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Rosario López

19 Sep 2022
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Firmas

Tener nombre no significa ser nombrado

Escribir no es difícil, sino encontrar la forma y el sabor del fruto que quieres ofrecer. Una primera frase puede ayudar, marca una estructura, te lleva a unas palabras y te aleja de otras. En cada párrafo, dentro de la misma música, una música y el silencio. Pienso esto mientras pienso en la granada.

Pensar en la granada es pensar en las criaturas que se juntan, que son iguales en apariencia para estar en un lugar y un instante, que, dentro de la misma corteza, el hogar o un libro, se acogen o se esconden; y luego al abrirse pueden descarriarse palabras como granos. Pensar en la granada es pensar en lo que hubo antes de la granada.

Con la primavera, quizá porque huele, se habla del azahar, la flor del limonero y el naranjo, a los que miro cuando regreso con anhelo de una raíz. La flor del granado, en cambio, es esa gran desconocida que forma campanas y estrellas, de rojo llama, rojo anaranjado, y nadie pregunta: ¿cómo se llamará?

No tiene nombre, me dijeron; pero María Moliner la llama granadina, y para el diccionario de Casares y la Real Academia es granadino. Le plantaría una granadina en el pelo a mi abuela, que acaba de morir, que me peinaba tan despacio de niña y paraba el tiempo como se para el tiempo cuando se desgrana una granada, y le ofrecería el jugo del fruto, su zumo, que también es granadina.

¿Por qué ha trascendido el nombre de azahar y no el de granadina? Gaston Dorren escribe en Babel que zahr quiere decir en árabe ‘flor, dados. Azar’. La palabra inglesa hazard, cuyo primer significado fue juego de azar, procede, vía Francia, del español azar, que ahora significa casualidad e incluso desgracia, pero que originalmente era un tipo de juego. La voz española deriva de la voz hispanoárabe az-zahar (azahar, la flor). La conexión semántica de ambas voces es que la cara afortunada de los dados tenía grabada una flor.

Imaginemos que hubiese sido el nombre árabe de la flor del granado el que hubiera tenido la suerte (buena o mala) de trascender, imaginemos que ahora vivimos en al-Ándalus. Entonces, no hablaríamos de granadino o granadina, sino de yullanar, derivado del persa, que es como se llamaba, al mismo tiempo, el granado silvestre. Con la imaginación, suficiente, uno no puede decir: hasta aquí la vida. No hay corteza que limite la creencia de ser semilla que completa un fruto que nunca muere si de él se habla. Entonces leemos Las mil y una noches: «Sabe, pues, ¡oh rey!, que me llamo Gul-i-anar, lo que en la lengua de mi país significa Flor-de-Granada». ¿Cómo sería yo si me llamara de otro modo y no como mi abuela? ¿Por qué nadie se pregunta cómo se llama la flor del granado?

Fueron granos de granada, seis, dice el mito, los que comió Perséfone en el infierno, cuando fue raptada por su tío, antes incluso de ser llamada así, cuando solo era una niña, y su madre se enfadó tanto, tanto que hizo la tierra invierno; como cuando no hay flores rojo anaranjado ni hojas verdes, solo ramas desnudas y alguna corteza seca abandonada que cuelga sin granos. Cuando Perséfone regrese, volverá la primavera. Cada año regresa.

En griego, la flor del granado es βαλαύστιοv, balaústion, por eso a la granada también se la conoce como balausta. En Corominas, encontramos que balaustre, además de columnita de barandilla, quiere decir flor de granado. Hay dos tipos de flores: completas, llamadas femeninas, que forman la granada, e incompletas estériles, masculinas, que caen al suelo y no producen fruto, explica Sylvia Queijas, directora de calidad de la DOP Granada Mollar de Elche. Hay quinientas especies de granada, con sus arilos, los granos, que guardan dentro la semilla, dulce para esta variedad. A las dulces, no les ataca el corazón negro, hongo que afecta a los cultivos en la floración. La enfermedad, latente, provocará frutos podridos.

El árbol, escribió Felisberto Hernández, es el amigo que siempre se queda. Los granados son amigos pequeños y fuertes, de unos seis metros, que se juntan, mucho, en el sembrado; como lo hacen los granos dentro de la corteza con corona, yo diría que siempre mirando a la tierra. Parece la granada un fruto de la coherencia, un libro que se expresa igual por fuera que por dentro, y con otras formas se comunica, aunque puede mentir. Estará de mejor cara si le dio mucho el sol en el granadal.

«La brisa sacudía las ramas del granado haciéndolas chorrear una lluvia espesa» en Pedro Páramo. En la edición que le leía a mi abuela, me impresionó la necesidad de nota al pie para granado. La voz se parece mucho a la flor, pienso, por lo efímera. Hay que estar en este momento en que estás, y escribir es una forma. La voz no suena en el diccionario. La voz, espesa, que dice, aún, mientras le leo: «Precioso».

Fueron los cartagineses quienes introdujeron el árbol en tierras mediterráneas, a raíz de las guerras púnicas, de ahí, su nombre científico: punica granatum. El nombre de la ciudad, según Ortega en Palabralogía, podría venir de aquí o del árabe gar-anat, colina de peregrinos. Podríamos haber llamado manzano cartaginés al árbol y manzana con granos, malum granatum al fruto, como en inglés: pomegranate. Y podemos, si queremos, creer que son exactamente 613 los granos que contiene cada granada, como los preceptos de la Torá; es fruto sagrado para los judíos.

Los griegos creían que la granada había brotado de la sangre de Dioniso y los soldados babilonios que serían invencibles tomándola antes de cada batalla. No obstante, el significado prevaleciente, muestra Cirlot en su Diccionario de símbolos, es el de lo múltiple y lo diverso en el seno de la unidad aparente. Por eso, en la Biblia aparece como símbolo de la unidad del universo. También simboliza fecundidad y prosperidad.

Lorca la miró como luz de vida, pasión sobre el campo, vaga forma de corazón y cerebro y la prehistoria de la sangre que llevamos. En el yacimiento de La Alcudia se hallaron granadas carbonizadas del siglo I a. C. y cerámica de la época final de los íberos con grabados de este infinito fruto.

Lispector escribió que la pregunta, si la hay, no es quién soy, sino entre quiénes soy. Quizá también debamos preguntarnos entre quiénes hemos sido, con quién compartimos un fruto que al nacer no comienza, solo es parte de un todo.

Porque no estuvimos en la creación primera, ni siquiera fuimos conscientes de nuestro primer latido; pero podemos poner atención a la belleza que aún brilla y nos late, nombrarla, como la sintamos, para sostener, del universo, lo que María Zambrano llamó la hechura divina.

 

Este artículo de Rosario López es uno de los contenidos del número 15 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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