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Rafael del Moral

25 Mar 2021
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Nacimiento, vida y muerte de las lenguas: la edad del español

Las lenguas tienen vida propia, pero cuesta entenderlo. Nacen, crecen, se desarrollan, envejecen y mueren. Los embarazos son largos y desiguales, los partos lentos, los bautizos escasos, la infancia y juventud sin interés, en la edad adulta obtienen cierto reconocimiento si se dan a conocer, en la madurez ganan vida social si se escriben, en la vejez nadie se fija en ellas y con la muerte, lenta e implacable, se pone fin a un decir único e irrepetible. Los entierros van sin funeral. El registro, las señas de identidad, las alcanzan cuando se dotan de una tradición literaria y se ponen al servicio de la comunicación científica. Solo así forman parte del catálogo de lenguas del mundo.

Por eso las que figuran en el censo de la humanidad son solo una parte de las que han existido. Cuando decimos que viven unas seis o siete mil lenguas, solo describimos una realidad de difícil precisión. La mayoría de los idiomas carecen de nombre y de escritura porque sus hablantes no se han interesado ni en dárselo ni en transmitirlas por escrito.

Podríamos decir que las lenguas tienen vida propia dentro de otros seres vivos, la gente. Algunas desarrollan sus patrimonios más que otras, como también sucede con las personas. Si el castellano o español ha llegado a ser lengua de la humanidad, se debe a algunas circunstancias favorables, todas ellas ajenas a quienes hoy lo hablamos.

Las señas de identidad de las lenguas vienen impuestas por sus progenitores, su nacimiento, por cuándo y cómo se dieron a conocer, por las razones de sus primeros éxitos, por su familia, su domicilio, su edad, su fama, por los novios que la pretenden, por sus huellas gramaticales, su ficha político-lingüística y por los premios que acumula en el pedigrí. Y también los achaques de la edad, las enfermedades, e incluso las posibilidades de procreación, descendencia y herencia.

Vida y caudal de la lengua española

Las lenguas nacen como las células, por escisión. La que se multiplicaba en el parto del español era el latín. La vecindad la ocupaba el aragonés y el leonés, y un poco más allá el catalán, y por el oeste, el gallego, y al sur el mozárabe.

Muchos aseguran que el padre fue el eusquera o vasco. Por entonces, estas cosas de la paternidad en lenguas tan casquivanas como la de los soldados del Imperio eran poco consideradas. Los primeros usuarios del romance de Castilla, y esto parece evidente por los restos fónicos, fueron hablantes de vasco, lengua ágrafa hasta el siglo XVI que se extendía por la Cantabria natal del castellano.

Los primeros años son decisivos: protección frente a las enfermedades, capacidad expansiva, abanderamiento político… El leonés y el aragonés quedaron seriamente heridos en su evolución porque la suerte de sus territorios estuvo ligada a la de Castilla. Por entonces nadie hubiera podido vaticinar la fulgurante carrera que le estaba reservada a aquel hablar, tosco y oriundo, en boca de pastores. Tampoco, tiempo atrás, podía nadie aventurar que las hablas espontáneamente surgidas en el Lacio de la península Itálica, unos dos mil años antes, en boca de rústicos labradores y luego llamadas latín habrían de convertirse en la elegante lengua del mayor imperio de la Antigüedad. Ni tampoco sospechar que una lengua germánica, el inglés, viviría relegada en las formas familiares de sus hablantes hasta que en el siglo XIV sustituyó al francés en la redacción de las leyes y en la enseñanza. ¿Quién iba a sospechar por entonces que habría de convertirse en gran lengua de la humanidad?

Así que la lengua española es nieta del indoeuropeo, hija de las uniones más o menos clandestinas del latín y el vasco, hermana del gallego, del asturiano o bable, pero también del italiano, del romanche, del siciliano, o de las desaparecidas dálmata y mozárabe; prima hermana del inglés y del sueco, y ese mismo parentesco lo mantiene con el ruso, letón, hindi, nepalí y bengalí. Esta última es la prima más alejada de la familia, la que reside en la parte más oriental del dominio indoeuropeo.

El castellano amplió su territorio hacia todas las dependencias peninsulares, salvo Portugal, y fue eclipsando a las otras hijas del latín, que sobrevivieron en su uso oral, pero ya nunca se despojarían de la necesidad de añadir la lengua española a sus usos.

