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Rafael del Moral

29 Abr 2022
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En busca de la lengua ideal

¿Sabe usted esperanto? ¿Le gustaría hablar una lengua pensada para que la gente se entienda? ¿Le ha dicho alguien que puede aprender en una hora?

Es tan fácil entenderse, digámoslo sin ganas, pero con rigor, como desentenderse. Por eso se expandieron las lenguas vehiculares naturales como el inglés, y también las artificiales, tan capaces de servir de enlace entre las maternas o heredadas.

Lenguas vehiculares y lenguas familiares

Las lenguas vehiculares se ponen al servicio de la comunicación entre los pueblos. Hace solo un siglo, el francés cubría las relaciones internacionales, la diplomacia, las publicaciones y también la mochila del viajero. En el siglo xvi y xvii fue el español la lengua admirada, y antes lo había sido el árabe, y durante muchos siglos el latín, y en el período helenístico, el griego, y antes debió de ser el fenicio. Hablar una lengua vehicular es una ventaja estimable para quien la aprende y para quien, al aprenderla, aporta un valor añadido que contribuye a hacer más vehicular a la lengua elegida. Visto así, son muy pocas las que tienen los valores descritos. Momentos de expansión tuvieron también el italiano y el portugués, y en África son hoy lenguas vehiculares el suajili y el volofo.

Otras lenguas que no son vehiculares sirven para la transmisión cultural. Reciben abundantes traducciones, publican libros de todo tipo y no solo los que identifican al pueblo que las usa, aparecen como principales en las redes, se estudian en universidades, son demandadas y se identifican mucho más como patrimonio general de la humanidad que como bandera de un pueblo o nación. Es el caso del chino, el hindi, el japonés, el indonesio, el árabe…

Hay lenguas esencialmente familiares como el siciliano, el casubio, el bretón o el carelio. Si sus hablantes fueran monolingües, que no lo son, tendrían cerrado el acceso a la comunicación social y cultural. Ni la tecnología, ni la ciencia, ni la filosofía, ni la prensa periódica, ni la administración de justicia tienen en cuenta a las lenguas familiares en sus ediciones. Y no falta, a veces, interés en ello, sino medios. Sus hablantes necesitan, para el acceso cultural, el italiano, el polaco, el francés o el ruso, respectivamente. Sin ellas podrán ver poca televisión, leer pocos periódicos, ver poco cine y estudiar poca historia… o física. Las posibilidades de que un hablante de bretón se divierta un día viendo la televisión o leyendo el periódico en su lengua familiar existen, pero son mucho más reducidas que si lo hace en francés. Por eso tiene también al francés como lengua propia. Podría el gobierno regional, si existiera, o el nacional, invertir en la difusión cultural del bretón, pero el esfuerzo económico es tan grande, y el interés de sus hablantes tan reducido, que ni unos ni otros parecen tenerlo como objetivo. Es evidente, sin embargo, que los hablantes de bretón merecerían que pudieran cubrir con su lengua cualquier necesidad inmediata de comunicación.

Todas las lenguas pueden ser ideales

Todas las lenguas disponen de elementos propios para su acomodo a las necesidades, para adaptar la expresión, para enriquecer su léxico, para suprimir, añadir o modificar las estructuras existentes y adaptarlas a las necesidades cotidianas, culturales, económicas o técnicas. Los cambios o las alteraciones no son el resultado de la voluntad de un hablante, ni siquiera de la energía de un grupo, sino del poder de una colectividad que los acepta o rechaza sin que los hablantes, uno a uno, puedan hacer nada por evitarlos. Todas se instalan fácilmente cuando se heredan, y son de una dificultad poco franqueable cuando la edad del hablante abandona ese período en el que aún es capaz de modificar sus hábitos fónicos, sus estructuras sintácticas y mantener permeable la memoria. Lenguas como el tártaro o el chuvacho, extendidas por Rusia, el tigriña o el aimara habladas en Etiopía (también en Perú…), el calabrés italiano o el alsaciano francés cuentan con un amplio número de hablantes, pero con cierto abandono administrativo y con la necesidad de completar con otra las necesidades de comunicación de sus hablantes porque el deseo de entendimiento inspira a las gentes. El bienestar crece con la colaboración, el aprecio, el trabajo en equipo, la identificación con un pueblo, con una nación, país o con una raza. Y las lenguas nos hermanan. En ese deseo por entendernos, decidimos hablar inglés y no gascón, ni siquiera chino. Y en el siglo xix, francés y no chuvacho, ni siquiera hindi. Queremos aprender lo que aprenden los demás para entendernos con ellos. Esa lengua elegida o lengua vehicular unifica la comunicación y se extiende como ideal.

