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Iraide Ibarretxe-Antuñano

24 Jun 2022
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El carácter multimodal del lenguaje

Imaginemos esta situación. Te han citado a una reunión de trabajo importante que puede suponer un ascenso en tu carrera. Llegas al lugar de la
reunión justo a tiempo, a las 10:35 h, y te llaman para que pases. Entras en la sala y, casi de forma inconsciente, notas varias cosas: un agradable aroma a cítricos, que inmediatamente te hace sentir a gusto; no en vano el olor a cítrico se sabe que favorece la comunicación, la apertura y las buenas relaciones. Seguidamente, al mirar al frente, te encuentras con cinco personas sentadas en unos sillones, dispuestos en línea y elevados sobre una tarima. Al acercarte, una de las personas, situada en el centro, en un sillón ligeramente más grande que el resto, carraspea, se levanta y te ofrece la mano. Te aproximas y con una ligera sonrisa, os dais un apretón de manos firme —ni fuerte, ni suave— y con un leve gesto de cabeza te invita a que ocupes tu lugar: un asiento dispuesto justo frente a ellos, pero en una posición más baja.

Posiblemente el lector, alguna vez, ha sido testigo de una situación similar a la descrita. De hecho, lo interesante es que, de toda esta escena, sin emitir ni una sola palabra articulada en una lengua el lector ha comprendido que la persona con más autoridad es la que le ha saludado de forma firme, pero cordial, y la que le ha mandado que se siente para poder comenzar con la reunión. Todo ello gracias a diferentes «pistas» denominadas hasta no hace mucho como «comunicación no verbal» y clasificadas como elementos complementarios, «paralingüísticos», y, por lo tanto, marginales del lenguaje. Y si el lector se ha fijado, aunque es cierto que en algunos contextos aún se hace esta distinción, he usado el imperfecto en pasado («se denominaban») porque, actualmente, la investigación más puntera nos indica que este tipo de elementos, o mejor dicho sistemas, no solo atañen a la comunicación, sino que forman parte de la cognición y, por ende, son centrales para comprender qué es el lenguaje, cómo se procesa y cómo se emplea para comunicar. De ahí que, en la actualidad, a todos estos sistemas se les llame multimodales (evitando esa negatividad intrínseca que supone definir un concepto a través de su negativo), y que, al lenguaje, como no podía ser de otra forma, se le considere también multimodal.

Pero antes de intentar convencer al lector de este carácter multimodal del lenguaje, revisemos cada una de las «pistas» del supuesto anterior y su correspondiente sistema multimodal. Empecemos por la hora de la entrevista. La organización y el manejo del tiempo pertenecen al sistema cronémico. Se podría pensar que este sistema es más cultural que lingüístico: costumbres y estereotipos como el de la puntualidad británica o la permisibilidad hispana de los cinco minutos de cortesía. De hecho, estos ejemplos reflejarían la conocida división de Edward T. Hall entre culturas monocrónicas, más estrictas con los horarios al conceptualizar el tiempo de forma más precisa y lineal, y culturas policrónicas, más flexibles con el manejo del tiempo al entenderlo como algo más abstracto y cíclico. Sin embargo, también tiene su reflejo lingüístico. Recordemos, por ejemplo, cuando aprendíamos la hora en inglés y no entendíamos esa necesidad de añadir a las horas enteras el o’clock; o, por ejemplo, pensemos qué expresión usamos en español cuando sabemos de antemano que llegaremos tarde. Probablemente todos habremos dicho alguna vez «llego en cinco minutos», aunque seamos conscientes, casi irremediablemente, de que es posible que sean más de cinco los minutos que pasen. Esa relación entre el sistema cronémico y el lenguaje se puede demostrar, además, a través de un simple experimento. Si alguien te dice: «Quedamos después de cenar», ¿a qué hora crees que sería la cena? Seguramente sin salir del contexto hispánico, encontraríamos diferentes respuestas (las ocho, las once…), por lo que la interpretación de ese enunciado requiere que el hablante conozca cuál es el sistema cronémico en el que se desenvuelve esa lengua.

La segunda pista corresponde al sistema olfativo, el relacionado con los olores. Es cierto que, en nuestro entorno occidental, el olfato es posiblemente uno de los sistemas menos usados conscientemente, pero ¡cuidado!, es uno de los más importantes a la hora de evocar recuerdos y detectar peligros, tanto que puede despertarnos ante un olor considerado peligroso (p. ej., el humo, el gas…). Sin embargo, en otras culturas, este sentido es clave a la hora de categorizar el mundo. Ofrezcamos un solo ejemplo: los ongee de las islas Andamán, en el océano Índico, identifican a las personas a través de los olores. Así, utilizan este sentido para referirse a uno mismo (tocándose la punta de la nariz) o para saludarse (preguntándose: Konyuneonorange-tanka? ‘¿Qué tal está tu nariz?’).

