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Óscar Esquivias

03 Jun 2021
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Firmas

Lo que callan las canciones

Es muy posible que la humanidad haya cantado desde siempre, incluso antes de que pudiéramos comunicarnos a través de las palabras. Me gusta imaginar que nuestros primeros maestros de canto fueron los pájaros (quizá también los lobos) y que el lenguaje nació con ese mismo espíritu musical. Cuando estoy en el extranjero y me veo rodeado de personas que hablan en una lengua que no conozco, me fascina esa algarabía ininteligible y tengo la sensación de estar dentro de una animada pajarera. La magia sonora del lenguaje pasa a primer plano cuando desaparece el significado, lo mismo que ocurre, por ejemplo, en algunas retahílas infantiles o en las canciones inglesas que cantábamos de mocitos a nuestro aire en un idioma inventado y aproximativo, una especie de papilla fonética muy lejana del texto original. Seguramente fue ese amor por la musicalidad de un idioma ajeno lo que llevó a los poetas andalusíes a transcribir en alfabeto hebreo o arábigo las cancioncillas mozárabes que escuchaban y a incluirlas en sus obras.

Este tipo de poesía popular que ejemplifican las jarchas nació para dar contenido a ese impulso cantarín que todos llevamos dentro. Los poemas, cantados o recitados, se iban transmitiendo oralmente, a menudo con el ritmo que marcaban las labores agrícolas o domésticas. Y el amor (tanto el correspondido como su deseo o las quejas por desamor) se convirtió en el asunto predilecto del canto.

Hay un hilo misterioso que conecta la poesía amorosa de todas las épocas, una cadena que une, por ejemplo, las jarchas con las coplas que tanto le gustaban a mi abuela (¡y a mí!).

Muchas jarchas tratan sobre una mujer que, en primera persona, se lamenta por su mala suerte en el amor y dirige sus confidencias íntimas a sus hermanas o, con más frecuencia, a una madre silente y comprensiva. En las jarchas también se exalta a veces el deseo sexual y el cuerpo de los amantes. A algunos incluso los conocemos por su nombre: ¡Isḥāq, Yáqub, Ibrahim, hermosos muchachos del siglo XI, sabemos que erais morenos, teníais los labios del color de la cúrcuma y que vuestra hora favorita para hacer el amor era el alba! Casi podemos extender la mano y tocaros, de lo vivos que estáis en esas canciones. Sois la versión masculina de las Noelias o Yolandas cantadas durante mi infancia (y que dieron nombre a muchas de mis compañeras de colegio). Yo no sé si en al-Ándalus algunos niños no se llamarían Ibrahim solo por el influjo de la canción en la que se cita su nombre con tanto deseo.

Sin embargo, encontramos en las jarchas muchos ejemplos de desamor e incluso de violencia y abusos (y aquí se callan los nombres de los responsables, quizá para evitar el dolor de recordarlos o por puro miedo). En estos versos traducidos por Emilio García Gómez se alude explícitamente a la brutalidad masculina:

Este desvergonzado, madre, este alborotado,
me toma por fuerza
y no veo yo el porvenir.

Los estudiosos atribuyen un origen popular y, por tanto, anónimo a estos textos. García Gómez no descarta la autoría femenina, pero subraya que puede tratarse de una mera convención adoptada por un autor varón, la misma (se me ocurre a mí, y aquí damos un salto hasta el siglo XX) que hizo que Rafael de León y Salvador Valverde escribieran con voz femenina la letra de «Ojos verdes».

Esta canción comparte con las jarchas el paisaje andalusí (con la torre de la Vela de la Alhambra al fondo), el deseo sexual, la hora del alba (que aquí pone fin al encuentro de los amantes) y una arrebatada voz femenina en primera persona. En realidad, «Ojos verdes» tiene también una versión masculina. Los propios letristas debieron de pensarlo así, porque las dos opciones se popularizaron a la vez. La canción, con música del maestro Quiroga, la estrenó en el Teatro Ascaso de Madrid el actor y cantaor cordobés Rafael Nieto en mayo de 1937, y Elena Garro nos cuenta que pocos meses después la escuchó en Pozoblanco, muy cerca del frente, cantada por Pepita, la amante andaluza y de ojos verdes de David Alfaro Siqueiros, muralista mexicano y soldado voluntario en la guerra de España. Fueron también mujeres las primeras en grabarla: Consuelo Heredia y Concha (entonces Conchita) Piquer. Esta última se convirtió en la intérprete por excelencia de «Ojos verdes» y muchos tenemos asociados a su voz los versos iniciales:

Apoyá en el quicio de la mancebía
miraba encenderse la noche de mayo;
pasaban los hombres y yo sonreía,
hasta que en mi puerta paraste el caballo.

Los alabados ojos verdes (con sus coloridas e ingenuamente lorquianas comparaciones: verdes como la albahaca / verdes como el trigo verde, / y el verde verde limón) pertenecen, por cierto, al jinete si lo canta una mujer, o a la muchacha si canta un hombre. Se puede decir que Valverde, León y Quiroga idearon una canción reversible como un calcetín.

Lo que no pudieron prever, claro, fue que la letra resultara inaceptable para la moral del nuevo régimen franquista, vencedor de la guerra, que obligó a los cantantes (so pena de multa) a cambiar el primer verso para evitar la cita a la prostitución. Así, Miguel de Molina cantó Apoyá en el quicio de tu casa un día y Sara Montiel Apoyá en la trama de mi celosía. El resto del texto se mantenía prácticamente igual, así que, como señalaba el poeta Francisco Bejarano, la censura convirtió la copla en una exaltación del sexo extramatrimonial con desconocidos.

Las jarchas, tan breves y evocadoras, permiten imaginar a sus protagonistas de muchas maneras. Casi todos los especialistas las consideran sensibles doncellas que despiertan inocentemente al amor; Menéndez Pidal, por ejemplo, calificó sus amores de «virginales». Sin embargo, el académico Federico Corriente sostuvo todo lo contrario: según su criterio, las jarchas son canciones que nacen en un burdel o en un contexto de esclavitud sexual doméstica; la «madre» con la que se confiesan las muchachas en realidad es una prostituta experimentada y las «hermanas», compañeras de oficio.

En caso de ser cierta esta interpretación, se establecería un lazo de silencios complementarios entre estas canciones tan lejanas en el tiempo: las jarchas callan lo que se dice explícitamente en «Ojos verdes», mientras que algunas de ellas revelan el maltrato cotidiano que omite la copla.

En lo que coinciden es en mostrar un deseo apasionado por el amante, sea Ibrahim, Yáqub o el jinete anónimo, y ese arrebato por unos ojos verdes o unos labios de cúrcuma nos sigue cautivando.

Este artículo de Óscar Esquivias es uno de los contenidos del número 10 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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