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Francisco M. Carriscondo

12 Abr 2022
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Firmas

Las palabras en cuatro estaciones (o la lengua como materia meteorológica)

Ut silvæ foliis pronos mutantur in annos, / Prima cadunt, ita verborum vetus interit ætas, / Et juvenum ritu florent modo nata vigentque (Horacio).

Como los árboles cada año se renuevan de hoja, y la primera que nació muere la primera, así la vieja edad de las palabras perece, y se enjovenecen [sic], florecen y están valientes las recién nacidas (traducción de Francisco Cascales).

Primavera

El comienzo de todo. El surgir a la vida. Para las palabras, la estación neológica. Los especialistas debaten sobre la razón de la existencia de nuevos vocablos, las causas por las que se engendran. Y sin duda hay muchas: necesidades designativas, esnobismo, voluntad de estilo… La actividad recibe distintas denominaciones: invención, neología, onomaturgia… En todo caso, existe una fuente nutricia, una llamada de la naturaleza que mueve a la creación. Del deshielo brotan los mecanismos disponibles. Se ponen en funcionamiento la derivación, la composición, la abreviación… Los préstamos, en el entretiempo importados, confirman la pereza de quien los recibe con los brazos abiertos. Son seres que se reproducen por esporas venidas de fuera. Algunos hay que consiguen adoptarse y adaptarse a nuestras costumbres formales, no sin ciertos reparos, pues no llegan a contar con la aprobación del respetable, que jamás ha escrito cederrón, güisqui, jáquer o tique sino una caterva de posibilidades que van del extranjerismo crudo (o xenismo) a la mezcla de soluciones anglohispánicas que ni siquiera el Brexit ha logrado desarraigar. Tras su frío letargo, podemos aprovecharnos de la energía que transmite la savia reactivada de nuestra lengua. Conviene contar con el diccionario como mantillo, me resisto a llamarlo sustrato, para la creatividad. Pablo Neruda dijo de él en su famosa oda: «No eres / tumba, sepulcro, féretro, / túmulo, mausoleo, / sino preservación, / fuego escondido, / plantación de rubíes, / perpetuidad viviente de la esencia, / granero del idioma». Fuego, plantación, granero… La obra lexicográfica se hace así plantel, germen de la vida latente. Somos nosotros, en nuestros usos léxicos, quienes damos vida a los vocablos que en ella se depositan. De las semillas brotan formas y significados, porque la palabra es asimismo espíritu, aparte de carne. El alma se presume inmortal, si bien de ahí no se deduce que permanezca inmutable. A un mismo continente no le corresponde siempre el mismo contenido. Hay voces que cambian a lo largo de la historia: la primavera las reviste de nuevas ramas, de otras raíces, incluso las desnuda de la hojarasca.

Ya lo dijo Quevedo: «Remudar vocablos es limpieza». Pero las hay que, además, cambian la historia. En función de cómo se interpreten así concebimos un nuevo espacio de inteligibilidad social, es decir, una nueva época: número, tiempo, revolución… ¡Y cuántas revoluciones se han desatado en primavera!

Verano

El sopor enmudece los campos (léxicos). Solo se oye el canto de las chicharras, aquellas que estridulan con sonidos como deconstrucción, empoderamiento, fusión, instalación, multicultural, retrogusto, sinergia… Y ya lo dice la señora Blasa, el entrañable personaje del llorado Forges, la abuela del pueblo donde nos vamos de vacaciones, tocada de un pañuelo anudado a la garganta, que nos espeta la siguiente conseja: «Quien tal chamullar emplea algo que te “vende” hornea». Creemos engañar a los guiris, aunque son ellos quienes mercadean con sus palabras y nos dejan de propina la calderilla: cool, crush, flow o hello! Y también nos traen nuevos significados, como el que últimamente merodea por los vastos dominios donde antes campeaba bizarro. ¡Voto a Dios que jamás la he empleado en mis pláticas de mozo! (Ahora en voz baja, he de confesar que la bailaba en la verbena al ritmo de New Order: «Every time I think of you…»). El verano es la estación cuando llegan las modernidades al terruño. Enrique Notivol, el hípster protagonista de las narraciones de Daniel Gascón, proclama soflamas a los lugareños con voces rimbombantes: huertos colaborativos, gallineros no heteropatriarcales, talleres de nuevas masculinidades… Menos mal que ahí está el paisano Tomás, hombre cabal, para bajarle los humos. Un quijote enloquecido por la neolengua y un sanchopanza que le hace caerse del guindo. Los modernos descubren el patchwork como terapia, que es la almazuela de toda la vida. María Sánchez, veterinaria cordobesa, ha publicado Almáciga. Un vivero de palabras del medio rural (2020). Almáciga es otra forma de denominar el semillero. Volvemos al germen, a los orígenes, a las raíces. Allí y durante el estío relajamos (todos) nuestros hábitos, incluidos los articulatorios. Quizás por eso haya gente allende Despeñaperros que piense que nosotros (los andaluces) vivimos un eterno verano. Hace tiempo que se superó la teoría climática, aquella según la cual la latitud influye en el comportamiento. Todavía hay quienes, sin embargo, insisten en aferrarse al pelo de la dehesa (centronorteña), conocida extraordinariamente por Miguel Delibes, cuyo léxico plasmaba en sus novelas y que Jorge Urdiales, filólogo madrileño, ha inventariado y analizado en dos repertorios: Diccionario del castellano rural (2019) y Diccionario de expresiones (2019) en la narrativa del ilustre vallisoletano. Los vocabularios se convierten ahora en almacerías, cobertizos dispuestos a recibir el cereal de prontas cosechas.