Otra pista es la disposición de los asientos. Esta cuestión hace referencia al sistema proxémico, que es el relacionado con la percepción y la distribución del espacio con respecto tanto a la situación espacial como a la distancia entre dos o más elementos o interlocutores. En nuestra entrevista, posiblemente, la distancia que hay entre los propios entrevistadores sea menor a la que existe entre estas personas y nosotros, dado que entre ellos se conocen y han de poder susurrarse durante la entrevista, mientras que para ellos nosotros somos extraños. Y es que lo que se conoce como proxemia interaccional se suele medir en centímetros, que a su vez dan lugar a cuatro zonas diferentes, según el tipo de relación que exista entre los interlocutores: íntima (entre 1 y 46 cm, admiten contacto físico), personal (entre 46 y 122 cm, para amigos y familiares), social (entre 1.22 y 3.7 metros para conocidos o extraños) y pública (más de 3.7 metros para cuando hablamos en público). Estas distancias, que varían según preferencias individuales, pero también culturales, son las que explican por qué a veces sentimos que «invaden» nuestro espacio y lo incómodo que resulta cuando alguien se acerca o se aleja demasiado para hablar contigo. Además, en la proxemia también se atiende a la disposición en la que se colocan los interlocutores. En nuestro caso, la disposición central del que dirige la entrevista y la situación elevada de todos evoca un significado espacial metafórico claro: el centro es importante y los que están arriba también. En otras palabras, la disposición espacial muestra, en términos del psicólogo Geert Hofstede, las relaciones de poder; esto nos permite establecer qué código lingüístico es el apropiado, y así adaptarnos a esta situación comunicativa.

El carraspeo y la sonrisa son dos pistas más. Ambas se consideran elementos fisiológicos y emocionales, respectivamente, y forman parte del llamado sistema vocal o de vocalizaciones. Este sistema, referido a los aspectos fónicos del lenguaje, es muy amplio e incluye elementos que van desde las propiedades físicas del sonido (p. ej., el tono o el timbre, pero también la intensidad y la duración [o cantidad] del sonido) y tipos de voz (p. ej., gangosa o murmullo), pasando por elementos como ¡uy¡, ¡ajá! o hmmm, hasta la propia ausencia de sonido, es decir, las pausas (que duran entre 0 y 1 segundo) y el silencio (todo lo que dure más de 1 segundo). Si el lector se pregunta en qué medida este sistema está relacionado con el lenguaje, solo tiene que pensar cómo cambiaría el significado de una palabra como siéntese si el entrevistador de nuestro ejemplo lo dijera marcando y alargando el tiempo de articulación de cada sílaba, o suspirando, o tras un largo silencio, o susurrando… Seguramente, una «inocente» invitación a sentarnos en una silla dejaría de serlo y pasaría a convertirse en una orden de alguien autoritario, impaciente y aburrido, del que pretende crear expectación, incluso del que no puede hablar alto o es un poco… siniestro.

El apretón de manos, otra de las pistas, pertenece al sistema háptico que incluiría todo lo relacionado con el tacto, como son las características táctiles (textura, temperatura, etc.) o las «formas» de tocar (acariciar, rozar, frotar…). De ahí que, para interpretar adecuadamente un saludo háptico (darse la mano, una palmada o chocar los cinco) sea necesario tener en cuenta su duración, quién lo hace y dónde, así como la intensidad.

Finalmente, la última pista sería el gesto que nos hace el entrevistador para que nos sentemos. Este gesto pertenecería al sistema kinésico, que incluye elementos visuales como el movimiento, las posturas y la gestualidad. Esta última es, hoy en día, uno de los campos de estudio más fructíferos y novedosos en relación con el lenguaje y su carácter multimodal. Y es que la gestualidad, entendida como el conjunto de elementos kinésicos que codifican la expresividad de forma deliberada, no solamente precede a la producción del lenguaje oral en nuestro primer año de vida, sino que, además, facilita su adquisición e interviene en el aprendizaje de otras habilidades cognitivas, como el cálculo matemático. No hay espacio suficiente para explicar las diversas funciones gestuales ni los diferentes tipos de gestos (sí, sí, hay diferentes según su significado, su grado de convencionalidad o su coocurrencia con el habla…). Queda pendiente para otra ocasión porque ahora, tras este breve repaso por los seis sistemas multimodales, solo resta mostrar un par de argumentos y pruebas experimentales sobre este carácter multimodal del lenguaje para abandonar, de una vez por todas, la idea de que solo es lenguaje lo que se expresa oralmente y se recibe auditivamente.

