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Francisco M. Carriscondo

05 Mar 2021
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Practiquen el diccionareo

Por mi oficio, tengo que estar consultando permanentemente diccionarios. No llevo la cuenta de los que sigo por la red, pero sí puedo decir los que tengo en papel: unos cien, sin contar los enciclopédicos. Lo sé porque ocupan un anaquel diferenciado del resto de obras en la biblioteca de mi estudio. De todas las épocas y preferentemente monolingües, originales o facsimilares. Algunos de ellos, los que necesito tener más a mano, están en un librero móvil junto al escritorio. A veces, cansado de tanta concentración, me siento en el orejero del otro lado de la mesa y cojo uno. Lo abro por cualquier página —así, al azar— y me pongo a leer las entradas que por fortuna me ha tocado descubrir. Las que más me interesan las copio en el cuaderno, ansioso por hallar el lugar y el momento en que pueda usarlas, pues no solo de memoria léxica ha de vivir el amante de las palabras; también del gozo de ponerlas en movimiento; o de nuevo en circulación, pues hay casos en que es necesario reactivarlas; o, por qué no, de darles carta de naturaleza y de sacarlas de los mamotretos en que viven recluidas, como sucede con las llamadas palabras fantasma, aquellas que, en contra de lo habitual, no han sido recogidas del uso sino que nacen dentro del repertorio lexicográfico (por un descuido, una mala lectura de las fuentes, una errata, etc.) y a veces logran trascender más allá del compendio de donde han surgido. Y es que a veces a quien elabora diccionarios le sucede lo que al doctor Víctor Frankenstein, que no puede controlar una creación que ya disfruta de vida propia.

Así pues, practico lo que los anglosajones denominan lexicotainment y que por mi parte prefiero denominar diccionareo, como acción de diccionarear o pasar la vista por las columnas de estas obras que siempre nos han acompañado y saltado a la vista por su voluminosidad. Si se trata de hallar perlas léxicas o mariposas verbales raras, el diccionareo se vuelve más complicado o pierde su encanto con los actuales medios tecnológicos. Siempre he dicho que lo técnico, no por ser más moderno, es mejor que lo anterior. En este caso, damos escaso margen a la serendipia, voz que no sé si está relacionada con chiripa, ¡pero se parecen tanto en la forma como en el significado!: el hallazgo fortuito, por casualidad. Sucede, sin embargo, que pululan hoy los partidarios de una lexicografía que debe ser, sin más, tecnológica; adeptos que se dejan seducir fácilmente por los cantos de sirenas de los gurúes de esta nueva forma de hacer diccionarios, sin darse cuenta de que están arrinconando a los propios filólogos y lingüistas (de colonialismo lingüístico hablan, cuando se refieren a la inveterada dedicación de los profesionales de la lengua a la elaboración de diccionarios). Sin negar, por supuesto, las ventajas que a un consultor habitual reporta la tecnología, frente a la búsqueda específica a que se presta el recurso en línea opto, en cambio, por mantener la dimensión textual de la obra lexicográfica, el diccionario como texto, gracias a soportarse en papel. Es la mejor manera, a mi juicio, de dignificar estos monumentos léxicos, de elevarlos más allá de la estricta funcionalidad.

Los diccionarios, por tanto, aparte de consultarlos, se pueden leer como cualquier otro texto. Algunos están hechos exprofeso para ello. Ejemplos hay muchos, las sugerencias están precisamente en función del gusto de cada lector por sus autores, los temas que tratan y la manera de abordarlos: Camilo José Cela, José Luis Coll, Francisco Umbral… Contamos también con traducciones al español de obras procedentes de otras latitudes (lingüísticas), como la de The Devil’s Dictionary (1911) de Ambrose G. Bierce, donde puede leerse, bajo la voz dictador, la siguiente definición: «Mandatario de un país que prefiere la pestilencia del despotismo a la plaga de la anarquía». Pero volvamos a los diccionarios que configuran la historia lexicográfica de nuestra lengua, de los cuales recomiendo, especialmente, el Tesoro de la lengua castellana (1611) de Sebastián de Covarrubias y el Diccionario nacional (1846-47) de Ramón J. Domínguez. Del primero hay ediciones modernas, fácilmente adquiribles. Del segundo, todavía pueden encontrarse ejemplares en las librerías de viejo. Y siempre, claro, están las versiones en línea, pero la consulta por este medio dificultaría el descubrimiento de joyas definitorias como las de guitarra en el caso de la obra áurea: «instrumento bien conocido y ejercitado muy en perjuicio de la música» (vayan a saber ustedes por qué); o cuello, en el texto del XIX: «especie de istmo carnoso y cartilaginoso, que junta la península cabeza con el gran continente, formado por la mayoría física del individuo» (no me digan que no es ingeniosa).

El diccionareo apunta a la página completa, más que a la forma o a la acepción concretas. Cuanto más abarque la mirada más sorpresas nos podremos encontrar. Sorpresas que no solo nos pueden provocar sonrisas, también nos sirven para aprender. Es más probable que busquemos deyección que día, pero si lo hacemos en la primera edición del Diccionario de uso del español (1966-67) y bajamos un poco la vista nos daremos cuenta de la perspectiva geocéntrica bajo la cual define María Moliner aquella unidad de tiempo (que es la que mantiene implícitamente cualquier hablante de español, pues decimos que el sol sale, se levanta o se pone). Mientras buscamos linceo, glabro o sangley por desconocer su significado, podemos toparnos con etimologías curiosas (como la de linchar, procedente del apellido del implacable juez Lynch); o voces que designan lo que jamás pensaríamos que cuenta con designación (como giste, para referirse a la espuma de la cerveza); o, en fin, precisiones técnicas (como la de sangradura, aquella parte del brazo opuesta al codo que el personal de sanidad nos recomienda usar cuando tosemos o estornudamos). Los diccionarios han sido desde siempre los depositarios por antonomasia de este saber ordenado, al cual puede accederse rápidamente gracias a su especial disposición alfabética, de todos conocida. Practiquen el diccionareo. No los consulten. Más bien vayan a leerlos, antes de que privaticen su contenido y las palabras comiencen a significar, como ya nos avisó El Roto hace tiempo, lo que sus dueños decidan que signifiquen.

 

Este artículo de Francisco Carriscondo es uno de los contenidos del número 9 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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