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Rafael del Moral

05 Abr 2022
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La lengua española y sus parientes

¿Quién diría que el idioma nepalí es primo hermano del nuestro, y el euskera o el húngaro, que están más cerca, no son familia?

Bread, Brot y bröd son las maneras de decir pan en inglés, alemán y sueco respectivamente. Son, Sohn y son significan, en el mismo orden, hijo. Estas y otras comparaciones marcan la evidencia: las tres lenguas pertenecen a la misma familia, la germánica. Cabe pensar que en el pasado hijo y pan tuvieron un solo nombre en la lengua originaria de las germánicas o protogermánico.

Pan en ruso es xleb, y en polaco chleb y en checo chléb. Las tres tienen el mismo origen, el protoeslavo, lengua desconocida, pero sospechada, para explicar el fenómeno actual que se repite para la palabra sol: solnche para el ruso, słonce para el polaco y slunce para el checo.

La familia del español (pan, hijo) es la románica, y lenguas hermanas son el francés (pain, fils), el italiano (pane, figlio), el catalán (pa, fill) y el portugués (pão, filho), pero también el gallego, el aranés, el rumano…

Elijamos una frase: no podemos venir. En francés, nous ne pouvons pas venir y en italiano non potevamo venire; en catalán, no podem venir; en portugués naõ pedemos vir. La afinidad es evidente. En nuestra familia vecina, la germánica, el inglés we could not come, el alemán wir konnten nicht kommen y el sueco vi kunde inte komma tienen tanto en común que en su origen tuvieron que ser la misma lengua.

Las lenguas y el tiempo

Los lingüistas se han sentido fascinados por descubrir las fuerzas que incitan las lenguas al cambio, es decir a su progresión como entes vivos independientes. Todo cambia, decían los griegos. A veces, modificaciones profundas se diluyen durante un tiempo difícil de discernir en la breve vida de los individuos. Las ciudades pueden cambiar su fisonomía en unas décadas, y el paisaje natural y las modas y los modos y las costumbres y el pensamiento… Parejas de enamorados que han vivido juntos, treinta años después no se reconocen. Tienen la impresión de no convivir con la misma persona que conocieron: peso, perfil, achatamiento, apelmazamiento, plisado de tez, relajamiento, timbre de voz, inquietudes… Se han distanciado tanto de lo que fueron que ya casi no son los mismos. En algunas lenguas africanas sin transmisión escrita, cuando sus hablantes regresan a la tribu que los vio nacer quince años después de haberla abandonado, ya no se entienden. Las lenguas cambian con la misma rapidez que otros elementos de la naturaleza.

Visto así, diremos que toda lengua es heredera de otra anterior, digamos un dialecto que ha conseguido arraigar. Los dialectos crecen, se hacen mayores, y unos llegan a lenguas y otros frustran su andadura. El mozárabe, que fue dialecto del latín hablado en zonas peninsulares ocupadas por los árabes, desapareció a medida que los territorios fueron conquistados. Otros dialectos del latín como el leonés o el navarroaragonés quedaron malogrados en su crecimiento. El franciano, el toscano y el castellano no eran sino modos de hablar el latín en el norte de Francia, la Toscana y Castilla, y aquellos usos, aquel decir, aquellas hablas se hicieron adultas, se convirtieron en modelo para los vecinos y pasaron a ser francés, italiano y español. No quiero decir que tuvieran cualidades intrínsecas por encima de los otros vástagos del latín, sino que tuvieron mejor acomodo, la historia las favoreció.

Árbol genealógico del español

La madre del español, que de niño se llamó castellano y de recién nacido romance, fue el latín, y el padre, el vasco, pero tal vez no el único progenitor, pues las lenguas coquetean con pocos escrúpulos con quienes se encuentran. Fueron hermanas el asturiano y el aragonés, cuyo desarrollo se vio eclipsado por la vecindad del castellano. Los hablantes de gallego y catalán eligieron con entusiasmo añadir el castellano a sus destrezas de la misma manera que tiempo atrás los íberos habían aprendido latín.

El español de hoy cuenta con una serie de vástagos que podrían ser sus hijos en el futuro si llegan a desarrollar su independencia, que eso nunca se sabe. Algunos nombres provisionales son: extremeño, andaluz, murciano, canario, mexicano, colombiano, venezolano, rioplatense, chileno…

El abuelo del español, con las dificultades que impone cualquier mirada hacia atrás sin textos escritos, pasa por ser el indoeuropeo, lengua que debió existir, y que se fragmentó en otras que no tienen nombre, o que tuvieron y hoy ignoramos. Son lenguas hermanas del latín, de la misma generación, que los lingüistas llaman, para entenderse, protocelta, protogermano, protobaltoeslavo, protoiranio y protoindoario. Estas lenguas sin nombre común, tías del español, tuvieron familias muy numerosas. Por decenas se cuentan las indoarias: hindi, bengalí, punyabí, maratí, gujaratí, oriya, sindí, asamés…, entre otras, que tuvieron al sánscrito como modelo; y entre las iranias, el persa y el tayico; y entre las baltoeslavas el ruso, el polaco y el serbio, pero también el ucraniano, el checo y el búlgaro. Entre las germánicas el inglés y el alemán, pero también el danés, el sueco y el noruego; y entre las celtas (que son las que menor fortuna vivieron porque ya no cuentan con hablantes monolingües) el irlandés, el galés y el bretón. El español tiene, por tanto, primas hermanas extendidas por Europa y Asia. Quién iba a decir que el español de Cádiz, ya casi dialecto del castellano, es primo hermano del nepalí de Katmandú.

