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Mar Abad

15 Jul 2020
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Firmas

Almeriense: el habla efusiva

Pudiera parecer que en Almería las palabras se atropellan, que los almerienses hablan como locos: «¡Venacapacá!». Pero no es así. Se equivoca el que piensa: «Mira qué catetos. Dicen lo mismo tres veces».

No, señor. Lo que pasa es que los almerienses son gente de pasión. Hablan como si se hubieran subido a un tablao y se les llenara la boca de énfasis y las manos de aspavientos. Ponen vehemencia a las frases para que los entiendan bien: «Ven» (dan la orden), «acá» (señalan el lugar), «para acá» (indican la dirección que hay que seguir). Así se aseguran de que si el interpelado no acude, es porque no le da la gana. Porque más claro no se puede decir. En esa chorrera de palabras hay un nivel de precisión casi científica.

Ocurre lo mismo con la expresión ¿queehloqueéh? Los parcos del habla dirían ¿qué es?, pero esa interrogación tan cortica muestra poco interés. A los almerienses les gusta hacer hincapié: «qué eh» (preguntan por algo), «lo que eh» (inciden en ese mismo algo). Pocas dudas pueden quedar ahí.

Ese énfasis es también una forma de cambiar la interrogación por la exclamación. A veces, en vez de curiosidad, anuncia un rapapolvo. El escritor y pedagogo Alfredo Leyva explica esta acepción en su Diccionario del habla almeriense: «Más que una pregunta, es una exclamación inquisitiva. Imagínese la situación: la madre protectora escucha a los chavalicoh peleándose en el patinillo de la casa y sale con las manos en jarra y suelta el típico ¡¿queehloqueéh! Con ello, además de preguntar qué sucede, les predispone para escuchar la reprimenda y posible castigo, es decir, la madre, al pronunciar estas cinco palabras comprimidas en una sola, deja visto para sentencia el más que posible castigo a los niños, aún antes de esperar una explicación».

En pelotón suelen ir las palabras que indican desplazamientos: subeparriba (sube para arriba), bajapabajo (baja para abajo), salpafuera (sal para afuera), tiraparriba (tira para arriba), echapallá (echa para allá). Los almerienses añaden una dirección a los verbos de movimiento como si fuera un sufijo. Por énfasis: subeparriba (¿hacia dónde se puede subir si no?), y por dar la información con exactitud de mapamundi: tirapabajo (ante una escalera, por ejemplo, indica que se baje).

Apiñadas van también las voces que describen a un hombre que va muy rápido. «Va follaícovivo» (follado: muy rápido; -íco: diminutivo; vivo: vigor).

Estas palabras adosadas forman parte de la arquitectura del habla que se dice y se oye cada día en Almería.

¿Por qué se usan estos aglutinados que agolpan varias palabras en una sola, como queehloqueéh?

«Es una retórica de toda Andalucía», indica Alfredo Leyva. Yo creo que es por el clima. Hace muy buen tiempo y vivimos en la calle. Eso hace que tengamos una forma de hablar excesiva.

Es habitual que estos conglomerados de palabras suenen a gritos. «¡Niñoooo, venacapacááá!». La vida en la calle de la que habla Leyva eleva el tono de voz. Los bares, las terrazas de los bares, la playa, los chiringuitos de la playa. El bullicio. Llamar al hijo desde el balcón. Meter una voz al camarero, «¡Jefeee!», para hacerse oír entre la música, las conversaciones y las personas al paso.

Es común que algunas palabras en Almería suenen a esparto. Que parezcan un poco ehpeluhnáh (despeluzadas). Que no tengan remate en una ese o un punto final. Dicen «qué eeeh» y la e se estira, desparramada, hasta que desaparece el sonido. Dicen «A dónde vaaah», con la boca abierta y la a arrastrada hasta que se pierde el aliento.

Estos sonidos reflejan la aridez del suelo, la dureza de las pitas, el acebuche asilvestrado. El habla almeriense destila loh caloreh de esta provincia empachada de sol. Abrir las vocales hasta que el morro alcanza la redondez del círculo es una tecnología, un sistema de ventilación, como el perrillo que saca la lengua en busca de aire fresco. Es el paisaje dibujado en el acento; una forma desértica de pronunciar las palabras.

En las voces reposa la geografía y la historia del lugar. Del levante le llega el influjo murciano; del poniente, el granaíno. Del tiempo del al-Ándalus guarda el almeriense muchos vocablos. Leyva señala algunos: marjal (terreno bajo y pantanoso), fanega (saco grande), alfira (adelfa), merdín (cobarde). De la reconquista retiene esa forma de empequeñecer las cosas con el -ico. Los repobladores trajeron este sufijo desde Castilla, Aragón, Valencia y Murcia. Y bien que arraigó porque Almería, a día de hoy, está llena de bonicos.

Pocos piropos se oyen tanto como este. Aunque también es un halago decir a alguien cachopán (buena persona) o apañaíco (mañoso). Inspira compasión al que llaman pobretico o ajelico (angelico). En la parra andan el almacántaro (alma de cántaro, ‘persona inocente y candorosa’) y el ehnortao (desnortado, ‘desorientado, perdido o despistado’).

El egoísta en Almería tiene un nombre más sombrío: agonioso. «Que lo quiere todo para sí», explica Leyva y da un ejemplo: «¿Egoísta yo? ¡Y una mierda pa mí!». El antipático es un malafollá y un saborío. Al que da respuestas cortantes, al huraño, le dicen: «¡Qué malafollá tienes!».

Al hombre esquelético lo llaman ehpichao; quizá porque parece que está a punto de espicharla (morir). Es ese al que tan bien le vendría apretarse un par de chérigans, «la tapa por antonomasia de la ciudad de Almería». Cuenta Leyva que el nombre nació en los años sesenta. En el Café Colón había un chef al que llamaban sheriff. El cocinero servía unas tostadas finas y alargadas, untadas con alioli, y unas lonchas de jamón y queso o un poco de atún encima. Estas tapas eran las pistolas del sheriff, «the Sheriff guns», las chérigans.

Es costumbre en Almería tomar un licorcico después de ir de tapas y antes de recogerse (volver a casa). Junto a la Puerta Purchena, en lo alto del Paseo, hay un lugar que parece sacado de una película italiana de los años cincuenta. En el Kiosco Amalia, con barras a los dos lados, y por delante y por detrás, el americano deja de ser un café largo, un aguachirri (algo aguado), y se convierte en un licor rosa. Esta bebida, en vaso corto, lleva leche caliente, nuez de cola, canela y una rodaja de limón. Huele a dulce. A exquisitez. Suelta un aroma delicioso que solo puede romper la voz que prorrumpe: «¡Cucha qué guarro, ese tío se ha tirao un peo!».

 

Este artículo de Mar Abad es uno de los contenidos del número 7 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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