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Rosario López

18 Abr 2022
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Firmas

El lenguaje del verdeo

Con frecuencia pienso que es más difícil hablar de lo que se conoce que de lo que no. Si escribir es elegir y combinar, ¿cómo parcelar el campo? Leí una novela hermosa, con un narrador protagonista, un hombre del campo analfabeto, como lo era mi abuelo; pero este hombre del campo, que se pretende analfabeto, usa palabras de doctor. Quisiera que mirásemos hoy al árbol del que tanto depende nuestra dieta. Quisiera usar el olivo y el lenguaje del verdeo y de los campesinos, como si pasásemos esta jornada juntos, alrededor del fruto que nos une: su aceituna. Quisiera volver los ojos asombrados, incomodar un rato mi mirada ya urbanita, colgarme el macaco y regresar a Arahal por unas horas.

Arahal

Arahal es un pueblo eminentemente agrícola, de la campiña sevillana, donde hay dos grandes tipos de terreno: olivar y tierra calma. Tierra calma es el terreno que no está destinado a olivos, sino a plantaciones de otro tipo, que pueden ir cambiando cada año: tomates, papas, algodón, por citar algunos cultivos, salvo que se deje la tierra en barbecho, sin cultivar, criando, como diría mi abuelo, malas yerbas.

Si el olivo fuera una persona, diríamos que la infancia del olivo se llama plantón, y cuando va creciendo, es una estaquita o una estaca, con suerte, para el agricultor, cargada de aceitunas de buen calibre, de manzanilla o gordal, que son las que abundan en la zona. Por el Camino amarillo, la vereda de albero paralela a la autovía A-92, en la misma dirección en la que fue Washington Irving camino de La Alhambra, pueden verse plantones delante de la Sierra de Morón, y estacas y olivos centenarios, también por todos los caminos que conducen al pueblo, que son muchos. Arahal es fundamentalmente llano. De hecho, eso es lo que significa campiña: espacio grande de tierra llana labrantía. Aquí no existe la oliva, nadie llama así a la aceituna, que, si me apuran, es acituna o incluso cituna. Con pan con cituna mi abuelo era feliz. Sí que se hace, y se dice, aceite, cuando se dejan las aceitunas para molino. No obstante, Arahal es tierra de aceituna de mesa, la aceituna lista para consumir, la que tomamos como aperitivo en los bares mientras esperamos, o la prieta del desayuno, de la que hablaremos al final. Este pueblo, a unos 40 kilómetros de Sevilla, es el que más aceituna para consumo produce del mundo, aceituna que se recoge del olivo a mano, en la campaña llamada verdeo, a través del sistema conocido como ordeño, por ser similar a la experiencia con una ubre. Ordeñar: coger la aceituna, llevando la mano rodeada al ramo para que este las vaya soltando, dice el diccionario.

El verdeo es la recolección de las aceitunas antes de que maduren para consumirlas tras aderezarlas o encurtirlas, y comienza en septiembre, tras la feria del municipio, que aquí se llama Feria del Verdeo. La feria es la puerta que cierra el verano y abre el campo a los cogeores, aunque el olivo se trabaja durante todo el año: hay que hacerle la limpia, por ejemplo, de la que hablaremos después, o regabinar, arar, en Andalucía, entre líneas.

Pese a que el verdeo es el nombre oficial de la recolección, los jornaleros hablan de la cogía. «Ya está aquí la cogía». Si es verdad que lo primero fue el verbo, puede que la recogida derivara en cogía por coger. Muchos temporeros esperan la cogía en septiembre, van a coger. Y, por tanto, no son cogedores, sino cogeores. Aceitunero es toda persona que coge, acarrea o vende, una palabra no muy común entre estos olivares, donde los árboles se colocan en hiladas, formación en línea, una hilada, y otra hilada, dicho: jilá.

