qua non para ser lengua, cuando la literatura oral es tan rica y común a todas las del mundo —sean estas minoritariamente escritas o mayoritariamente orales—. O cuando, además del «papel y lápiz», existen diversos sistemas de notación —desde los quipus incas hasta las propuestas Stokoe o Sutton para las lenguas de signos, pasando por el rongo-rongo de los rapanui o los abúgidas bráhmicos, etíopes, alonquinos, esquimo-aleutianos y na-denés—. E, incluso, cuando muchas de estas lenguas, supuestamente carentes de «tradición literaria», cuentan con documentación escrita, además, en otros ámbitos como el jurídico. Me viene a la cabeza, por ejemplo, el aragonés que, junto con el catalán, eran lenguas de las cortes de la Corona de Aragón desde el siglo XIII hasta el XV. Ya puestos tampoco creo que merezca la pena ni siquiera rebatir el argumento sobre el número de hablantes… solo con pensar en que una lengua, de esas del segundo grupo, como el hausa (centro-oeste de África) tiene más de 50 millones de hablantes nativos, da una idea de lo subjetivo que es hablar de cantidades de hablantes y deja claro que lo que se suele utilizar para medir, es más bien, una vara occidentalizada.

De lo que sí que hablaré es de la falacia de la lengua única; las lenguas, tanto en sus versiones orales como en las escritas, evolucionan y se adaptan a sus hablantes. La idea de que una única lengua podría solucionar los problemas comunicativos mundiales no es nueva. Fíjense, si no, en el esperanto: una lengua artificial creada y planificada por Zamenhof a finales del siglo XIX para facilitar la comunicación internacional, que a día de hoy quizás sea la lengua artificial más popular (hay esperantistas en más de 210 países) y con más reconocimiento en el mundo. Formada a partir de lenguas principalmente románicas y, en parte, eslavas y germánicas, cuenta con una gramática predictivamente regular (las «dieciséis reglas»), una rica morfología aglutinante y un léxico restrictivo (900 raíces originarias), con lo que trata de evitar la complejidad formal y la ambigüedad semántica. Sin embargo, en apenas 134 años de vida, además de una escisión al poco de su creación, la llamada lengua ido propuesta por Couturat en 1907, ya exhibe reducciones gramaticales (p. ej., el pronombre vi en lugar de ci), afijos y préstamos léxicos «no normativos» e incluso cambios ortofonéticos (p. ej., k [k] en lugar de ĥ [x]). Lo cual es maravilloso, puesto que muestra lo que ya sabemos: que las lenguas no se quedan estancas. Por otro lado, debemos mencionar que el hecho de hablar una misma lengua no nos libra de tener malentendidos, a veces por tener referentes diferentes —como cuando García Márquez se quejaba en su artículo de 1982 de que los limones no eran amarillos sino verdes—, otras por tener significados distintos —como el post de Instagram del futbolista uruguayo Cavani que llevó no solo a la Asociación de Fútbol Uruguaya sino hasta a la propia Academia Argentina de Letras a salir a la palestra a dar explicaciones—. No sé, se me antoja pensar que igual la voluntad de comunicarse no recae solamente en tener una única lengua después de todo.

Incidiré brevemente en otro aspecto: la relación entre el lenguaje y la cognición. Hoy en día abunda la bibliografía, especializada y divulgativa, centrada en mostrarnos palabras sorprendentes (ilunga en tshiluba), concisas (mamihlapinatapai del yagán), recuperadas (petricor) o generacionales (estraperlo vs. postureo); no se habla, en cambio, del impacto que esas palabras, o mejor dicho, esas construcciones, tienen en el procesamiento del lenguaje de sus hablantes. Ahora solo puedo apuntar un par de pinceladas provenientes del trabajo de mi grupo de investigación, pero prometo un futuro artículo con información más detallada.

El español tiene varias estructuras lingüísticas para expresar la intencionalidad, es decir, el grado de involucración activa que tiene un agente en una acción. Por ejemplo, podemos decir he tirado el vaso para expresar una acción intencional frente a construcciones como el vaso se ha caído o el vaso se me ha caído, en las que o bien el agente no ha participado en el resultado, o bien lo que ha hecho ha sido sin querer. Más allá de su complejidad formal, lo interesante es ver cómo estas construcciones influyen en el procesamiento cognitivo de situaciones causales. En uno de nuestros estudios interlingüísticos, se pedía a informantes que, tras ver diferentes vídeos con escenas causales, asignaran del 1 al 10 el grado de responsabilidad que tenía cada persona involucrada con el resultado final del vídeo. A este respecto, descubrimos que los hispanohablantes no solo describen la intención recurrentemente en su lengua, sino que organizan la causalidad a través de este elemento. Es decir, se fijan en si la persona lo hizo queriendo (tiró un vaso) o sin querer (se le cayó un vaso) para saber si el agente es o no culpable. Esto no sucede, por ejemplo, en lenguas como el inglés, en la que sus hablantes prestan más atención al resultado final (el vaso acabó roto) o, en lenguas como el euskera, donde lo importante es quién lo hizo (tú lo has roto), independientemente de si fue intencionado o no.

Este estudio, junto a muchos otros en el campo del relativismo neuropsicolingüístico, no indica que los hablantes de español sean mejores o peores que los del inglés, el hausa o el yagán, ni que su lengua sea más rica, más versátil o más moderna. Todas las personas tenemos las mismas capacidades cognitivas y todas las lenguas tienen suficientes recursos multimodales para expresar cualquier idea. Lo que muestra científicamente es que hay una estrecha relación entre la lengua y la percepción, entre el lenguaje y la cognición. Es decir, contar con «palabras» sorprendentes, compactas, recuperadas o generacionales, no es solo una cuestión de «herencia léxica»; sino que conlleva una (re)organización conceptual y procesual del mundo que nos rodea.

En fin, aunque ya sé que este artículo no contendrá las futuras oleadas de maldades de las lenguas, espero que, al menos, sirva para hacer cambios en el mantra de «Algunas TODAS Lenguas Buenas» y para apoyar a los que dicen #YoRespetoLasLenguas.

https://www.archiletras.com/firma/empatia-linguistica/
https://livingtongues.org/
https://elpais.com/diario/1982/05/19/opinion/390607204_850215.html
https://www.aal.edu.ar/?q=node/732

 

Este artículo de Iraide Ibarretxe es uno de los contenidos del número 12 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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