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Mar Abad

02 Nov 2022
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Escribir: un afán de eternidad

Era soleada la franja entre el Tigris y el Éufrates. Los campos daban de comer cada vez mejor: trigo, cebada, lechugas. De los animales también sacaban buenos platos: criaban cabras, cerdos, vacas. A los burros y a los bueyes los pusieron a llevar carga de un lado a otro. Y acababan de inventar una tecnología asombrosa: ¡la rueda! ¡Era increíble ver a los militares pasar a esa velocidad en los carros de combate!

En cambio, la vida pasaba sin dejar rastro. El viento borraba los surcos de las ruedas. Del trigo no quedaban ni las miguillas. Del cerdo, ni los despojos. En la Sumeria de hace seis mil años todo era un correr del tiempo fugaz y transitorio. Todo era pasto del olvido hasta que se produjo un destello en la historia del mundo y todos quedaron tan alucinados, tan admirados, como el día que apareció el telégrafo, la radio o internet. Aquel invento fascinante y revolucionario era la escritura.

Era un hallazgo que permitía atrapar, sujetar y perpetuar las palabras. Porque hasta entonces habían sido como el éter: invisibles, vaporosas, pasajeras. Una bocanada al aire que no había por dónde agarrar. Y cuenta el asiriólogo Dominique Charpin, en su libro Lectura y escritura en Babilonia, que llegó de golpe: «de un modo repentino y radical», y en un golpe: «desde el principio estaba formada por un sistema completo».

En relieve

La escritura apareció como una tecnología que desafiaba al tiempo. Era una técnica de permanencia, y al igual que hoy, requería de un utensilio para comunicar y otro utensilio para mostrar (un boli y un papel, un teclado y una pantalla…).

Los lápices de entonces eran cuñas, huesos o estiletes de junco con los que marcaban signos y símbolos en una arcilla blanda, que después ponían a secar bajo ese magnífico sol entre el Tigris y el Éufrates. Y a los estudiosos del siglo XVIII les llamó la atención, porque cuando buscaron un nombre para esta primera escritura, se fijaron en las cuñas (cuneus en latín) y le pusieron cuneiforme.

Los folios de aquel tiempo eran tablillas de arcilla, y por eso los primeros escritos no eran tan planos como los de la pantalla y el papel. Tenían volumen. Al marcar los signos con una cuña surgía un pequeñísimo relieve que les daba luz y les daba sombra. En un paisaje, esas hendiduras en la arcilla serían como valles y montañas, frente a las estepas y llanuras de las letras impresas y en pantallas de hoy.

Las primeras tablillas eran redondas y estaban escritas por los dos lados, como los vinilos, con su cara A y su cara B. Pero no escribían en círculo como los surcos del disco. En cada cara había dos columnas y en cada columna había varias celdas (todo ordenadito en una especie de cajonera) hasta que en el 2300 a. C. la historia dio un giro: dejaron lo circular y optaron por las líneas rectas y el rectángulo.

En esa época empezaron a escribir en horizontal y, casi siempre, en paralelo a la parte más estrecha del rectángulo (igual que usamos hoy los folios). Y en todos los idiomas la escritura avanzaba desde la izquierda hacia la derecha.

Desde el dibujo hacia la letra

Los signos de la escritura cuneiforme fueron cambiando con el tiempo. Los primeros, sobre el 3200 a. C., eran más dibujados. Eran pictogramas. Un pie, una mano, una cabeza, una flecha. Los últimos, fechados en el 75 a. C., se parecían más a una escritura cursiva. Los sumerios habían dejado de copiar la realidad como la veían para representarla con un símbolo. Pero su escritura aún distaba mucho de la sencillez y sofisticación de un alfabeto de veintisiete letras.

Charpin cuenta que el repertorio estándar de signos de un idioma de Sumeria tenía unos seiscientos signos. Y había algo que lo hacía más complejo aún: todo iba apelotonado. No había separación de ideas ni signos de puntuación. No había pausas ni silencios. No había estructura ni jerarquías. El ritmo llegó mucho después.

¿A santo de qué estos simbolicos?

Aquella gente de Babilonia y Mesopotamia tenía los pies muy en la tierra. El afán de atrapar las palabras y que no se las llevara el viento tenía un propósito material.

Los primerísimos trazos, los más rudimentarios, los que aún eran protocuneiformes, hablaban de temas administrativos y comerciales. La misión de esos signos era fijar acuerdos y establecer un orden en las medidas y los pesos de los alimentos. Porque no se anotaba igual el volumen de los cereales que el de los lácteos.

Igual de pragmáticos eran cuando llegó la escritura cuneiforme de rigor. En sus tablillas no hablaban ni de estrellas ni de dioses. No hablaban de ríos ni animales salvajes. No evocaban a las alturas ni a lo espiritual. Las tablas de léxico que han encontrado eran listas de pájaros, peces, maderas, metales, topónimos. Incluso de profesiones, y una de ellas era la de escriba: los que escribían en las tablillas.

La educación de los escribas

Aquellas arcillas cuentan muchas cosas que no están escritas. Los historiadores han observado todos sus detalles para imaginar cómo era la vida alrededor de esas tablillas y lo que creen haber descubierto es que la educación de los escribas era dura y rígida.

Poco espacio había para las licencias creativas. Desde principios del cuarto milenio hasta principios del segundo milenio a. C., los signos eran idénticos y ¡ay del que no copiara con rigor y precisión! Como mínimo se llevaba un palo, porque al mal estudiante lo enmendaban a golpes (¡así de vieja es la pedagogía de «la letra con sangre entra»!).

También creen que había escuelas de escribas porque hay muchas tablillas con textos administrativos, sin nombre ni firma, que parecen ejercicios de colegio, y hay muchas listas de signos que parecen un cuadernillo Rubio ancestral.

Las ansias de poder

Las tablillas ayudaban a ordenar las relaciones de las personas de a pie y ayudaban a glorificar al rey todopoderoso. Los himnos a los reyes vivos, el recuerdo a los reyes muertos… todo sería un suspiro si no quedaba atado a la arcilla y la tierra.

El rey Shulgi era muy consciente de ello y por eso, bajo su mandato de dios omnipotente del 2094 al 2047 a. C., dio un gran impulso al oficio de escribir. Lo sabemos hoy porque hasta eso quedó escrito: las tablillas cuentan que se obcecó en fomentar la escritura.

Los reyes tenían himnos que exaltaban sus grandezas, pero a Shulgi le parecía poco oírlos de viva voz. El monarca, desconfiado de la levedad del habla, dio peso a sus himnos ordenando que los escribieran en cientos de tablillas. Y como él perpetuó en arcilla la memoria de los reyes anteriores, se vio con el derecho de pedir lo mismo para él.

Da vértigo pensar que las personas que vivieron hace seis mil años, esa gente que hoy vemos al «principio de la civilización», tuvieran una conciencia tan clara del pasado y de la historia. Da escalofríos saber que fueron ellos quienes nos dejaron uno de los mejores inventos de la humanidad: la escritura.

 

Este artículo de Mar Abad es uno de los contenidos del número 15 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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