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Óscar Esquivias

21 Oct 2021
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Firmas

Los mil rostros de las cosas

Hace poco leí Montes de Oca, el estupendo episodio nacional de Galdós. En él se cuenta cómo, en un momento dado, el protagonista empieza a ver caras en los objetos más cotidianos: las ventanas parece que le sonríen, los postes le fruncen el ceño y en un plato roto descubre el perfil de un rostro burlón. Hoy diríamos que todo esto son pareidolias.

La palabra «pareidolia» tiene una poderosa sonoridad helénica (está formada por «para», «semejante a», y «eidōlon», «imagen») y, por tanto, su origen podría parecer muy antiguo, pero no es así. Le sucede como a «homosexualidad»: ambos son términos creados en la segunda mitad del siglo XIX en ámbitos psiquiátricos alemanes y con significados, en aquel momento, patológicos (en el caso de la pareidolia, designaba cierto tipo de ilusiones ópticas o alucinaciones). «Pareidolia» ha tardado en popularizarse y en abandonar el ámbito clínico, pero ahora se usa mucho en internet (sobre todo en Instagram) para designar las diversas imágenes que, como el personaje galdosiano, a veces percibimos en la vida cotidiana y nos hacen sentirnos dentro de un cuento de Andersen o una película de Disney, pues parece que los objetos que nos rodean están animados, nos sonríen, parpadean, gesticulan y en cualquier momento hasta podrían ponerse a cantar. Una manifestación típica de la pareidolia es que veamos un rostro en un enchufe, la fachada de una casa, un pimiento partido por la mitad, una prenda de vestir arrugada, unas tijeras, una lata abollada o en cualquier otra cosa. El mecanismo mental es similar al que se da cuando jugamos a descubrir formas en las nubes y es también el que hace que algunas personas sugestionables y piadosas vean el rostro de Jesús o la silueta de la Virgen en una mancha de la pared o una gotera: nuestra percepción capta muy bien ciertos patrones y a veces, como en un golpe de intuición, es capaz de completar mentalmente una imagen a partir de unos pocos detalles.

La pareidolia, tal y como se presenta en internet, tiene casi siempre connotaciones divertidas: no es una alucinación quijotesca que nos haga perder el sentido de la realidad y nos lleve a descalabrarnos contra molinos de viento. Tampoco son imágenes que produzcan angustia, sino todo lo contrario: tienen mucho de hallazgo poético y de juego de ingenio visual. Yo animo a los lectores a entrar en Instagram y buscar la etiqueta #pareidolia. Allí van a encontrar una fascinante colección de fotos aportadas por personas de todo el mundo (también pueden buscar #veocaras o #iseefaces).

Por lo que he averiguado, el ejemplo más antiguo de uso de la palabra «pareidolia» en español se remonta a 1940. Apareció el 20 de marzo de ese año en las páginas del periódico soriano El avisador numantino. Allí, el psiquiatra Francisco Javier Echalecu y Canino (un personaje digno de una novela, por cierto) advierte a las mujeres sobre las terribles consecuencias del vicio de fumar y, con una retórica tenoria y unas ideas muy de la época, escribe este parrafito que, de momento, es la partida de nacimiento de «pareidolia» en nuestro idioma:

«Yo siento, amable lectora, haberte descubierto que este feble y elegante cigarrillo de tabaco rubio, con su boquilla dorada o azul, cuyas tenues volutas de humo gris han dibujado más de una vez la pareidolia de una bella ilusión, o han calmado la impaciencia de la espera en el silencio de un perfumado rincón, sea el veneno que va intoxicando la bella estatua de tu cuerpo, y que no puede revelártelo el espejo, ínfimo confidente al que interrogarás ávida, con la mirada inquietante, donde brillará la duda que te inspira esto que escribo yo».

Seguro que las amables, bellas, esculturales e intoxicadas lectoras de El avisador numantino entendieron muy bien la palabra en su contexto, pero no habrían podido encontrarla en los diccionarios de la época. Hoy el término aparece en la Wikipedia, con artículos en más de cuarenta idiomas, incluido el castellano, pero sigue faltando en el diccionario académico y en otros repertorios impresos.

He tenido que dar un salto grande en el tiempo, hasta 1993, para encontrar la siguiente referencia escrita de «pareidolia» en español. De nuevo la escribe un médico (y luego académico de la RAE), Carlos Castilla del Pino, en el libro Introducción a la psiquiatría, donde cita la pareidolia como uno de los fenómenos psicopatológicos de la percepción. A partir de ahí, poco a poco el término se fue popularizando y fue también perdiendo dramatismo. La base de datos más reciente de la Real Academia, el CORPES, registra doce ejemplos de uso entre 2004 y 2019, situados en Venezuela, España, México, Argentina y Cuba, y en internet se pueden encontrar muchos más. Como en tantos otros casos, este uso creciente se debe a la influencia del idioma inglés, y así se ha extendido por todo el mundo.

Lo cierto es que, aunque ahora esté más de moda que nunca, la pareidolia es un fenómeno que ha acompañado siempre a la humanidad, y quizá nació por la necesidad de distinguir a los depredadores escondidos entre la vegetación (de hecho, hay especialistas que hablan de ella como una ventaja evolutiva que poseen ciertos individuos). En el yacimiento surafricano de Makapansgat apareció un guijarro cuyo relieve recuerda a un rostro. No está tallado, es una simple piedra con rugosidades y huecos naturales, pero fue recogido por un homínido al que quizá le llamó la atención y le hizo gracia («hacer gracia» no sé si es una expresión que usen mucho los paleontólogos, pero creo que fue lo que sucedió). Se considera que este guijarro de Makapansgat es el primer testimonio de sensibilidad estética de un homínido y quizá el primer objeto con valor artístico: es de suponer que su propietario conservó la piedra por el placer de contemplarla, no porque le fuera útil. Y yo me imagino que el primer dueño de este guijarro fue un niño, porque durante la infancia se tiene una sensibilidad especial para hacer de cualquier cosa un juguete (y un amigo), o para ver ojos en la luna y sonrisas en las piedras.

La pareidolia, por tanto, ya estaba presente como fuerza humanizadora en los albores de la existencia, y hoy nos sigue iluminando. Gracias a ella los adultos conservamos el espíritu infantil y juguetón de descubrir greguerías plásticas y poemas visuales en las cosas más variopintas, corrientes y humildes. Así que ojalá se extienda su aprecio y nos volvamos todos más niños, más sensibles y más poetas.

 

Este artículo de Óscar Esquivias es uno de los contenidos del número 11 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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