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Francisco M. Carriscondo

20 Abr 2020
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La palabra como realidad aumentada

No me cansaré de repetirlo: la palabra es la tecnología por antonomasia. Cualquier otra, incluso la más reciente, es solo un remedo de aquella. Lo técnico, no por ser más moderno, es mejor que lo anterior. Un ejemplo claro lo tenemos en el libro tradicional frente al electrónico (que sólo aventaja a aquel en términos de volumen, que no ocupa, y capacidad de actualización). Pero este no es ahora el caso. Vayamos a lo que interesa, a la modernísima realidad aumentada, que nos permite observar el mundo sensible de una determinada manera, adjuntando información complementaria, virtual, a lo percibido. Pues bien, lo que hace ahora la informática con sus gadgets, widgets y demás lo lleva haciendo desde el principio la palabra, aunque muchísimo mejor. El léxico, hablando en términos económicos, es un activo inmaterial, público e inagotable, sin costes de producción y sin necesidad de artilugios, puertos, sistemas operativos, etc. para su uso; por no hablar de sus beneficios (y no me refiero a los mercantilistas, que para mí no guardan especial interés, porque como digo son otras, y mejores, las virtudes de cualquier lengua). Pero el léxico, además, sirve para aumentar la realidad: la física, sí, y la mental, algo que ningún otro artefacto humano ha conseguido jamás, y por añadidura con la mayor eficiencia posible.

Como los colores para la pintura, los números para las matemáticas, las notas para la música, los elementos para la química… son las palabras para la lengua. La analogía está presente en Juan Ramón Jiménez como una forma de decir que el pintor, el matemático, el músico o el químico son creadores de mundos. También el poeta. Es lo que encierra su poema El nombre conseguido de los nombres: «Yo he acumulado mi esperanza / en lengua, en nombre hablado, en nombre escrito; / a todo yo le había puesto nombre». El de nombrar es un acto de creación. Lo
sabía el andaluz universal, y también Ramón Pérez de Ayala: «Nacen las cosas cuandonacen las palabras». El léxico no está para representar la realidad. El léxico es la realidad, o sea, la crea, la configura. Y eso lo sabemos desde Aristóteles. El resorte designativo con que el vocablo se asocia comúnmente a todo lo que nos rodea activa, más bien, su ampliación, de tal manera que puede hablarse de dos universos: el físico y el discursivo, el primero menor que el segundo, incluido dentro de él por razones puramente comunicativas (es decir, abundando en la eficiencia, funcionales). Las palabras nos liberan de pesadas mochilas, como las que cargaban los sabios de Lagado en la conocida obra de Swift.

Las cosas, pertenezcan a nuestra realidad o se extraigan de nuestro magín, habitan en nuestra conciencia gracias al léxico. Las voces son necesarias para que nazcan las cosas, elementos de un mundo creado en lengua, como el de Federico García Lorca, donde «sangre resbalada gime / muda canción de serpiente». No, no es surrealismo. Es otra realidad, como observa el semantista Ramón Trujillo, perteneciente a un cosmos más rico que el mundo compartido por todos, dotada de signo, significada gracias a la palabra. Por los nombres conocemos las cosas: las que compartimos con el resto de los mortales y las que podemos llegar a crear. Mundos cubiertos de un líquido rojo, viscoso y vital que canta una sonata triste y silenciosa, más propia de un ofidio. Entendido así, se exoneraría a los profesores de los forzados ejercicios de interpretación que tan de cabeza traen a sus sufridos alumnos en los rígidos comentarios de texto. Lo mismo vale para la pintura: no hay que preocuparse por la cartela, que siempre leemos antes de contemplar el cuadro, para ver si descubrimos la realidad pintada o no. Y para la música: no hace falta esforzarse por conocer el título de la composición para disfrutar de lo que estamos escuchando.

Pragmáticamente hablando, la creación es un inmenso acto performativo. Volviendo a Juan Ramón: «Nombrar las cosas ¿no es crearlas? En realidad, el poeta es un nombrador a la manera de Dios: ‘Hágase, y hágase porque yo lo digo’». Los artistas son dioses, creadores de mundos, demiurgos, tecnólogos de la realidad aumentada a través de las notas musicales, de los colores, de los elementos químicos o de las palabras. No es de extrañar, pues, que en el principio fuera el verbo. Asistimos a una logocracia, tal como la caracterizó George Steiner. El logos precede al ser humano, o este es consecuencia de aquel. Somos hijos de la palabra, productos léxicos. El Dios de Saramago es sólo su nombre. Los logócratas no somos locos, simplemente creemos en el valor de la palabra como principio rector de la creación. Alonso Quijano fue uno de los más destacados, y nada tenemos que objetar a su presunta locura, aquella insania que le achacamos por haber visto gigantes donde había molinos. ¿Qué diremos entonces de los que ven un potro en aquel aparato gimnástico, o de tormento, de nuestros años escolares? El lenguaje tiene en aquel que ve más allá de la simple realidad uno de sus principales valedores: el poeta, y también el físico o el geómetra, que ven cuerdas en sus objetos de estudio.

Escuchemos a Bécquer: «El que tiene imaginación, con qué facilidad saca de la nada un mundo». O a Wittgenstein, que no por conocida deja de ser necesaria la sentencia: «Los límites de mi lenguaje significan los límites de mi mundo». Sin embargo, por desgracia, no todo es bueno. Hay veces en que la realidad no se aumenta con la palabra, sino que más bien se hincha dolorosamente. Son las voces infladas que los mercachifles de ideas incrustan en sus chácharas: deconstruir,emblemático, empoderamiento, sinergia,visibilidad…; o aquellas con que a diario
tropezamos en los medios de comunicación, en las declaraciones públicas de los protagonistas de la actualidad, o en los que protestan por esto y aquello: censura, dictadura, exilio, fascismo, opresión, persecución, totalitarismo… Por no hablar de los préstamos que irradian modas. Si inflamos demasiado algo, corremos el riesgo de que estalle en nuestras narices. Contra esta inflación no hay tecnología que valga, pero en cambio hay otros recursos: la cultura, la educación y, sobre todo, el conocimiento de la historia. Solo así seremos capaces de evidenciar la solidaridad lingüística que debería existir entre los que ahora hacen un uso gratuito de aquellas palabras y los que realmente las sufrieron.

 

Este artículo de Francisco M. Carriscondo es uno de los contenidos del número 6 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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