El primer argumento de peso es irrefutable: hay lenguas que no son verbales, sino signadas y, por lo tanto, utilizan otras modalidades como la gestual-visual y otros articuladores que van más allá de los órganos vocales que intervienen en la articulación de los sonidos (la lengua, los labios, el paladar…), tales como la cabeza, el rostro y sus componentes (frente, cejas, músculos faciales…), así como el torso y las extremidades (brazos, manos).

El segundo argumento se fundamenta en el propio procesamiento del lenguaje, es decir, en el proceso que concierne a la producción de señales multimodales con intención comunicativa, que es lo que hace el emisor, y a la comprensión de estas señales por parte del destinatario, cuya tarea es, si cabe, aún más compleja. No olvidemos que, de una parte, tiene que discriminar qué señales tienen intención comunicativa. Por ejemplo, guiñar el ojo puede tratarse de un tic reflejo del emisor, carente, por tanto, de intención comunicativa, o tener un significado como ‘estar de broma’. Y, de otra parte, el destinatario tendrá que procesar de forma conjunta varias «pistas» multimodales para poder comprender adecuadamente el significado. Por ejemplo, señalar un lugar por medio de un gesto deíctico a la vez que se dice oralmente ahí.

Es interesante, no obstante, no perder de vista que muchos de estos procesos complejos se procesan casi de forma inconsciente y se perciben como síncronos, aunque no lo sean. Los labios, por ejemplo, empiezan a moverse entre unos 100 y 300 milisegundos antes de que salga el sonido, un intervalo temporal que es aún mayor en el caso de los gestos referenciales que preceden a la información léxica. En otras palabras, no nos damos cuenta ni de que están ocurriendo ni de su secuencia y sincronización temporal… hasta que algo «falla»; como cuando vemos una película en la que la voz lleva unos segundos de retraso con respecto a la imagen. Enseguida notamos que algo no marcha bien. Y es que, desde hace tiempo, es bien sabido que para comprender adecuadamente lo que oímos necesitamos también verlo. Esto es lo que demuestra el efecto McGurk, una ilusión perceptiva descubierta de forma casual en la década de 1970. Harry McGurk investigaba junto a John MacDonald cómo los niños percibían los sonidos en diferentes etapas evolutivas. Habían preparado diferentes estímulos y, al transcribir el audio con sus interacciones, se dieron cuenta de que «oían» ga [ga] en vez del original ba [ba]. Así se dieron cuenta de que «escuchábamos con los ojos», es decir, necesitamos ver el movimiento de los labios para discernir el sonido. Recientemente, además, esta complementariedad entre los sistemas vocal-auditivo y gestual-visual ha quedado patente en el efecto Lombard, a saber, la tendencia a aumentar inconscientemente la intensidad de la vocalización (voz) en una situación de contaminación acústica; en otras palabras, la razón de por qué nos quedamos afónicos después de estar en un lugar con mucho ruido (p. ej., una discoteca). Hasta la fecha, este efecto había probado que en estas situaciones se tiende a subir la voz y a mover más la boca, pero ahora también se ha demostrado que para paliar el efecto adverso del ruido, se utilizan más gestos, haya o no emisión vocal.

En realidad, aunque estos experimentos siempre son muy llamativos, no hace falta irse a un laboratorio… En estos últimos meses, el uso de la mascarilla en nuestra vida diaria nos ha hecho ser más conscientes de que el lenguaje no es solo cosa de oralidad, ¿verdad? Y es que nada mejor que la vida misma para enseñarnos realmente cuál es y en qué consiste el carácter multimodal del lenguaje.

  1. Para saber más: Ibarretxe-Antuñano, I. y J. Valenzuela (2021). Lenguaje y cognición. Madrid: Síntesis.
  2. Aquí puedes experimentar el efecto McGurk: https://www.youtube.com/watch?v=PWGeUztTkRA
  3. https://www.nature.com/articles/s41598-021-95791-0

 

Este artículo de Iraide Ibarretxe es uno de los contenidos del número 14 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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