«La tierra los da sin sentirlos y ellos nunca la han traicionado, han puesto sus nervios y su dureza a su servicio». Así habla de los olivos José Antonio Muñoz Rojas en Las cosas del campo. Llegué tarde a este libro, no tarde porque haya un tiempo para llegar a los libros, sino porque llegué pronto a los olivos, «que maldito el caso que hacen del tiempo». El recuerdo vive libre, dice una canción, y podría ser, si yo fuera cogeora ahora, así: madrugada, aún de noche; suenan tractores, llaves, gente que ha quedado en el bar de la esquina para tomarse el primer café y partir al campo «a echar el ratito». Echar el ratito, decimos, entre bromas, pero vamos a trabajar, al campo. Solo que con frecuencia realizamos labores más duras, y en esta, al menos, estamos, casi siempre, de pie. Hay que esperar a que amanezca. Cuando entre el otoño y haga frío, encenderemos una candela, con varetas, secas y caídas, de las que sale el cisco para las enaguas en invierno, y acercaremos nuestras manos, quizá ya con los guantes puestos. Gracias a los guantes, que son finos y baratos, para cambiar cuando se rompan, las manos no se dañarán si el olivo tiene nudos, provocados por la tuberculosis. Y si alrededor de los dedos nos ponemos cinta aislante, la aceituna resbalará mejor. Nos distribuimos en pareja. Ya con los guantes y el macaco (cada uno el suyo). Colocamos el banco. En el diccionario, no aparece con la acepción de escalera de madera que se abre para dos, usada para alcanzar el pimpollo, la parte más alta del olivo. Sin banco, desde el suelo, solo es posible coger las sobaqueras. Sí, sobaqueras, porque está a una altura accesible levantando la mano hacia el cielo y dejando ver, como mucho, el sobaco. Del banco sale también el verbo: banquear. Dos personas somos las responsables de cada banco, y esas dos personas somos, también, el banco: el banco de Rafael y Rosario.

Macacos

Mi abuelo y yo colocamos nuestro banco por la parte del olivo donde llegará antes la luz del sol, para no perder tiempo y comenzar cuanto antes. Lo más difícil, como en todo, es comenzar. Yo subo por una parte del banco, mi abuelo, por la otra. Mi abuelo y yo formamos un espejo donde cada cuerpo va por libre y siempre pendiente de coger (todo lo que hay) en el olivo, que no se quede nada atrás, mientras conversamos, hasta agotar esa bancada, de arriba abajo. Cada vez que movemos el banco, damos una bancada, dicho: bancá. Solo en ese momento paramos de coger, cogemos siempre procurando no arañar el fruto, no dejarle el arañón a la aceituna, mientras nos movemos alrededor, subiendo y bajando. El macaco es el cesto, hecho de empleita, cuelga del cuello de cada uno. Cada cogeor tiene su macaco. Yo tengo el mío, y mi abuelo, el suyo. En los últimos años, dispone también de unas cintas para la espalda, para repartir el peso. Cada vez que se llena, el cogeor baja del banco, vacía en una espuerta y vuelve a subir si la bancada no se ha terminado, si sigue habiendo aceitunas a las que llegar desde esa colocación del banco, antes de moverlo de nuevo, para seguir cogiendo, acabar ese olivo e ir al siguiente. Mañana, si este es nuestro primer día, tendremos agujetas. Nos dolerán las rodillas.

Cada vez que la espuerta está llena (un olivo tiene para llenar varias espuertas), se vacía al remolque del tractor, que será el encargado de llevar las aceitunas al pueblo, conducidas por el manijero, el capataz de la cuadrilla de cogeores. El manijero no tiene por qué ser el mallete, que es el propietario de la tierra, no de una gran extensión. Las tierras se miden por fanegas. Una fanega, en Arahal, equivale a 5813 metros cuadrados.

