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Rosario López

11 Abr 2023
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Firmas

Metáforas de nuestra vida errante

Edith Wharton creía que un corazón roto necesita un corazón que romper, para escribir. El amor es un modo de comunicarnos, como la escritura. Ambos nacen de la escucha y la lectura, del otro. Todos los amantes creen que están inventando el amor, escribió Anne Carson, y que el sujeto real de la mayoría de los poemas de amor no es el amado, sino «ese hueco».

Podemos pintar un corazón cuando leemos la palabra amor o deshojar la margarita. Si la metáfora es traslado, imagino la flor entera como el amor de verano con sus dudas, que ahora acaba, y el centro, amarillo, como el corazón, un sol, que permanece. Lo vivido se queda. El cuerpo conserva el instante, quiero creer, como aprendizaje o recuerdo de algo parecido a un hogar fugaz.

Comprendemos cuando comparamos con lo conocido, y eso nos da sensación de seguridad. La metáfora, según María Moliner, es una relación descubierta por la imaginación. A través de ella es posible cambiar el mundo, pues permite juntar lo que antes no se juntó y solo puede juntar, particularmente, una persona: por su experiencia, lo que ha visto y lo que es capaz de ver, en un pozo o en las margaritas.

No hay que olvidar que recordar, del latín recordāri, viene a significar: «de nuevo por el corazón». El artista es el que, además de juntar lo que nunca antes juntó igual, es capaz de comunicarlo, no para que se entienda, sino para hacerlo sentir; que otro pulso lata con un pulso distinto. En ocasiones, al escribir lo que me sucedió, lo olvido, como si el corazón lector ya se estuviera haciendo cargo. Puedo creer, así, que escribir es ir en busca de un corazón vicario.

Nunca es tarde para llegar a un libro, nunca es tarde para llegar al amor. No nos cansamos de leer a quien nos escucha desde su centro a nuestro centro. Los libros que nos siguen hablando iluminan el camino del asombro, que es el que nos permite no morir, nos dan una metáfora de quiénes somos y cuál es nuestro miedo, por qué esa frase nos agrieta. Pueden ayudarnos a ser compasivos. Si uno lee, escucha. Si uno escucha, imagina. Si uno imagina, empatiza.

Ya nuestro nombre puede ser una metáfora, una que no elegimos: una persona junta Margarita a unos ojos, a una boca y, así, empieza a llamar a una hija, crea el personaje que a lo mejor se marcha y aprende que si uno se mueve de la tierra en que nació, aunque vuelva, nunca regresa del todo. Puede que unos ojos, bajo el nombre de Margarita, lean ahora este párrafo y descubran que su nombre viene del griego margarites, «perla». En los poemas de Berceo, la flor era llamada perla, y el nombre fue usado para la formación nacarada de las ostras. Lo cuenta Ricardo Soca en El origen de las palabras, un libro al que es imposible no regresar, gracias al que sé que la isla de Margarita, frente a la costa de Venezuela, se llama así por haber sido un venero de perlas. Según Aníbal Nazca, «uno de los lugares que producía más y mejores perlas en el mundo. Por eso los españoles la bautizaron con ese nombre: Margarita». Las perlas son respuestas de la ostra cuando siente un cuerpo extraño. Quizá de la herida nace lo hermoso, cada uno posee una cicatriz impronunciable en su corazón, cada uno puede crear su propia perla.

La imaginación, para Moliner, es una facultad del espíritu; para la RAE, es un asunto del alma. Espíritu, alma, corazón son palabras que necesitan metáforas para ser sentidas. María Zambrano contaba que el corazón era lo único del cuerpo que daba sonido, el único centro que sonaba. Es lo primero que se forma, desde luego, y lo último, que sepamos, que muere. En el Diccionario de símbolos de Cirlot leemos que es la única víscera que los egipcios dejaban en el interior de la momia como centro necesario al cuerpo para la eternidad, y que todas las imágenes de centro se han relacionado con el sol. ¿Es nuestro corazón una música que suena, para alumbrar a otros, cuando morimos? Es la incapacidad de encontrar una palabra exacta, una frontera, un contorno, lo que nos permite relacionar lo aparentemente alejado, redescubrir el mundo, por habernos visto como otro yo. Nuestro nombre, fuera de casa, es raro.

Seguramente, no habría visto la metáfora en las margaritas, que están por todas partes, con lo ausente y lo presente, lo deshojado, sin las margaritas de la infancia, mojadas y salvajes, cerca de un pozo. Luego, la casualidad que insiste hizo que viera la etimología de la flor mientras releía La perla, de Steinbeck. En esa novela, que leí por primera vez siendo niña, puedo ver ahora en el protagonista al Quijote analfabeto. Kino desea conservar la perla encontrada, ese accidente, y su riesgo, no tanto para que su hijo se salve de la picadura del escorpión, como para que crezca, aprenda a leer y le asegure que no lo están engañando, que nunca lo engañarán. Kino quiere un imposible. Kino quería cambiar lo de fuera que le hacía temer por dentro. Una canoa herida es su metáfora. Matar una canoa, se dice en la novela, es peor que matar a un hombre. Kino sin canoa es algo peor que un objeto inservible. No sabe quién es. La canoa herida es un hombre sin dignidad. Las metáforas vienen de nuestro adentro, pero hablan de todos los más allá que podemos sentir. Uno no ve lo que, de algún modo, no pasa por su corazón. Por eso algunos días me pregunto qué de hoy recordaré mañana, para saber si estoy donde quiero. Decidir proviene del latín decidĕre, «cortar». Cuando se escribe, se están tomando decisiones sin tregua. Más que a la hoja en blanco, se teme a no haber cortado lo suficiente.

Uno se conoce practicando la conciencia de perderse, para ir en busca de la excavación en otro lugar, otro libro, otros amores, y también uno puede perderse en su propio pozo. No hay otra agua más fresca para el campesino cansado que el agua amarga de su pozo. Pero uno no es su mejor lector ni su mejor personaje, uno es solo la forma que más tiempo lleva consigo.

Somos un pueblo que camina alrededor del sol, no es el sol el que nos deja. Deja de ser amarillo en nuestra noche, para volver a empezar el día mañana, primero naranja. Borges contaba que el amarillo era el único color que no lo había abandonado. Los diccionarios hablan del oro o la yema del huevo, no de la ceguera de Borges o los altramuces o el pelo de mi ahijada, amarillo. No hablan del plástico con el que taparon a un hombre ahogado en la playa, que yo vi, de nuevo este verano, amarillo. No hay que vivir por costumbre, pienso, sino aprender a creer que estamos destinados a levantarnos y ser amados porque somos, todos, originales.

 

Este artículo es uno de los contenidos del número 17 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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