Si dibujamos el mapa lingüístico de los albores del siglo xxi, y coloreamos al inglés con el verde, habría que salpicar de puntitos verdes todos los rincones del planeta. Nunca en la historia una lengua había sido tan universal, y nunca había generado tan pocos adversarios. El inglés es amado sin recelo. ¿Por qué? ¿Es, tal vez, una cuestión sentimental? En cuanto nos ha servido un par de veces para entendernos en Praga y Turquía, lo condecoramos con un afectuoso galardón. Hay una tendencia a la unidad, está claro, que es el sentido de la razón. Y cuanto más fácil es ponerse en contacto, mayor es el instinto para elegir la lengua más práctica para la conformidad, para el entendimiento.

Los Estados Unidos de América, la Unión Soviética, Francia, España, el Islam y el Imperio romano unificaron sus dominios políticos con medios más o menos persuasivos, y eligieron como lenguas de alianza, sin que nadie lo impusiera, el inglés, el ruso, el francés, el español, el árabe o el latín.

Considero un error creer que las lenguas son patrimonio de sus hablantes a la manera de un monumento histórico con independencia de quienes las usan. Hemos de entender que las lenguas están al servicio de los hablantes. Si el instrumento que más puede ayudarme a jugar al tenis, y lo tengo, es una raqueta, no elijo un martillo, ni un palo, ni siquiera una pala de ping-pong. Si dispongo de un tractor para arar la tierra, no utilizaré una yunta de bueyes; si el instrumento que más me sirve para hablar con mi hermano es el bretón, lo usaré; en cambio, si cuando salgo a la calle o visito a mis amigos no todos hablan bretón, pero sí francés, elegiré el francés. Cuando el hablante de bretón viaja a San Sebastián y quiere preguntar a qué hora juega al futbol la Real Sociedad contra el Olympique de Lyon, lo hará, probablemente, en inglés, que es la mejor raqueta en ese momento. Lo que no nos exime de proteger a una lengua cada vez que sus hablantes lo necesitan, pues la lengua ideal de todo hablante es, en primer lugar, la propia. Tampoco debe mantenerse artificialmente inflada, alimentada con oxígeno y suero, sino procurarle un equipo, una protección, y ennoblecerla en su uso cada vez que sea necesario y, sobre todo, cada vez que sea útil.

¿Qué lengua elegir?

Todas las lenguas merecen el mismo respeto. Hemos olvidado, menos mal, esa despreciativa consideración de dialectos. Pero desde el punto de vista de sus funciones y sus representaciones, las lenguas son profundamente desiguales. Cada ciudadano europeo debería poder practicar al menos tres tipos de lenguas: la familiar, la administrativa o nacional y otra internacional para sus relaciones exteriores. El londinense solo necesitaría una, el alsaciano tres (alsaciano, francés, inglés) y no puede cambiarlas; y el gallego, si quiere elegir lengua, tendrá que ser la cuarta, las otras tres (gallego, español, inglés) parecen obligadas.

La babelización fue una maldición para nuestra especie. Inmediatamente después las lenguas se protegieron con el principio que tanto ha inspirado a la evolución: la naturalidad. Lo complejo es que tan natural es el nacimiento de una flor como la desaparición de los dinosaurios, y también los huracanes, las tormentas de granizo y el final de las especies. Mientras tanto… ¿quién se atreve a poner freno a las decisiones que significan integración? ¿Tendrían que astillarse las conciencias de los alemanes que todavía no han permitido a los tres millones de turcos fundar colegios y universidades en su lengua materna, el turco, para atender sus derechos básicos? Así, no lo dudemos, los grandes principios, que pueden parecer moralmente intachables, pueden también conducirnos hacia la ineficacia o la parálisis.

El esperanto, que bien hubiera podido ser la lengua ideal, careció de algo esencial que garantiza el arraigo: la transmisión generacional. Mientras tanto, los hablantes nos hemos acomodado con otro ideal, el de nuestro patrimonio lingüístico. Nos hacemos de manera natural de las lenguas necesarias para la comunicación en el entorno. Con frecuencia el patrimonio ideal de un locutor africano es de tres o más lenguas. La mayoría de los idiomas heredados necesitan otro, y muy pocos consiguen, entre ellos el inglés, el español y el francés y algunos más, una vida solitaria como lengua absoluta en el patrimonio del hablante.

 

Próxima entrega
Expansión y decadencia de las lenguas de España
¿Por qué no todas las lenguas corren la misma suerte? ¿Qué las expande y qué las confina? ¿Cómo y por qué languidecen? Considerando el comportamiento histórico de las lenguas del mundo, aventuramos el futuro de las de España, las posibilidades de expansión, la estabilización o decadencia y si siguen siendo fieles a las costumbres.

Este artículo de Rafael del Moral es uno de los contenidos del número 13 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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