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Francisco M. Carriscondo

20 Abr 2023
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Vindicación de un diccionarista ilustrado

Cuando se habla de grandes lexicógrafos se suele olvidar un nombre fundamental: el de Esteban de Terreros y Pando (1707-1782). Por supuesto que existen otras figuras señeras, raramente mencionadas más allá del ámbito académico. Sin embargo, la vida y la obra de quien traigo aquí está cubierta de un halo especial que hace interesante su divulgación. Este jesuita vasco es conocido en la historia de la lexicografía por su Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes (1786-1788), el depósito de palabras más importante del siglo XVIII, con el permiso del también excepcional Diccionario de autoridades (1726-1739). Tanto Google Books como el Nuevo tesoro lexicográfico de la lengua española (herramienta disponible en la página web de la RAE) ofrecen copias digitalizadas de la primera edición, publicada fototípicamente por la editorial Arco Libros, con estudio introductorio de Manuel Alvar Ezquerra, en 1987. Así pues, no hay excusa alguna en cuanto a la accesibilidad para la consulta. De igual modo, los datos biográficos y la prolija nómina de textos de los cuales es autor son fácilmente consultables gracias a las bondades que nos brinda la red. Aquí entonces voy a hablar de algunos hechos significativos que sirvan para vindicar y traer a la actualidad su devenir vital y su producción.

En foros especializados he defendido siempre que en la persona de Terreros y Pando confluyen las cualidades que, a mi juicio, debe reunir cualquier diccionarista empeñado en redactar un lexicón monumental de su lengua; rasgos notables que sirven para demostrarnos la posibilidad de creer en la capacidad del ser humano en su objetivo de acometer empresas que, en la hora actual que vivimos, parecen solo pensarse para ser ejecutadas por grandes equipos lexicográficos, aquellos particularmente preocupados por dotarse de un amplio soporte tecnológico antes que de cierta sensibilidad filológica y una discreta finura en las apreciaciones semánticas de sus miembros. Entre dichas dotes, comentadas por sus contemporáneos, se hallan el ardor intelectual (que implica la enajenación de todo lo que le rodea, a no ser que sirva a los fines del proyecto, así como la total entrega a la empresa, por encima de sus necesidades físicas); la constancia y la disciplina en el trabajo (veinte años de dedicación rutinaria, a razón de seis o siete horas al día, hasta llegar a sesenta mil para la consecución del plan trazado); y la renuncia voluntaria a cualquier distracción (que conlleva incluso rechazar la propuesta de formar parte de la nómina de inmortales de la Docta Casa).

Luego vendrían otros (pienso especialmente en Manuel Seco, en Joan Corominas o en María Moliner), pero previamente sin duda hubo vocabulistas hechos de la misma materia que el nuestro, dentro y fuera de las latitudes hispánicas. Es el caso de quien en cierto modo pudo haber sido su inspirador, el Samuel
Johnson del A Dictionary of the English Language (1755). Terreros y Pando tenía a su alcance, por su formación en Alcalá de Henares, uno de los poquísimos ejemplares con que contaban las bibliotecas españolas de este diccionario, el del Colegio Mayor de San Ildefonso. Por él conoció seguramente el famoso epigrama de José J. Escalígero, al que alude el vocabulista inglés cuando compara los afanes lexicográficos con the labours of the anvils and the mine. El poema, titulado «In lexicorum compilatores», está incluido en sus Pœmata omnia (1615) y puede traducirse así: «Si alguien recibe la dura sentencia de un juez de los de antaño / y es condenado a toda clase de tribulaciones y suplicios, / que no lo fatiguen los talleres repletos de penados a trabajos forzosos, / ni que las minas excavadas dañen sus manos encallecidas: / Que se ponga a componer diccionarios. ¿Pues qué se puede esperar por lo demás? / De todas las clases de castigos es este el único verdadero».

Siempre apelo a la lectura del compendio para conocer al hombre que hay detrás. Esteban de Terreros y Pando fue un jesuita muy moderno que, a pesar de su condición religiosa y las circunstancias ideológicas del momento, no condenaba el sistema copernicano y se valía de fuentes tan revolucionarias como la Encyclopédie (1751-1780), amén de testimonios de primera mano, extraídos de informantes a los que inquiría sobre aspectos terminológicos de sus oficios, de suerte que entre los obreros y artesanos era conocido como «el padre curioso» o «el padre de las preguntas». Pero hay que acudir a las entradas donde demuestra la utilidad pública —concepto tan del Siglo de las Luces— de los conejos: «Una coneja pare al año más de setenta conejos; de modo que, con cinco o seis juegos de conejos, que cada juego se regula de cinco o seis conejas y un conejo, puede un pobre mantener su casa» (s.v. conejo); o de la higiene personal: «[La] roña cierra los poros, de donde se ve cuan útil sea la limpieza para la salud» (s.v. roña). Y detenerse en artículos como el que dedica al camaleón (gracias al cual averiguamos que en su gabinete contaba con un ejemplar y —volviendo a la evidencia empírica propia de la Ilustración— descubre que, frente a la creencia de los antiguos, se alimenta de insectos).

Los años últimos de Terreros y Pando no fueron precisamente felices. Víctima del decreto de expulsión de los jesuitas promulgado por Carlos III en 1767, no pudo ver al final publicado el diccionario en que estuvo tanto tiempo trabajando. No le quedó más remedio que resignarse a no poder recuperar sus fichas, libros y papeles, abandonados precipitadamente en Madrid cuando puso rumbo a Italia desde el puerto de Cartagena. Sin embargo, la adversidad no pudo con la fortaleza de su espíritu, el mismo que le sirvió para construir su inmenso edificio léxico, un diccionario que venía a rellenar el hueco que dejaba la Academia con su proyecto, eternamente aplazado, de confección de uno específico para las voces de especialidad. Por eso siguió consultando sus amadas bibliotecas, leyendo cualquier letra que se le ponía a la vista, preguntando a otras gentes… Aún le dio tiempo a escribir varias obras de enjundia, entre ellas una gramática bilingüe italiana y española. Falleció a los setenta y cuatro años. Su cuerpo descansa en la catedral de San Mercurial de Forlí. La muerte definitiva es el olvido. De ahí este intento por recuperar un ejemplo que sirve para comprobar cómo la redacción de diccionarios es fundamentalmente un arte ejercido por quienes gozan de una especial disposición del espíritu.

 

Este artículo es uno de los contenidos del número 17 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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