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Concepción Maldonado

09 Feb 2023
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Leo, leo…

Cada noche el ritual se repetía. Mis tres hermanos y yo, ya en la cama, todos en el mismo dormitorio, esperábamos a que la abuelita nos leyera los libros de Celia y Cuchifritín (Elena Fortún). Escuchar aquellas trastadas nos divertía antes de quedarnos dormidos. Eran libros de cuando mi madre era pequeña, rotos y desencuadernados. Noche a noche, capítulo a capítulo, fuimos creciendo con las travesuras y ocurrencias de aquellos dos hermanos y de sus primos, con Matonkikí a la cabeza.

Cuando ya supimos leer, fuimos voraces lectores de los libros de Karl May que mi padre tenía en el pueblo. El jefe apache Winnetou y su hermano de sangre, Old Shatterhand, llenaron en verano muchas horas de la siesta (y muchas horas más cuando, con palos, piedras y cordeles, intentábamos reproducir aquel tomahawk que Winnetou con tanta destreza manejaba).

Sandokán fue, de todos los héroes creados por Emilio Salgari, nuestro favorito. Este joven Tigre de Mompracem, príncipe malayo forzado a convertirse en pirata y a luchar contra los ingleses en los mares de Borneo, vivía mil historias de traiciones, derrotas y batallas, siempre acompañado de sus cachorros (un grupo de valientes que nunca le abandonó), y enamorado de Lady Marianna, la Perla de Labuán.

El Tarzán original de Burroughs también nos hizo pasar buenos ratos. A mí, todo hay que decirlo, menos en papel que en la pequeña pantalla (¡cómo olvidar a Johnny Weissmüller nadando a cámara rápida, luchando bajo el agua contra cocodrilos gigantes, cabalgando a lomos del elefante líder de la manada, o salvando a Jane de ser descuartizada por una tribu de caníbales!).

Había en la casa más de cincuenta libros del Oeste, de Zane Grey. Nos gustaban menos. En el fondo, y sin tener conciencia de que ese autor fue para el género de aventuras lo que Corín Tellado fue para las novelitas románticas, creo que, en nuestro análisis de niños, lo que esos libros no aguantaban era la comparación con películas como Fort Apache, La diligencia, Río Bravo o Centauros del desierto.

Y recuerdo unos libritos encuadernados con lujo y con los cantos de las hojas dorados, de cuando mi madre era pequeña, de la
editorial Araluce, y con los que mis hermanos y yo nos acercamos de niños a obras de Shakespeare, Calderón de la Barca, Lope de Vega, Homero, Perrault, Walter Scott o Molière. Ivanhoe, Ulises y el pueblo de Fuenteovejuna eran nuestros personajes más queridos. Ellos, y sus enseñanzas, nos acompañaron ya siempre en la vida.

En la casa de Madrid, en cambio, fuimos creando nuestra propia biblioteca. Cumpleaños tras cumpleaños, fuimos empezando distintas colecciones de Enid Blyton (era una autora nueva; mis padres no la habían leído). Los libros de Los cinco eran nuestros preferidos. Aquellas historias de robos, contrabandos y secuestros que vivían Julián, Dick y Ana cada vez que pasaban unos días en casa de su prima Jorge y de su perro Tim, las vivíamos también nosotros, aunque sin pastel de jengibre. Los siete secretos nos gustaban, pero mucho menos.

De la Editorial Molino recuerdo con especial cariño la colección de Alfred Hitchcock y los tres investigadores. Tres amigos se reunían en una antigua caravana escondida entre la chatarra y, sin embargo, ¡se desplazaban en un Rolls-Royce con chófer porque eran pequeños para conducir, pero habían tenido la suerte de ganar el uso del coche en un concurso! Jupe era el cerebro del grupo; Pete, el atleta; y Bob, el estudioso. Resolvían todo tipo de misterios como auténticos profesionales de la investigación.

También nos gustaban mucho los tebeos (en aquella época no se hablaba en España de cómics). Cuando nos ponían una inyección, el premio, si no llorábamos, era un tebeo. Nos divertían las aventuras de Zipi y Zape, y los intentos de Carpanta por conseguir comida, y las meteduras de pata de Rompetechos, y las chapuzas de Pepe Gotera y Otilio, y, por supuesto, los disparates de Mortadelo y Filemón en la T.I.A. o los fracasos reiterados de Superlópez. Sin embargo (¡otra vez las historias de indios y vaqueros marcando nuestros gustos!),lat nuestro preferido fue siempre El llanero solitario, alejándose hacia el horizonte al final de cada aventura, a lomos de Silver (o Plata, según la época).

De nuestros primos mayores heredábamos las historias de El Capitán Trueno en las cruzadas. Aquel caballero español, acompañado del forzudo Goliath y de Crispín, ofrecía, además, un aliciente especial: Sigrid, la reina de la isla de Thule, dueña del corazón de nuestro héroe, ejercía un papel activo en todas las tramas y no se limitaba a esperar en el hogar la vuelta del guerrero…

El Jabato nos parecía una saga muy similar (no en vano, se suelen citar estas dos colecciones como ejemplo pionero en España de autocompetencia por parte de Bruguera). El protagonista era un íbero convertido a gladiador, en lucha permanente con los romanos. Le acompañaban un gigante tragaldabas llamado Taurus y el alfeñique Fideo de Mileto, y su enamorada era Claudia, una joven patricia romana convertida al cristianismo y partícipe activa también en todas las aventuras.

Astérix y Tintín fueron dos colecciones que entraron en casa título a título, y regalo tras regalo. Había división de opiniones con ellos: a los dos mayores les gustaba más Tintín; los dos pequeños preferíamos a Astérix. Pero los cuatro leíamos todo. Y en las cenas hacíamos concursos de preguntas para intentar demostrar al equipo rival que conocíamos igual de bien que ellos cada detalle de cada historia.

Éramos muy simples mis hermanos y yo, me temo. Nos gustaban las historias de aventuras con buenos y malos, con riesgos y peligros, con trampas y traiciones, pero siempre con final feliz. Y nos gustaba reírnos a carcajadas con los delirios disparatados de aquellas viñetas de colores. Y a mí, solo a mí (que ser la única chica entre tres varones no es siempre fácil) me encantaba llorar con un libro cursi de una niña buena que sufría lo indecible.

Debimos ser niños (y lectores) muy simples, sí. Porque cuando mi hermano pequeño cumplió diez años, su madrina, una mujer pudiente, culta y generosa, le regaló una colección de títulos de literatura infantil galardonados con el premio Andersen. Y con la misma pasión con que nos abalanzamos sobre ellos para leerlos, con ese mismo desencanto volvimos a depositarlos en la estantería una vez leídos. Eran historias para nosotros extrañas, con una imaginación y una fantasía surrealistas, y con personajes nada prototípicos; los finales a veces no sabías si eran felices o no… Quizá tantas y tantas páginas leídas antes sobre aventuras tradicionales y con humor estereotipado nos impidieron disfrutar de esa nueva forma de contar historias a los niños.

Debí ser niña (y lectora) simple, sí. Y lo sigo siendo, me temo, porque, más de una vez, cuando leo un cuento, antes de decidirme a leérselo a mi nieta, se me pone cara de pasmo y pienso, como Astérix, «Están locos estos romanos»; o me entran ganas de gritar «¡Arre, Plata, adelante!», y fugarme hacia la línea del horizonte con El llanero solitario.

 

Este artículo de Concepción Maldonado es uno de los contenidos del número 16 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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