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Óscar Esquivias

10 Ene 2022
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Firmas

Bonitas y feas

De vez en cuando me preguntan, sobre todo periodistas y lectores, cuál es mi palabra favorita. Hay, incluso, quien precisa más y quiere saber cuál es la palabra «más bonita del idioma español», como si tal cosa pudiera determinarse. Yo, cuando oigo esto, me imagino a las pobres palabras desfilando en bañador por una pasarela mientras un jurado toma notas para ver a quién le entrega la banda, la corona y el ramo de flores.

Siempre estoy tentado de contestar que no hay palabras bonitas o feas, sino, quizá, oportunas o inoportunas, que todo depende del contexto y de la gracia del hablante o el escritor al emplearlas, pero sé que esto no es del todo cierto: cada uno de nosotros siente predilección por ciertas palabras que nos resultan especialmente hermosas, bien por su sonoridad, su significado o su poder evocador. Y, por el contrario, hay otras que evitamos porque nos parecen feas, desagradables o incómodas. Nuestra relación con los idiomas (sobre todo con el materno) no es meramente práctica, sino también emocional y estética, aunque no siempre seamos conscientes de ello. Este vínculo afectivo tiene multitud de consecuencias, a veces incluso en campos tan aparentemente neutros o convencionales como la ortografía. Es llamativo que los cambios propuestos por la Real Academia suelan suscitar más polémica que las modificaciones del Código Penal, y no tanto porque se discuta su utilidad, sino por la simple resistencia a alterar la grafía que aprendimos de niños. Yo he visto a gente prudente y circunspecta perder los papeles y reclamar a gritos la tilde del adverbio «solo» o del sustantivo «guion», como si al perder la virgulilla les quitáramos la hoja de parra y dejáramos sus vergüenzas al aire.

He comprobado que quien me pregunta por la palabra más bonita es muy frecuente que tenga muy pensada la suya y lo que busca, en realidad, es reafirmar su escalafón de la hermosura léxica. Suelen aparecer en el podio términos como «madre», «libertad», «paz» y algún casticismo que solo se dice en el pueblo de quien habla (y a menudo, oh fatalidad, no figura en el diccionario).

La primera vez que un periodista me pidió mis palabras favoritas (en plural, porque quería tres: la reina y sus damas de honor) fue en 2001, cuando se celebró el II Congreso Internacional de la Lengua Española en Valladolid. Dije entonces «almohada», «agua» y «sombra» como podría haber mencionado cualesquiera otras, porque cuando me entrevistan me atolondro y respondo lo primero que me pasa por la cabeza. Luego he repetido esta tríada en ocasiones similares, ya por pura comodidad y por dar impresión de coherencia. Pero me encanta hacer listas y poco a poco he ido apuntando otras palabras que me resultan simpáticas, como «piripi», «alboroto», «saltimbanqui», «mendrugo», «zoquete», «coco», «alfiler», «lagartija», «hipopótamo», «cocodrilo», «pintamonas», «electrocutar», «majareta», «descalabrar», «temblor», «estrafalario», «trotamundos», «cucurucho» o «relampaguear». Cuando las pronuncio, no sé por qué, me pongo contento.

Y luego están las palabras por las que siento ojeriza. Confieso aquí algunas de ellas con toda humildad, sin pretender presumir de mis manías ni, mucho menos, extenderlas a los lectores de este artículo; además, soy consciente de que uno siempre puede cambiar de opinión. Rafael Alberti detalla en el primer libro de La arboleda perdida (sus memorias de 1902 a 1917) algunas de sus palabras preferidas («picaruelo», «badulaque», «mentecato», «cáspita») y, cuando menciona las que odia, afirma:

Desde muy joven, arranca en mí una especial antipatía y rigurosa aversión hacia el sustantivo «voluptuosidad» y, sobre todo, hacia su forma adjetiva: «voluptuoso». ¡Horror! Se me llena la boca de saliva, se me encogen las uñas del pie izquierdo cada vez que lo escucho o lo veo escrito. ¡Voluptuoso!

Sin embargo, en el segundo libro de la misma obra (donde recoge sus recuerdos entre 1917 y 1931), el poeta elogia sin rubor (y supongo que sin sufrir encogimiento de uñas) la «voluptuosa gitanería» del pintor Romero de Torres. El gran Alberti parece que superó su «rigurosa aversión» y así nos pone en el buen camino para que nosotros también podamos rehabilitarnos de nuestras fobias.

En mi caso, me parecen muy feos casi todos los anglicismos crudos que se han ido colando en nuestro idioma, sobre todo cuando han entrado a empujones y han desplazado a otras palabras que cumplían tan ricamente su función (así, «crowdfunding», que ha desalojado a «colecta» o «cuestación») o las que, taimadamente, pretenden dar apariencia honorable a situaciones abusivas o precarias (como «overbooking», «coworking» o «coliving», eufemismos de «sobreventa» o «compartir oficina o piso»).

Otras palabras, más que feas, me resultan antipáticas en alguna de sus acepciones. Me sucede con «alameda», por ejemplo. «¿Pero qué problema hay con esa palabra tan eufónica?», se preguntarán ustedes. Pues ninguno cuando se refiere a un paseo de álamos, pero me resulta extrañísima referida a otros árboles. Cuando de jovencito leí Señas de identidad de Juan Goytisolo, me sorprendió que el autor hablara de «una amplia alameda de castaños de Indias»; para mí, esto resulta tan desconcertante como una «rosaleda de claveles» o un «palmeral de ciruelos». Y por más que explique el diccionario que una alameda puede estar compuesta por cualquier clase de árboles, no termino de acostumbrarme (esto no impide que Señas de identidad sea una de mis novelas favoritas).

Otras acepciones que tengo desterradas de mi vocabulario son «restaurador» o «restauración» para hablar de un hostelero y su negocio, o «curador» para denominar al comisario de una exposición (o «curaduría» o «curar» para referirse a su trabajo). Me dan dentera expresiones supuestamente ingeniosas como «sí o sí» («¡esto se hace sí o sí!», oigo a menudo), o «no, lo siguiente», que se usa para intensificar el adjetivo antepuesto («malo no, lo siguiente»). También me desagradan «no es mi culpa» (por «no es culpa mía»), «posicionar» (en cualquiera de sus usos), «líquido elemento» (por agua), «caldo» (por vino), «lanzar un libro» (por publicarlo o darlo a conocer), «consumir cultura»… pero es mejor que me detenga, porque seguro que muchos de ustedes usan algunas de estas palabras y expresiones y ya se están empezando a enfadar conmigo. En cualquier caso, si alguien las dice con mucho encanto y voluptuosa gitanería, estoy dispuesto a retractarme y a cambiar mi voto en este festival de la belleza, porque a menudo las palabras nos gustan no tanto por sí mismas, sino según qué labios las pronuncian y, como nos han enseñado los poetas, el amor todo lo puede.

 

Este artículo de Óscar Esquivias es uno de los contenidos del número 12 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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