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Mar Abad

14 Jun 2022
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Firmas

Qué sientes cuando te conviertes en libro

La escritura no se inventó para escribir. La inventaron para hablar y escuchar. En la Sumeria de hace cuatro mil años era imposible capturar, guardar y llevar las voces de un sitio a otro. Las tecnologías que tenían no se lo permitían. Por eso recurrieron a marcar unos signos en tablillas de arcilla en representación del sonido de la voz.

Imaginamos que esa fue su intención porque en aquellos primeros textos, las palabras que usaban para describir lo que hoy entendemos como leer significaban gritar y escuchar. En una tablilla de esta primera civilización dicen: «Te estoy enviando un mensaje muy urgente. Escucha esta tablilla. En caso de ser apropiado, haz que la escuche el rey».

El asiriólogo Dominique Charpin cuenta en su libro Lectura y escritura en Babilonia que esas palabras eran escritas para ser leídas. Por eso las tablillas del pasado podrían recordarnos a los guiones de hoy: escritos para ser hablados. Aunque a veces, rara vez, los sumerios anotaron que aquellas palabras eran para ver, que significaba «leer en silencio».

La historia siguió avanzando con muchas más voces que escritos. Incluso después de la imprenta, ¡cuántos cuentos, cuántas noticias y cotorreos, cuántos mensajes de un reino a otro llegaron de viva voz! ¡Cuántas guerras se han cantado! ¡Cuántos crímenes contados en romances de ciego!

Tablillas, pinturas, tintas… Avanzaban los siglos y no había manera de dar con una tecnología que retuviera la voz. Hasta que llegó el gramófono, la radio y la euforia. ¡Con qué alegría esperaban ese mundo donde las voces ya no venían solo de la corrala, sino del mundo entero! Un artículo de La España moderna publicado en 1905 decía: «Los lectores serán raros, y el número de los oyentes aumentará cada vez más, escuchando desde su casa el diario hablado y el libro hablado. Los estudiantes oirán sus lecciones sin moverse de la cama, y no conocerán ni siquiera de vista a sus profesores. (…) Los libros no se leerán, se escucharán».

Ha pasado un siglo hasta que se puede decir con solidez que los libros se escuchan. El audiolibro, en España, aún es minoritario. Nos falta costumbre. Nos extraña oír una voz pelada y nos cuesta prestar la atención que requiere. Pero cuando das esos dos pasos, el audiolibro te lleva de la llanura del papel al volumen del sonido. La voz eleva un relato a otra dimensión: del 2D al 3D.

Lo he descubierto hace poco. Y ahora ya no solo apilo libros que voy leyendo. También llevo pa’lante audiolibros que me acompañan por la calle, mientras cocino y en todos esos momentos que puedo dar al ¡clic! No se vive igual el libro que entra por los oídos que el que entra por los ojos. Es una experiencia distinta. Quizá nada dispare la imaginación tanto como un texto, pero quizá nada provoque tanta cercanía como la voz.

Esto lo aprendí oyendo, y aún más leyendo. Leyendo en voz alta un audiolibro en un estudio de grabación. Entre esas cuatro paredes, insonorizadas, ya no eres tú. Eres un libro. Y cuanto menos eres tú y más eres el libro, ¡mejor! Es algo parecido al médium: pones tu voz para que suene el autor.

Grabar un audiolibro convierte tu cuerpo en parte del texto. Estás clavado al suelo, o a una silla, porque acercarte y alejarte del micro es como escribir un renglón hacia arriba y otro hacia abajo.

Al leer sientes que las letras tiran de ti y te convierten en lo que ellas dicen. Parece que con sus palos, sus curvas y sus puntos construyen un túnel que te absorbe y no puedes salir de ahí. Tus ojos solo miran la pantalla donde está escrito el texto, y el texto se convierte en tu único mundo.

Una vez allí empiezas a arrancar cada palabra del bajo vientre porque ahí está la solidez de tu voz, y no en la boca ni en la garganta. Y entonces te lanzas al texto y empiezas a surfear, frase tras frase, llevando el relato hasta que acabas derrapando en una quinta subordinada que ya se hizo insoportable o en esa exclamación que no acabaste bien porque se extendió cuatro líneas.

A veces descubres que una articulación de tu cuerpo ha decidido acompañar a un artículo del texto. Puede ser un giro de muñeca que enfatiza a «la más guapa del mundo». O un músculo que empuja a un verbo: un brazo que se echa hacia adelante cuando estás leyendo «¡vamos!». Incluso parece que los gestos de la cara quieren dar forma a las letras para que sean más claras. ¡Gestos! ¡Muchos gestos! Guiños, risillas, la boca torcida…, cualquier mueca que intenta hacer de punto y coma, de emoji o de un fonema más.

A las manos les gustan los verbos. Les encanta moverse para darles fluidez. Para elevar un «sube», descender un «baja», remover el cucharón de un «cocinaba». Las manos empujan, impulsan, frenan.

Locutando descubrí que los libros respiran. Que los espacios entre las palabras están hechos para que corra el aire. Que las comas te ensanchan los pulmones. Y que esa coma entre sujeto y verbo que tanta rabia da es una botella de oxígeno. Está situada en el lugar perfecto para coger aliento; y hasta le acabas cogiendo cariño.

Entiendes que las identidades son también una cuestión de respiración. Los personajes poderosos hablan con los pulmones llenos, con el pecho hacia delante, henchidos y sin temor. En cambio, para hablar desde los personajes viejos o tristes el cuerpo se encoge de forma instintiva. Los pulmones se pliegan para que la voz sea débil, un frágil hilito de vida.

Narrar un audiolibro me recordó el concepto de lectura profunda. Una lectura superficial, por encima, de puntillas es como un vistazo. Te quedas con algunos datos, pero nada más. No te ayuda a relacionar información, ni te hace reflexionar, ni estimula tu creatividad. Para eso hay que leer en profundidad: zambullirte de pies a cabeza en el texto. Y eso me llevó a pensar que lo que sientes cuando lees un audiolibro es una lectura inmersiva. Porque cada uno de tus sentidos están ahí volcados. Tu concentración está entregada. Tu respiración está dirigiendo el ritmo de la locución como el director de orquesta indica «ahora entras tú», «ahora tú paras».

Me acordé también del llamado efecto de interpretación de la palabra, que consiste en hacer el gesto que expresa una palabra o una frase para recordarla mejor. Por ejemplo, atusarte el cabello mientras dices «peinar». Y entonces pensé que el audiolibro que lees con todo tu cuerpo y acompañado de tantos gestos quedará más firme en tu memoria.

Porque no solo lo has leído. Lo has movido. Lo has recorrido. Y, con total sinceridad, podrás decir que lo has vivido.

 

Este artículo de Mar Abad es uno de los contenidos del número 14 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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