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Óscar Esquivias

10 Mar 2021
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Firmas

Primeras y últimas palabras

Todos venimos al mundo llorando (algunos mordiendo, como Ricardo III, que, según Shakespeare, nació ya con dientes) y al cabo de los meses empezamos a pronunciar nuestras primeras sílabas («gu-gu», «ta-ta», «a-jo»), pero quizá sea «mamá» (o «mama») la primera palabra a la que dotamos de significado. Para el humanista Francisco del Rosal, parece tratarse de una sinécdoque usada por el bebé (tan pequeño y ya tan involuntariamente retórico) para reclamar el alimento, porque en su diccionario etimológico (c. 1610) afirma: Mama dice el niño a la madre o a la teta, como si fueran todo uno. «Mamá», por cierto, tuvo pronunciación llana en castellano hasta el siglo XVIII, cuando por influencia del francés (de moda entonces, entre otras razones, por la llegada al trono de la dinastía borbónica) se empezó a extender la forma aguda, que a las clases altas les debía de parecer más distinguida. A mediados del siglo XIX, en su Diccionario de galicismos, Rafael María Baralt afirmaba: «Hoy mismo, «papá» y «mamá» son voces no conocidas del pueblo, el cual dice siempre, «señor padre», «señora madre», o simplemente «padre», «madre». Este uso popular (hoy minoritario) perdura aún, al menos, en Castilla. Mi madre no llamaba a la suya «mamá» (forma que le habría parecido hasta irrespetuosa), sino que seguía el mismo uso descrito por Baralt.

Por supuesto, son los padres los que enseñan las palabras a sus hijos y les inculcan su significado. Si nadie influyera en los niños, ¿serían capaces de inventar un idioma propio? ¿O hablarían espontáneamente alguna lengua ya existente? Esto último es lo que creía el faraón Psamético I, según cuenta en un célebre texto Heródoto (autor al que, según Joan Perucho, los historiadores nunca contradicen). Psamético pensaba que, además, ese idioma tendría que ser por fuerza el primigenio, así que encargó a un pastor mudo la crianza de dos niños recién nacidos para descubrirlo. Cuando uno de ellos alcanzó la edad precisa, lo primero que dijo no fue «mamá», sino algo inesperado: «becós», que significa «pan de trigo» en frigio, lengua que quedó así acreditada para el faraón como la más antigua de la humanidad. En los evangelios no se menciona cuál fue la primera palabra que dijo el niño Jesús, pero habría tenido mucho valor simbólico que fuera también «pan» y, dado que su infancia transcurrió en Egipto, podría haberla pronunciado en el idioma del país, lo que habría puesto muy contento a Psamético (¡cómo no acordarse aquí de Berceo, quien llamó a María «Madre del pan de trigo» en un verso que le gustaba mucho a Jorge Guillén!).

Si en Egipto a los niños les da por el pan, en otros lugares invierten sus primeros esfuerzos lingüísticos en pedir de beber. Mi sobrinito Etién, en cuanto rompió a hablar, antes de decir «mamá» o «pan», reclamó «agua» a voz en grito: «¡Aguaaaa!», casi con desesperación, como si un faraón le hubiera abandonado en el desierto para hacer experimentos filológicos.

Es muy poético pensar que los alimentos más sencillos, la leche, el pan o el agua, motivan las primeras palabras conscientes. Quién sabe si, tras la muerte, no seguiremos recordando su sabor o frescor y echándolos de menos. Rilke aseguró en un precioso poema que no debemos acostarnos dejando pan o leche sobre la mesa, porque estos alimentos convocan a los muertos. Algunos moribundos sienten el deseo de nombrar y saborear sus alimentos favoritos, como los niños que empiezan a hablar. El frailecillo Juan de la Cruz, muy enfermo, cuando iba camino del convento de Úbeda, sentía repugnancia por cualquier comida salvo por los espárragos, en los que parecía encontrar lo más delicioso de una vida que se le escapaba ya del cuerpo. Kant tomó un sorbo de vino azucarado antes de pronunciar su famosa última frase: «Es ist gut» (se suele traducir como «Está bien», aunque quizá sería mejor «Está rico»). Así es como abandonó el mundo de los vivos, con ese dulzor del vino en los labios, igual que Chéjov con el del champán y José Luis Sampedro con el del Campari. Según muchos mitos de la Antigüedad, desde Japón a Grecia, también hay alimentos en el país de los muertos, pero tomarlos tiene consecuencias irreversibles. En La montaña mágica, Settembrini le recuerda a Castorp que «los habitantes de los infiernos saben que quien come del fruto de su reino queda presa de su hechizo para siempre». Dante tuvo la precaución de no tomar bocado ni beber en ningún momento de su viaje por el Más Allá y gracias a eso (creo yo) pudo volver y escribir la Divina comedia.

Las palabras con las que despedimos al mundo son, naturalmente, mucho más variadas que las que empleamos para saludarlo, entre otras cosas porque tenemos más conocimientos y tiempo para prepararlas (aunque ya sabemos que la muerte nos puede asaltar de manera inesperada y poner el punto final a nuestra vida en el momento más inoportuno). Un personaje de Paz en la guerra de Unamuno pedía a Dios morir tras una enfermedad de ocho días, que eran los que calculaba que necesitaría para dejar ordenados todos sus asuntos. Antiguamente en España (y en todo Occidente; el historiador Philippe Ariès lo estudió muy bien) era frecuente morir en casa, a menudo en la propia cama donde se había nacido, rodeado de gente que seguía la agonía y los ritos religiosos. Era muy común que la última frase fuera una jaculatoria, pero también había quien reservaba el postrer aliento para una sentencia rotunda y memorable, a modo de epitafio marmóreo, y esto acabó constituyendo una especie de género literario. A mí me asombra que los moribundos calcularan tan bien su óbito. Quizá, si la muerte no se producía cuando esperaban, permanecían mordiéndose la lengua el tiempo necesario para no arruinar el efecto de sus últimas palabras. Otros, menos solemnes, se acordaban de las personas más queridas. El compositor César Franck exclamó en su lecho de muerte: «¡Mis hijos, mis pobres hijos!». Algo similar alcanzó a decir Charles Péguy («¡Dios mío, mis hijos!») tras recibir un balazo en 1914, en el frente del Marne. Su mujer estaba embarazada y el mayor de sus tres hijos tenía solo dieciséis años.

Poco mayores de esta edad eran los pilotos japoneses que unas décadas después, en la siguiente Guerra Mundial, participaron en las misiones suicidas. Me impresionó leer en el libro Haikus de guerra (traducido al español por Elena Gallego y Seiko Ota, Hiperión, 2016) las edades de los kamikazes seleccionados en esta antología poética, todos entre los 21 y los 23 años. Algunos de estos pilotos escribieron en sus cartas de despedida que su último pensamiento antes de estrellarse lo dedicarían a sus madres. Como en un círculo perfecto (y dramático), quizá cerraron sus vidas con la primera palabra de su infancia: «Mamá».

 

Este artículo de Óscar Esquivias es uno de los contenidos del número 9 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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