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Francisco M. Carriscondo

23 Sep 2022
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Firmas

Tizas y pizarras (un homenaje léxico)

Llego al aula y siempre me encuentro lo mismo: el responsable de los espacios docentes, que así es como ahora prefieren llamar a estos recintos sagrados, desenrolla una enorme pantalla que oculta lo de detrás, o sea, lo que siempre me ha servido para desarrollar mis explicaciones. Además, arrinconaditos, parecen como querer pasar desapercibidos unos cilindros blancos que antes se encontraban desperdigados por cualquier sitio: el suelo, las mesas, las ventanas… mientras que últimamente los contemplo impolutos en su cajita. Hace mucho tiempo no eran cilindros, sino prismas envueltos en papel. Todavía recuerdo cuando hacían las veces de proyectiles. Lo tenía más fácil cuando bastaba con volver a enrollar el blanco cobertor desenganchándolo y, con una breve y precisa presión hacia abajo, controlar su ascensión para que no fuera demasiado brusca (menuda broma macabra la que se gastaba un antiguo profesor, al comparar la elevación con un famoso atentado). Ahora todo se mecaniza y es un mando a distancia el que ejecuta la acción de subir o bajar. Es muy fácil: dos flechitas. Pero sucede que el artilugio no se encuentra en la mesa porque se lo llevan. Es entonces cuando tengo que soportar la nívea área. O tengo suerte y lo hallo… ¡Y con pilas! Emprendo la acción de enrollar (flechita hacia arriba) pero… ¡Cáscaras! Me expongo a una luz ultravioleta, literal, que emana de un cañón colgado en el techo y que no puedo apagar por lo mismo, por el dichoso mando. Corro el peligro de quedarme ciego ante tal irradiación, deslumbradora y desafiante.

Muchos años, siglos incluso, fieles compañeras. Generaciones y generaciones de alumnos han sufrido sus tiznes en los pantalones. Nuestras madres nos preguntaban airadas qué habíamos hecho en la escuela para ponernos así. La sensación de suciedad por el polvillo que desprenden, peor era cuando entraba en los ojos. El intercambio balístico que culminaba con la apoteosis de un obús, el del borrador. Las de colores eran para las ocasiones muy especiales, propias de colegios de pago. La misofonía provocada por quien apretaba demasiado para escribir en la superficie negra o verde. La primera vez que el maestro nos mandó acercarnos a su área de influencia… Tizas y pizarras. Tanto tiempo con nosotros que considero la necesidad de homenajearlas, aunque sea léxicamente, sobre todo ahora que se encuentran en peligro de extinción, si bien en el caso de pizarra permanece el nombre gracias a una traslación designativa por equiparación funcional, de manera que la pizarra de siempre está siendo sustituida por la digital, en esa especie de prestigio que experimenta todo sustantivo que goza de la suerte de verse acompañado por el adjetivo de moda: firma digital, impresión digital, libro digital, pizarra digital. Pero tiza no ha corrido igual fortuna (hablo siempre en un contexto educativo, que la tiza en los billares aún rula, aunque estos no los veamos ya por los barrios). El nombre quedará tan anticuado como la cosa —obsolescente, dirán los modernos— si no le encontramos pronto un nuevo hueco designativo, como lo ha conseguido, afortunadamente, lápiz (lápiz óptico, lápiz de memoria).

De todo el juego de denominaciones, en el dominio hispanohablante, de la tiza (o clarión, o crayón) y la pizarra (o encerado, o pizarrón, claros ejemplos de formaciones léxicas por metonimia, en este caso de la materia por el objeto), lo que más me ha llamado siempre la atención es comprobar el uso en América de un arcaísmo del español europeo (gis, del latín gypsum ‘yeso’), mientras que aquí lo habitual es el nahualismo de marras (tiza, del nahua tizatl ‘greda’). Gis, según el Corpus diacrónico del español (CORDE), figura por primera vez en el Libro del Alcora (1277) de Alfonso X el Sabio. Nada más se sabe de la voz en esta herramienta, ni en ninguna similar, hasta 1967 y 1969, pero ya en un texto colombiano y otro mexicano, respectivamente. Luego gis llegó a América para quedarse en fechas no lejanas. Tampoco viene de muy atrás nuestro uso de la voz tiza, que es la que se instala en España: la primera ocurrencia en el CORDE procede de un texto de Benito Pérez Galdós de 1876. En cuanto a los recursos lexicográficos se refiere, tanto gis (o jis) como tiza las encuentro documentadas antes que ningún otro en el Diccionario castellano con las voces de ciencias y artes (1786-88) de Esteban de Terreros y Pando, pero ¡ojo!: no con el sentido escolar que les damos, sino una como perteneciente a la pintura (gis) y otra como ‘polvo blanco que usan los plateros para limpiar el oro o la plata’ (tiza). Antes de consolidarse los usos —no solo los léxicos, también los propios escolares— gis convivía en España en el siglo XVIII con clarión (del francés crayon). Más tarde llegaría crayón, con el mismo étimo.

El mantenimiento mexicano de gis encaja como un guante con el carácter conservador de aquel español, definido por el prestigio de que goza, para la América hispana, la lengua de Castilla en el pasado (también en cierto modo, y por otras razones que ahora no vienen al caso, en el presente). Ejemplos hay muchos: antier, dizque, fierro, platicar… Hay que caer por tanto en la cuenta de que no todo es innovador en el español de América. Ahora bien, posiblemente la materia que llegaba de allí fuese mejor que la nuestra para la elaboración de las tizas. Al respecto, conviene señalar que Terreros y Pando, en su Diccionario (1786-88) remite como fuente de consulta para el término a una Relac.[ión] de jen. [géneros] ultram. [arinos] de 1766. Adivino una clave comercial en la introducción de la arcilla americana, mejor que la usada en Europa para la elaboración de lo que viene siendo un objeto imprescindible en las aulas españolas desde el siglo XIX. Y con el cambio de sustancia en la producción y la extensión de su empleo a las escuelas, el nahualismo vino a España para quedarse. Debo analizarlo con más profundidad, tengo que hablar con los expertos para comprobar la exactitud de mis asertos, elucubraciones que trato de organizar mientras las plasmo en el encerado, sin percatarme de que me estoy limpiando el polvillo blanco en los pantalones oscuros. Veréis cuando llegue a casa cómo se va a poner mi esposa. Peor serían los rotuladores o plumones de las veledas o pintarrones. O peor aún, escribir con ellos en la pizarra digital. En todo caso, el despiste originario del conflicto seguiría siendo el mismo.

 

Este artículo de Francisco M. Carriscondo es uno de los contenidos del número 15 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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