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Óscar Esquivias

07 Abr 2022
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Firmas

Más majos que las pesetas

Que el dinero no nace de los árboles es algo que yo tengo muy claro desde niño. Mi madre lo repetía a menudo, casi como una consigna, para indicar cuánto esfuerzo costaba conseguirlo. Mis padres estaban siempre pluriempleados: ella, además de criarnos a mí y a mis hermanas y de «llevar la casa», cosía guantes para una peletería y limpiaba casas particulares; mi padre trabajaba como escayolista, empapelador y pintor «de brocha gorda» (así se presentaba, para que no hubiera dudas). Ambos recibían el pago por sus trabajos en efectivo, billete sobre billete, a veces con el añadido de unas moneditas (yo recuerdo la ventanilla de la fábrica de guantes, la fila de costureras, muchas con sus niños pequeños en los brazos, la seriedad del empleado al contar escrupulosamente cada peseta). Mi padre, el día de cobro, guardaba el dinero en un sobre de estraza que escondía en el calcetín y así, con el dinero en un pie, cruzaba media ciudad, llegaba a casa y se lo daba a mi madre, que era quien lo administraba. Que el dinero saliera de los calcetines a mí me parecía al principio cosa de magia y lo relacionaba con la querencia de los Reyes Magos por dejar sus regalos allí o en los zapatos, convertidos estos en cornucopias caseras. También me parecía muy misterioso que el valor del dinero pudiera esfumarse como por ensalmo: un misionero de mi pueblo volvía de África cada dos o tres años y nos regalaba a los niños billetes con cifras de muchos ceros que, sin embargo (según él), ya no valían nada. A la manera calderoniana, uno podía acostarse inmensamente rico y, al día siguiente, por la inflación, la quiebra del banco central o algún revés financiero, encontrarse con que los billetes tenían el mismo valor que los del Monopoly, los petromortadelos o los envoltorios de las monedas de chocolate.

El dinero ha sido siempre una fuente léxica riquísima y ha avivado el ingenio popular para los modismos y las denominaciones ocurrentes. De las frases que decía mi madre, recuerdo especialmente dos que me hacían mucha gracia. Una, con la que rechazaba mis peticiones de propinas para mis caprichos, era: «¿Pero es que te crees que soy el Banco Chepa?». Los nombres de los bancos que yo conocía de niño solían ser solemnes: «Banco Atlántico», «Banco Hispano Americano», «Caja de Ahorros del Círculo Católico de Obreros», «Caja de Ahorros Municipal». Tenían estos establecimientos fachadas de mármol, ceniceros grandes como rosetones y empleados severos. Pero, ¿dónde estaban las oficinas del «Banco Chepa»? ¿Tendría que ver este nombre con la superstición de frotar los billetes de lotería en la joroba de alguien, como si la prominencia anatómica fuera el imán de la buena suerte? Quizá, en origen, era una alusión antisemita, un resto folclórico que ha perdurado en el lenguaje popular de las caricaturas de usureros como personajes torvos, casi contrahechos, que por la noche contaban sus ganancias y levantaban pilas de monedas en un tabuco miserable. No sé si será así, pero el caso es que mi madre invocaba a menudo a ese pródigo Banco Chepa que, por lo visto, no le negaba el dinero a nadie.

Ella también decía, refiriéndose a alguien acaudalado (al dueño de la fábrica de guantes, por ejemplo): «Ese es más rico que Rochín». Había Rochines derrochones y otros, por el contrario, peseteros (de la «cofradía de la Virgen del Puño»), que parecían empeñados en llevarse sus ahorros a la tumba y convertirse en «los más ricos del cementerio». Porque ella, que «miraba la peseta» y se preciaba de «hacer economías» y de ser muy ahorradora, consideraba también que el dinero había que saber gastarlo y que quienes eran unos «husmias» (palabra muy suya) y lo acumulaban en el banco, sin disfrutarlo y sin aliviar las penurias de sus allegados, se equivocaban gravemente. El dinero hay que emplearlo y repartirlo en vida, y no dejarlo en herencia, cuando quienes lo reciben quizá ya no lo necesitan. Esta es la teoría económica que mi madre habría inculcado a los Rochines del mundo. Por cierto, yo tardé en darme cuenta de que «Rochín» era, seguramente, la pronunciación castiza del apellido Rothschild, igual que en el siglo XVI llamaron Fúcares a los Fugger, los prestamistas de Carlos I. De niño yo me imaginaba que el tan mentado Rochín era el fundador del Banco Chepa y se bañaba en un mar de monedas de oro, como el Tío Gilito en las historietas del pato Donald.

Estos recuerdos me han venido a la cabeza al saber que, desde finales de junio de 2021, el Banco de España ya no cambia las pesetas y, por tanto, la antigua divisa ha perdido su valor oficial. He pensado que, con ella, quizá mueran también las palabras y expresiones que aluden directamente a su nombre, como las citadas «mirar la peseta» (que quizá podría adaptarse a «mirar el euro») o «pesetero» («eurero» suena raro, pero todo es acostumbrarse; también podríamos crear neologismos con otras divisas, como «dolarero», «libraesterlinero» o «francosuicero», porque no solo los que usan pesetas van a ser roñosos, digo yo). La expresión «mirar la peseta» (esto es, «sopesar cuidadosamente los gastos») tenía además en mi casa un uso casi literal, no porque nos detuviéramos a contemplar el dinero, sino porque mi madre guardaba los billetes y la cartilla del banco en la cuna de un niño Jesús de escayola que tenía en su dormitorio. En Navidades, colocaba a ese Jesusito en el salón y, con él, tapados por el colchoncito de armiño, nuestros humildes caudales, y cantábamos villancicos ante la imagen. Así que, al contemplar al Niño, de algún modo también estábamos «mirando la peseta».

El diccionario de la Real Academia recoge otras expresiones coloquiales que yo no he oído nunca, como «cambiar la peseta» (que significa «vomitar por estar mareado o borracho») y «hacer la peseta» (que define como «dar un corte de mangas»). No aparece, sin embargo, la frase «ser más majo que las pesetas», ponderación que mi madre dedicaba a las personas generosas, guapas y alegres, cuya compañía celebraba porque traían consigo la felicidad (que es lo que suele suceder cuando entra el dinero en el bolsillo de quien lo necesita).

Aunque la peseta haya desaparecido de la circulación, pienso seguir empleando estas expresiones llenas de encanto y simpatía, virtudes que también tiene el viejo brindis «¡Salud y pesetas!» con el que aquí me despido, queridos lectores (también les deseo un poco de amor, que nunca sobra).

 

Este artículo de Óscar Esquivias es uno de los contenidos del número 13 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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