No sabemos si el macaco tiene algo que ver con el animal. En otras localidades de la zona, sencillamente se le llama cesto o canasto. Igual que es difícil poner puertas al campo, es complicado saber dónde comienza a crearse una palabra, agraria, cómo surge una comparación, quizás, espontánea, como la frase que dice: «Ponte derecha, que parece que tienes el macaco colgao», solo escuchada en Arahal, claro, quizá no en tiempo de verdeo, sino de fiesta, quizá ya lejos del campo, una también se vuelca.

El olivo es un árbol duro, que soporta elevadas temperaturas, en terrenos secos como son estos en su mayoría, y en su mayoría sin sistema de riego, aunque hay algunos con goteo. Se defiende como puede, y precisa de ciertos cuidados para vivir, a cambio de entregar su aceituna cada temporada. Ocurre que a veces los agricultores podan el árbol demasiado, buscando la mejora del fruto, y el olivo crea chupones, que son varetas, ramas que no producen, sino que cubren, crean sombra: lo protegen del sol. La poda se hace tras terminar el verdeo, también conocida como la limpia. A veces, cuando corrijo un texto, imagino que es un olivo y, al recordar el difícil comienzo, pienso y digo en voz alta: «Qué limpito está quedando, veremos el fruto. Seguimos». El talón es el brote vegetativo. Si se dan buenas circunstancias, las yemas se convertirán en botones florales. Esquimo es el nombre de la flor. Hay que cuidar que no se dé la vecería, lo que ocurre cuando un año el olivo ofrece toda su capacidad de fruto y al año siguiente no produce flor. El calibre es la proporción entre el tamaño y el peso de la aceituna, determina cuántas unidades caben en un kilo. Una aceituna puede nacer grande pero hueca, porque no haya llovido lo suficiente para nutrirla.

La gente del campo siempre está pendiente del agua, por su escasez, como en los cuentos de Rulfo. Este también es, con asiduidad, un llano en llamas. Lo sienten los cuerpos. Los cuerpos se agigantan como el olivo cuando están cogiendo las del pimpollo, y se agachan hasta el tamaño de los terrones cuando recogen «las del suelo».

Hay una frase que dice: «Cuando con solano llueve, hasta las piedras se mueven». El solano es el aire malo, el que no es de abajo, que suele ser el fresco, el bueno. «El solano solo tiene voz para sus malas hazañas, la que enhuera la espiga y merma la aceituna», escribe Muñoz Rojas. Lo que se necesita, especialmente en verano, son cuatro golpes de agua, y que la aceituna no se agoste, no se convierta en aceituna agostada, agostá, reseca, inválida, que no se quede muy menuda, «mu menúa», quiero decir. También se le teme a la aceituna perdigón. El perdigón es la cría de la perdiz. Una aceituna perdigón es aquella que no ha alcanzado el calibre suficiente que hace que la aceituna de Arahal tenga la distinción IGP (Indicación Geográfica Protegida). Tampoco se quiere que las espuertas tengan muchos ramones (ramas partidas mientras se coge el fruto) o zafairón, que, aunque sea una palabra preciosa, es una aceituna que no ha alcanzado el tamaño que ha de tener la gordal. La única fea deseada es la prieta: manzanilla muy negra y muy arrugada, porque ha madurado en el olivo. Se conserva en sal un mes, una vez cogida, y después, tras solearse, se aliña con pimiento, ajo, orégano, comino y aceite de oliva, para desayunar o en otros platos. Antes era un residuo; ahora, como ocurre con las cosas que se miran con cuidado, es un producto estrella.

Yo inventaría una palabra, y la masticaría lentamente, cada día, para el sonido que hacen las aceitunas al caer en el macaco, tras ser cogidas por nuestras manos: suenan como la lluvia. Los abuelos mueren, quedan los árboles que plantaron y cuidaron, lo que nos enseñan aún, su trabajo, la cultura del campo.

 

Este artículo de Rosario López es uno de los contenidos del número 13 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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