Desde el siglo XVI, se instaló en América, pero solo afianzó su estado en el inicio de la independencia, ya en el siglo XIX, y de la manera en que mejor se aceptan y extienden los idiomas, sin que nadie los imponga.

Las lenguas que han alcanzado lo que equivale a la edad centenaria en las personas son muy pocas: el griego tiene unos tres mil años, pero estaba tan viejecito que a mitad del siglo XX se sometió a una cirugía estética. Más de tres mil años ha cumplido también el chino, increíblemente bien conservado en su escritura, pero con achaques en su uso oral. Una edad parecida disfruta el sánscrito, astillado en las modernas variedades. Su gran lengua heredera, el hindi, malvive aquejado de una enfermedad que ha de conducirlo en breve a la definitiva fragmentación. Y un caso muy especial es el del hebreo, lengua bíblica y religiosa, y única, según parece, que merecía el privilegio de resucitar, y eso es lo que le ha sucedido. Gracias a ello, y descontada su hibernación, el hebreo es también hoy una de esas cuatro lenguas cuyo parecido con la lozanía de hace tres mil años es aún reconocible.

El español cuenta con unos mil años, que es una edad fantástica. Equivale a unos cuarenta en la del hombre.

No sabemos exactamente la fecha de nacimiento, que es lo que suele suceder con las lenguas, pero sí que los primeros textos escritos encontrados pertenecen al siglo X.

Con la adopción de un sistema de escritura se inicia el periodo de producción de textos que ha de servir para la inmortalidad. El íbero o el etrusco se recuerdan gracias a los escasos textos que han quedado de ellas, otras no dejaron nada escrito.

La necesidad de fijar el pensamiento a través del tiempo, de dotar al mensaje de durabilidad, está en la naturaleza profunda del hombre. Pero la humanidad ha sido ágrafa la mayor parte de su historia porque durante decenas de miles de años las lenguas fueron imágenes acústicas, y no tuvieron escritura. Verba volant, scripta manent.

La mayoría de los hablantes del mundo se encuentran abocados al uso de una segunda lengua, que es la que más contribuye al acomodo social y educativo de los individuos. Por eso el castellano se puso al servicio de españoles que tenían al catalán, valenciano, gallego o vasco como lengua familiar heredada. Son estos hablantes más ambilingües que bilingües, es decir, dominan y usan una y otra con similar destreza y cotidianeidad. La muerte absoluta de una lengua se produce con la desaparición de su último hablante. El dálmata, lengua románica, o el manés, lengua celta, se perdieron así.

El español goza de buena salud, y no tiene indicio alguno de enfermedad. Las peculiaridades léxicas americanas no son mayores que las que se esparcen por España, y contribuyen más a su grandeza que a su fragmentación: la sintaxis, la morfología, el léxico más frecuente, coincide, y desde hace unos años se han unificado las ortografías. Las posibilidades de fragmentación, que es como mueren las lenguas, son escasas. Sus caminos de expansión, amparados en la generalización de sus usos, en la solidez de sus estructuras, en la tradición literaria, en la amplitud de publicaciones y en el afecto que hacia ella muestran los usuarios invitados, son mucho más grandes. Su presencia en el mundo es, hoy por hoy, indiscutible. Nada impide imaginar que nuestra lengua llegue a convertirse en una de las pocas que consigue cumplir tres mil años.

El español, al servicio de la humanidad

En muchos lugares del mundo se impone el uso diario de dos lenguas o ambilingüismo, en otros, en casi todos, se requiere el bilingüismo (dos lenguas, la adquirida menos útil que la principal) y cada vez con más frecuencia se infiltra el plurilingüismo. Las razones son a veces estrictamente culturales, y casi siempre de exigencia de comunicación o administrativa. Y en ese laberinto, las grandes lenguas, las lenguas universalmente generalizadas, son muy pocas, apenas una docena. Y las lenguas mayores, colocadas entre los instrumentos de comunicación más accesibles porque superan los trescientos millones de hablantes, son cuatro. Dos de ellas, el chino mandarín y el hindi, viajan sin amigos, languidecen cuando se desplazan en boca de sus hablantes. Las otras dos, el inglés y el español, se alzan, con sus distancias, es verdad, pero se alzan, sí, como las mayores lenguas puestas nunca al servicio de una humanidad que ha hecho de la comunicación el tesoro más preciado de sus intereses.

Próxima entrega
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Este artículo de Rafael del Moral es uno de los contenidos del número 9 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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