Vida en perpetuo cambio

¿Cuál es el germen de la evolución de las lenguas? Podríamos decir que la lengua cambia por sí misma, que se somete a su propia lógica con independencia de sus hablantes, aunque estos, en grupo, sean los actores del proceso. La propia lengua tiene sus puntos débiles, sus flaquezas.

Los cambios fonéticos casi nunca afectan a palabras aisladas, al azar. Se extienden en las mismas situaciones y provocan reacciones en cadena. Estos procesos, sin embargo, son lentos, muy lentos si los comparamos con la brevedad de la vida humana. La observación ha llevado a describir las condiciones socia- les y psicológicas. Según esto, la fuerza de tales cambios está también en el principio de economía, una ley que provoca la desaparición de las oposiciones no funcionales, es decir de las oposiciones cuya rentabilidad es escasa. La distinción entre pollo (animal doméstico) y poyo (banco de piedra) no es suficientemente conflictiva como para mantener la diferenciación de los dos fonemas. Por eso, y por otros muchos ejemplos, la mayoría de los hablantes de español actualmente lo confunden en uno. La simplificación, iniciada hace cientos de años, ha avanzado a distintas velocidades, pero previsiblemente terminará por alcanzar a todos los hablantes.

Los sistemas fonéticos son inestables. La mayoría de los hablantes de español modelan la lengua con diecisiete consonantes y otros muchos lo hacen con dieciocho, es decir, distinguen la [s] (fricativa alveolar) de la [c] (fricativa interdental), suprimen la pronunciación que exige colocar la lengua entre los dientes. Otros españoles, casi todos ellos localizados en el norte de la península, añaden un fonema consonántico más al distinguir la [y] de la [ll] y hablan con diecinueve fonemas consonánticos. Mientras tanto el sistema de cinco vocales manifiesta un equilibrado y claro elenco de sonoridades.

Los cambios léxicos son mucho más rápidos y fácilmente observables. Varios son los caminos para enriquecer a las lenguas de nueva terminología, y uno solo el de desechar la antigua palabra: dejar de usarla. La edición vigésimo segunda del DLE (2001) suprimió seis mil palabras que no tenían ya vigencia, que no se usaban ni oralmente ni en la escritura, y añadió cuarenta mil en la vigésimo tercera (2014). Las palabras mueren lentamente cuando las olvidamos en la conversación, y un poco después cuando los escritores, que son los últimos en hacerlo, dejan también de utilizarlas. Pero no cabe lamentar las perdidas, sino alegrarse con las ganancias.

Los cambios léxicos son tan rápidos que se dejan ver en cualquier hablante. El neologismo, es decir, la creación de nuevas palabras, el préstamo y los desplazamientos de sentido son las modificaciones fundamentales. Sabemos hasta qué punto la hipérbole o exageración contribuye a atenuar el significado de las palabras, de terrible o lamentable hasta extraordinario o formidable. La metáfora y la metonimia son igualmente poderosas fuentes de renovación del léxico.

El tiempo, concluyamos, diluye los parentescos. También las generaciones distancian a las familias. La babelización, la división, la fragmentación, es tendencia obligatoria. Ese distanciamiento a través del tiempo que vemos como natural en el día a día, debe hacernos reflexionar acerca de la consideración de las lenguas. De momento nadie puede frenar el regular paso de tiovivo de nuestro planeta alrededor del sol, única señal del inexorable peso de los años.

Pues sí, nuestra familia de lenguas es inmensa. Sus hablantes se extienden por los cinco continentes. El vasco, sin embargo, no tiene parientes. Y si los tuvo, todos han desaparecido sin huella.

 

Próxima entrega
En busca de la lengua ideal
Las lenguas echan raíces entre los individuos que la tienen como propia, una solidaridad entre quienes la comparten y un distanciamiento con los vecinos que hablan otra. Cuando los grupos humanos en su peregrinar hacia tierras mejores no se entendían con quienes se encontraban, se alzaba un muro clasificatorio, un sentimiento de grupo difícil de borrar. Sabemos que es tan fácil entenderse, digámoslo sin ganas, pero con rigor, como desentenderse.

 

Este artículo de Rafael del Moral es uno de los contenidos del número 12 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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