Otoño

Hora de recoger. En noviembre, la Academia presentó las novedades de su diccionario común. En el colegio aprendí que hay árboles de hoja perenne y de hoja caduca. Con las palabras sucede igual. Hay unas que son flor de un día y otras que han llegado para quedarse. Es el criterio que siguen los académicos para decidir qué ingresa o no en su repertorio. Uno de los últimos frutos recolectados es berlanguiano. Ahora tocaría marcarlo como españolismo (igual que cantinflesco figura como de uso en México y Nicaragua); y, si de cinematografía hablamos, cosechar igualmente almodovariano.

Los lexicógrafos no aceptamos frutos (todos son aceptables), sino que los seleccionamos, incluyéndolos en el cesto cuando ya están maduros. Los que no se escogen siguen existiendo, a pesar de que no hayan superado la criba. Frutos hay además cuya existencia ignoramos, al igual que hay animales y plantas aún desconocidos. Para eso estamos los filólogos, para salir al fértil campo de los textos provistos de nuestra red, capturar mariposas raras y aplicar en ellas nuestras dotes de entomólogos. El último descubrimiento ha sido el por ahora primer diccionario conocido de la lengua española, impreso entre 1492 y 1493, salido del cálamo del humanista Alfonso Fernández de Palencia. Lo cuentan sus descubridores, Cinthia M. Hamlin y Juan H. Fuentes, en el último número de Romance Philology (2020), revista fundada por Yákov Malkiel donde por mi parte hablo de la primavera neológica orteguiana. Alegrías… y tristezas.

La vida declina, se emprende el aterrizaje en la estación de la caída. El año pasado nos dejaron el ilustre lexicógrafo francés Alain Rey o la norteamericana Madeline Kripke, apodada La Dama de los Diccionarios. Y en nuestro solar patrio Manuel Alvar Ezquerra, Germà Colón i Domènech, Gregorio Salvador Caja, José Antonio Samper Padilla… Discretas a la vez que apasionantes, fructíferas fueron sus vidas. Tengo en el buró dos ejemplares de sendas ediciones del Diccionario del español usual en México (1996 y 2009), dirigidas por Luis Fernando Lara. La cubierta de la primera se ilustra con una pintura de Rufino Tamayo titulada Ofrenda de frutas; y la segunda Frutero con sandías, de Olga Costa.

El diccionario es depósito de fruto y óbolo frutal para quien se acerque a él. Disfrutémoslo con su lectura y con su uso. Fragüemos descubrimientos al calor de la lumbre, mientras de fondo suenan Ella y Louis interpretando «Autumn in New York».

Invierno

Como dice otra canción, «la muerte no es el final». Los lingüistas llaman pérdida léxica al fenómeno por el que una palabra deja de gozar de la vitalidad de antaño para transformarse en reliquia moribunda en los rincones del tiempo o del espacio. Los repertorios lexicográficos suelen marcar estas voces como arcaicas (las primeras) o regionales (las segundas). Hay quienes llaman cementerios a los diccionarios. Recuerdo Rayuela (1963) de Cortázar: Oliveira y La Maga juegan con él cuando se aburren en París.

El Instituto Cervantes organizó en 2019 la exposición 1914-2014, un homenaje de la artista Marta PCampos a los vocablos que dejaron de figurar en la última edición de la referencia académica. Recordemos la advertencia nerudiana: el diccionario no es necrópolis, morgue de las palabras. Si sustituimos el arpa protagonista de la famosa rima de Bécquer por la obra lexicográfica, la analogía seguiría funcionando: voces olvidadas por sus dueños en el tesoro silencioso y cubierto de polvo, a la espera de una mano de nieve (con lápiz, bolígrafo o estilográfica) que rescate sus notas expresivas. El papagayo protagonista de The Talking Parcel (1974), de Gerald Durrell, cumple la misión de desempolvar, de sacar al fresco los vocablos arrinconados en los diccionarios, ya que si dejan de usarse mueren. Las maniobras de resucitación proceden de lugares insospechados. Y hay casos de éxito, como arroba (de unidad tradicional de medida a término informático o cuasimorfema); o chupa, resurgida en los ochenta (molaba mogollón ir con esta prenda mientras movíamos el esqueleto al son de aquel Bizarre Triangle of Love, tanto como leerla en Larra).

La estación más fría aletarga las palabras. No obstante, cualquier estímulo basta para desactivar su hibernación. Pensándolo mejor, viven en el diccionario una especie de criogénesis: mantienen inalterables su belleza formal, sus facciones, la savia de su cuerpo… hasta que alguien las extrae de la cámara y las devuelve a la vida. Se despiertan al principio desconcertadas, contemplando con cierto pasmo un mundo que no es el suyo y al que se tienen que acostumbrar. No todas sobreviven al proceso de descriogenización. Al contrario de lo que sucedía antes, en estos tiempos de primacía de lo utilitario perecen muchos matices significativos, multitud de connotaciones que servían para diferenciar unas voces de otras. El frío del invierno las hace tiritar. Y ya advirtió José Saramago que no son «confundibles tembleques y temblores, aunque lo atestigüen diccionarios».

 

Este artículo de Francisco M. Carriscondo es uno de los contenidos del número 13 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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