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Francisco M. Carriscondo

16 Jun 2022
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Medios para transportar el léxico

En el capítulo titulado como el cuadro de Salvador Dalí, «La persistencia de la memoria», de la mítica serie Cosmos: un viaje personal (1980), Carl Sagan nos recuerda que somos la única especie que ha inventado una tecnología para almacenar información fuera de nuestro cerebro, de tal modo que hemos sido capaces de transportar datos de nuestra memoria más allá de nosotros, a través, por ejemplo, de los libros. Pero son tantos los bits arrojados por la realidad que hacen falta muchos volúmenes para archivarlos. De ahí que, en un paso más de nuestra evolución cultural, se hayan descubierto nuevos soportes para alojarlos. Así pues, podemos dar cobijo a kilómetros de estanterías de libros en un simple lápiz de memoria; contamos con bibliotecas enteras depositadas en nuestros ordenadores, tabletas o móviles; y ya no hace falta cargar con pesados repertorios léxicos. De hecho, SvenTarp –padre de la Teoría Funcional de la Lexicografía, que considera la moderna elaboración de diccionarios de por sí nativa digital– habla de la elaboración de diccionarios T-Ford, remembranza del revolucionario modelo creado por el famoso fabricante de coches, para referirse a potentes obras de consulta de acceso rápido y en todo lugar.

Ahora bien, convendría recordar el famoso eslogan de una conocida marca de neumáticos: «La potencia sin control no sirve de nada». Más que inservible, puede acarrear fatídicas consecuencias. Para que se corrobore mi hipótesis, basta con recordar la película Seabiscuit: una leyenda americana (2003), dirigida por Gary Ross y basada en una novela de Laura Hillenbrand, donde se relata el paso del caballo tradicional al moderno automóvil como medio de transporte en los duros años de la Gran Depresión. El empresario Charles Howard confía ciegamente en la nueva mecánica, hasta que pierde a su hijo por culpa de un fatal accidente, al montarse solo, fascinado como está por ellos, en uno de los vehículos que promociona el padre y no poder dominar la velocidad en su manejo. Se produce entonces una vuelta a la cordura mesurada, en esa especie de catarsis niveladora de los excesos promovidos con frecuencia por la novedad, y Howard deposita toda la confianza de su recuperación anímica en la compra de Seabiscuit, un caballo indómito por el que nadie apuesta, pero que, adiestrado por un paciente domador y montado por un yóquey que sabe de los mismos sufrimientos que ha padecido el animal, llega a convertirse finalmente en imbatible en cualquier carrera.

La lingüística de nuestro tiempo confía quizás más de lo conveniente en los corpus creados y sostenidos gracias a la tecnología. Los bancos de datos con que trabaja extraen la información requerida de entre una masa descomunal en un tiempo récord. Se asemejan, por su capacidad, a los largos convoyes por tierra, a los enormes cargueros por mar o a los hércules por aire; y por su velocidad de respuesta, a los trenes bala o a los aviones supersónicos. No obstante, estos medios de transporte del léxico guardan un recorrido exacto, preciso como una línea de metro, imposible salirse de él. No hay, por tanto, margen para la improvisación, el hallazgo casual o la bonificación en los resultados de la búsqueda, cuyos patrones envían de vuelta estrictamente lo que se ha demandado, pese a manejar comodines. Si les exigimos palabras ómnibus (aparecer, bicho, cosa, hacer, tema, tener…), lo más probable es que arrojen cientos de miles de ocurrencias y tengamos que esperar mucho tiempo a que pase un vagón que no esté completo para poder seguir nuestro viaje hasta el destino elegido. A nadie le interesa demasiado el trayecto por anodino. Y si formulamos una pregunta equivocada, posiblemente nos quedemos en la estación, a la espera de un tren que jamás llegará.

La filología, por el contrario, se interna en territorios vírgenes. A pie, en bicicleta o en mula, que son formas de incursionarnos por parajes donde no discurren otros medios de locomoción. No podemos ponerle puertas, como tampoco calles, al campo. Por eso, a diferencia de las ciudades, somos nosotros los creadores de las rutas por donde transcurriremos. A lo sumo podemos ponerle pistas, senderos, pero lo divertido es la aventura de ser nosotros los pioneros en el camino. Y desviarnos, por qué no, del plan previsto. No está garantizado el hallazgo. El filólogo transita por la abigarrada espesura de los bosques léxicos, pero, ante cualquier distracción, es muy probable que se despiste y se olvide de la trayectoria prefijada. Sabe cuál es el punto de partida pero jamás el de destino. Merecen la pena las bifurcaciones, los vericuetos, alejarse de la practicidad de los atajos. Provisto de lápiz y cuaderno y una mochila que hace las veces de fichero, son tantos los encantos y es tanta su curiosidad que no cae en redes que no sean las de siempre, las librescas o las del legajo, el archivo o la biblioteca, espacios que antaño eran el paradigma del almacenamiento del saber, lugares sagrados, templos profanos por democráticos, por mor de la universalidad de sus condiciones de acceso.

Son los primores de la parsimonia en materia filológica frente a la velocidad de la lingüística. Lento, como la canción de Julieta Venegas o el aforismo de Friedrich Nietzsche: «La filología es ese arte venerable que exige ante todo situarse al margen, tomarse tiempo, aprender la calma y la lentitud. La filología no acaba nada con tanta ligereza». Siempre me he considerado más filólogo que lingüista, intérprete de los textos del pasado que alimentan la luz que ilumina el presente. Más aún, me siento como WALL.E, el entrañable rover solitario, único habitante de una Tierra posapocalíptica. No voy a lo mollar, a donde acudo solamente para empacarlo, registrarlo, clasificarlo y almacenarlo. Me dedico sobre todo a una rutina metódica y paciente: extraer joyas, diamantes en toneladas de carbón, rarezas de la escombrera barbárica en que va a convertirse el léxico si triunfa, como lo está haciendo, a pasos agigantados, la aplicación del criterio de la funcionalidad, asoladora de cualquier matiz o distinción en los usos, que hace tabula rasa de los antiguos, ya olvidados, antaño diferenciadores de sentidos que ahora figuran como sinónimos pragmáticos. Y es en la soledad de mi refugio donde deposito mis descubrimientos, a la espera de una EVA a quien mostrárselos.

 

Este artículo de Francisco M. Carriscondo es uno de los contenidos del número 14 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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