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Concepción Maldonado

07 Jun 2022
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Firmas

Palabras sencillas

Julia, mi buena vecina, tiene cuatro hijos: dos chicas y dos chicos. Y la segunda acaba de emanciparse.

No ha cumplido aún los 25, y ya ha dejado de ser hija de familia. Vive sola en menos de 30 metros cuadrados, y, según cuenta su madre, está feliz independizada (que independiente lo fue desde bien chiquita). Ha sido la primera de su grupo de amigos en tomar esa decisión, y esto la rodea de un aura de valentía que se nota que le gusta y en el que se siente muy cómoda. La admiran, y ella lo sabe.

Su salario, sigue explicándome su madre cuando coinciden nuestras cabezas asomadas a la ventana de la cocina para tender y destender la ropa, es el sueldo mínimo.

Es un buen trabajo, sí, en una empresa seria. Y le pagan todos los meses, no como otros muchos trabajos que fue cogiendo (nunca rechazó ninguno) y en los que las sorpresas que le llegaban a fin de mes no eran casi nunca agradables… ¿Que te has pateado
todas las calles de Madrid abordando a todo el que se cruzara en tu camino, con independencia de que el termómetro marcara 3 grados bajo cero o lluvias intensas? Pues qué pena que, con todos los descuentos que en letra pequeña te explicábamos en el contrato, lo que vayas a ingresar no dé ni para pagar las botas calentitas que te compraste. ¿Que en el turno de cocina de esta cadena de comida rápida hoy sales tan tarde que ya no hay metro circulando por Madrid? No te preocupes, que, con esto de correr los turnos, mañana mismo entras a trabajar a primera hora, tras haber dormido solo noventa minutos, ¡ah!, y por cierto, y no en el local de ayer, sino en el que está justo en la otra punta de la ciudad, que a ver si así te vas tú solita sin que te tengamos que despedir nosotros… En fin, que estos dos años pasados han sido un contar y no parar. Y mi Pilar, siempre sonriente, y siempre con la esperanza de que trabajar con seriedad y con compromiso tendría su recompensa. Y ahí la tienes: ahora atiende las reclamaciones de los clientes con una voz encantadora, una paciencia infinita y una profesionalidad indiscutible. Que sus jefes están encantados con ella. Y que ya me la han hecho fija. Ahora solo falta que le suban un poquito el sueldo. Que por eso tardó en encontrar una casita, que todo eran antros, pocilgas o cochiqueras. Pero ella, que es muecháp’adelante, nunca dejó de buscar, y ahí la tienes, tan a gusto, que, como Julia y su marido le han enseñado, la paciencia y la constancia siempre acaban dando frutos (o no…, pienso yo, aunque me callo a tiempo).

Que mi niña siempre ha sido muy valiente, me dice. Que ¿te acuerdas de cuando la atropelló un imbécil que iba hasta arriba de drogas y de alcohol, pobrecica mía? Fue unos días antes de cumplir los 17. Al volver de clase. Mientras esperaba el autobús. A las cuatro de la tarde. ¿Recuerdas? Que me llamaron y a medio vestir entré en tu casa tirando de los dos pequeños. Y tú me decías: «¡Corre, corre, no te preocupes por estos dos, que ahora Pilar te necesita más!».

¡Cómo no voy a acordarme…! Menudo susto. ¡Y qué disgusto más grande! Tantas semanas de hospital, y de curas, y de silla de ruedas, primero, y de muletas, después. Y la gente les llamaba a todas horas, y les preguntaba por el accidente, y Julia se enfadaba mucho y rezongaba… «Accidente, accidente… ¡Y una porra! Que eso fue un atropello en toda regla, que el muy criminal para darse a la fuga volvió a pasarle con el coche por encima…».

Julia se queda callada, con la vista fija en el tendedero, pero yo sé que no está mirando ni el mantel ni las servilletas que tiene delante… El aire mueve la ropa y parece que el olor a suavizante despeja las arrugas de su frente y la trae de nuevo a nuestra conversación. Y que al principio no se atrevía ni a salir a la calle, continúa. Iba andando pegadita a las paredes, temblando toda. Y cuando oía un frenazo se quedaba paralizada, que ni llorar podía… Y fíjate cómo conduce de bien mi Pilar ahora. Que qué mal lo pasó, con tanta operación y tanto hospital. Y mírala tú hoy, que hasta su abuelo (que qué buen taxista ha sido siempre) dice que ya conduce mucho mejor que él…

La buena de Pilar ya no vive al lado, no. Y sus padres lo celebran, y se alegran con ella.

Y así llevo unas semanas, oyendo a Julia y a Mariano dar la noticia, que esto de las relaciones de vecindad da mucho de sí: mientras esperamos el ascensor, en las juntas de vecinos, cuando bajamos la basura…

¡Que se nos ha independizado Pilar…!

Que Pilar ya ha encontrado una casita para alquilar y se ha ido de casa, y ya está viviendo sola.

Que nos hemos quedado sin nuestra niña.

Que Pilar ya se nos ha hecho mayor y se nos ha ido a vivir sola

Y a mi cabeza acuden otras palabras para describir la decisión de Pilar: emanciparse, soltar amarras, abandonar el nido, volar sola… Madurar, en suma. Son palabras que también podrían estar utilizando sus padres y que, sin embargo, aún no les he oído pronunciar. Quizá por resultar demasiado solemnes. Quizá por encerrar muchos tópicos. Quizá porque su Pilar aún tiene ropa que guarda en los armarios y cajones de esta que siempre fue su casa…

Sí que oí a su hermana contar a las amigas lo contenta que estaba de haberse librado de Pilar… «Ahora ya estoy liberada; ¡tengo la habitación entera para mí!». Y sonreí por dentro; que tanto liberar como librar proceden de liberare latino, aunque hoy en español no significan en absoluto lo mismo: liberarse es quedar libre, mientras que librarse implica escapar o salir de algo que se considera desagradable o negativo, sin que objetivamente tenga que serlo. Y la prueba es que la buena de Pilar es un encanto, pero eso no quita que su hermana haya vivido todos esos años de convivencia y de compartir el dormitorio como algo de lo que es una alegría salir.

Yo no sé cómo lo estará contando la interesada, que los jóvenes no hablan como nosotros ni ven la vida de la misma manera. Por suerte, claro, que menudo rollo sería si no.

Hace poco me encontré con Pilar en el descansillo, y le pregunté. Me dijo que había sido duro irse a vivir sola en plena pandemia y salir de esa peculiar familia numerosa suya (con abuelita de 99 años incluida), pero sus ojos brillaban de puro contento. «Me he ido a vivir sola porque he querido», me dijo. «Y cuando haces lo que quieres hacer, por dentro estás siempre a gusto».

¡Caray con Pilar!, pensé. Y aprendí (lo intenté, al menos) que, cuando vivimos a fondo y asumimos con intensidad nuestras decisiones, no necesitamos de grandes palabras que revistan de grandeza nuestras acciones; las palabras más sencillas nos bastan y nos sobran. A nosotros. Y a los demás.

 

Este artículo de Concepción Maldonado es uno de los contenidos del número 14 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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