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Mar Abad

02 Ene 2023
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Firmas

Me estoy reconciliando con mis agudos

Hace años oí algo que me dejó boquiabierta. ¡No nos libramos de los estereotipos de género ni en las voces que nos gustan y nos disgustan! Hasta ahí resuenan los clichés de qué es ser hombre y qué es ser mujer. Hasta en los graves y en los agudos. Hasta en el timbre de la voz. 

El asunto fue muy sonado cuando llegaron los asistentes virtuales de voz: OK Google, Siri, Alexa, Waze… Lo habitual era escuchar una voz de mujer y pronto algunos se preguntaron por qué. ¡Ajá! Porque el chatbot hacía el papel de azafata, de telefonista, de secretaria. Tenía el rol de ayudante, de apoyo, de auxiliar. La voz de las mujeres era la voz de los cuidados, con sus agudos y sus notas altas. Y en la otra cara estaban las voces masculinas. Eran las voces de las noticias, de los estadistas… con sus graves y sus notas bajas. 

Pero lo que me dejó muda fue que la mayoría de las personas asocian las voces graves a la credibilidad y la veracidad. La voz de los hombres es la voz de la seguridad. 

Todas las investigaciones que leía decían que nos creemos más la voz grave de un hombre que la aguda de una mujer. Así, con esos matices. Porque la voz aguda en un hombre tampoco se toma muy en serio, y la voz muy grave en una mujer se mira con sospecha.

Entonces me pregunté si yo también escuchaba con esos prejuicios y me di cuenta de que sí. Absolutamente. No me gustaban las voces agudas. Prefería la voz profunda de locutor de documental de La 2. ¡Lo que mi cultura me había enseñado! 

Hasta ese momento creía que mis gustos eran una cosa personal. Pensaba que preferir una voz u otra tenía que ver con el sonido, con el tono y el timbre. Pero a partir de ese momento me di cuenta de que tenemos un resorte mental que salta cuando escuchamos una voz muy aguda de mujer. ¡Nos molesta! ¡O la hacemos circo y caricatura! (ahí tenemos a Gracita Morales).

Es cierto que una voz grave arropa más que una voz aguda. Es más cálida (los agudos son fríos); envuelve más (los agudos pueden llegar a pinchar). Pero seríamos ciegos si justificáramos nuestras preferencias solo por los temas acústicos; la realidad es que escuchamos bajo el ruido de nuestros prejuicios ideológicos.

Siempre me han fascinado las voces andróginas. Esas voces con destellos femeninos, masculinos e intermedios. Esas voces que se escurren de las clasificaciones fáciles (la autoridad de la voz del padre y el consuelo de la voz de la madre). La actriz y periodista Ana Alonso de Blas tiene una voz así. Indómita y poderosa. Es un hablar que llena los espacios con imperio y a la vez tiene chispazos delicados. En el lenguaje del café, su voz tendría matices achocolatados, notas a almendra y un sabor amargo a madera. 

Tanto me gustaba la voz de Ana que la quería para mí. Me sentía muy bien cuando aparecían mis graves; cuando llevaba mi voz al pecho y la hacía descender hasta darle la firmeza del suelo. Lo que no sabía era el verdadero motivo por el que quería hablar así y era porque a esas voces no le arrojan la fragilidad, la debilidad y esa sarta de etiquetas que te echan encima por ser mujer. Nadie espera de esas voces que te preparen el cocido ni te doblen los calcetines. Son voces en tierra de nadie.

Me gustaba tanto ese tipo de voz que me impedía escuchar con claridad la mía. Siempre me oí llena de agudos hasta que un día una experta me dijo que, en realidad, mi voz tenía muchos graves. Yo jamás lo había pensado y me temo que había dos motivos. Uno es fisiológico y otro es ideológico.

El fisiológico tiene que ver con las cajas de resonancia de nuestro cuerpo. La voz de otras personas nos llega por el aire, pero la nuestra viene de los adentros y no la escuchamos limpia. La oímos con las vibraciones que produce al chocar con nuestros huesos del cráneo. 

El ideológico me hacía buscar mis graves desesperadamente y rechazar cualquier nota aguda. «¡Quiero una voz andrógina!». Y en ese deseo estaba reproduciendo otra vez lo que mi cultura me había enseñado. 

Resulta que desde finales del siglo xx las mujeres hemos ido dando un tono más grave a nuestra voz por pura inteligencia adaptativa. Nuestras abuelas trabajaban en su casa y a lo sumo eran maestras, matronas, costureras. Eran las que arropaban a la familia a la hora de ir a dormir. Eran las sumisas y las sometidas. Eran las que hablaban con la voz aguda frente a la gravedad del hombre que ponía la autoridad en el trabajo y la dirección del hogar. 

Pero en el momento en que las mujeres nos incorporamos de forma masiva al mercado laboral, entramos en la política y nos sentamos en los puestos de decisión tuvimos que modular la voz. Tuvimos que sacar los graves y ponerlos sobre la mesa. Y está medido: un estudio de la Universidad de Australia del Sur cifró que la frecuencia fundamental de la voz de las mujeres ha descendido 23 hercios (Hz) en las últimas cinco décadas.

Hay un ejemplo muy sonado: el de Margaret Thatcher. La exprimera ministra del Reino Unido contrató a un entrenador de voz para que le apagara los agudos y potenciara sus graves. Thatcher llegó a bajarla en casi 60 Hz. En esa ecualización perdió algunos brillos pero ganó autoridad. Porque las voces de la autoridad son las graves. Y también son las defensivas. Lo hacemos todos los primates: cuando nos ponemos en guardia, sacamos los registros más bajos.

En mis ansias de «¡Quiero una voz andrógina!», empecé a probar nuevos tonos y llegó un momento en que di con la voz más grave con la que jamás me había escuchado. Me encantó el registro. Era poderoso y daba una oscuridad y una retranca vodevilesca a las escenas. Pero a la vez perdía centelleos. Perdía la ternura, el terciopelo y la zalamería. Eso que en el lenguaje del café serían matices afrutados, notas a melocotón y un sabor dulce. Lo que he oído llamar «voz de azúcar».

Me di cuenta de que ahogar los agudos es censurar una parte de ti. Es limitar el rango emocional y expresivo de los personajes que haces. Es quitar brillo a las escenas y moverte en una gama de tonos estrechísima solo porque has comprado las etiquetas de un viejo mundo que no me interesa nada.

Estaba renunciando a una ventaja de la voz de las mujeres: tener una gama de tonos más amplia. Más subidas y más bajadas. Renunciaba a la musicalidad que lleva del amor a los sustos, ¡a la nostalgia, a la alegría!, con todos sus matices y expresividad.

Me está llevando mucho trabajo reconciliarme con mis agudos. Pero al fin me he negado a seguir perpetuando que lo agudo es lo frágil, lo inseguro y lo molesto. Miro a las mujeres de mi alrededor y no es así. Incluso… ¡en la cultura pop! ¿O acaso era endeble Sor Citröen?

 

Este artículo de Mar Abad es uno de los contenidos del número 16 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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