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Óscar Esquivias

25 Sep 2020
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Limpian, fijan y dan esplendor: las kellys

En estos últimos años se ha popularizado en España el término kelly (pronunciado /keli/) para designar el oficio de camarera de piso, esto es, la mujer (digo «mujer» porque, de momento, se trata de un oficio abrumadoramente femenino) que mantiene limpias y ordenadas las habitaciones de un hotel. El origen de esta palabra es un calambur («las kellys» son «las que limpian») que nació seguramente como una broma y luego fue adoptada por estas trabajadoras para denominarse. En 2014, empezaron a denunciar en las redes sociales sus casi siempre penosas condiciones laborales, se fueron organizando y, dos años después, crearon la Asociación Las Kellys. Para entonces, el neologismo ya circulaba por los medios de comunicación españoles (no así en América, o por lo menos yo no he encontrado testimonios de uso al otro lado del Atlántico). La primera referencia escrita que conozco pertenece a La Vanguardia de Barcelona del 17 de febrero de 2016, cuando Isabel Martínez firmaba una noticia titulada «La rebelión de ‘las kellys’». En 2018, se estrenó un documental de Georgina Cisquella titulado Hotel Explotación: las kellys, lo que confirmó la popularidad y fortuna del vocablo.

Desde el punto de vista lingüístico, es una palabra muy interesante, no solo por su simpático juego de palabras y las circunstancias en las que apareció y se ha extendido, sino también por sus paradójicas características, ya que es a la vez un nombre reivindicativo y un eufemismo. Por una parte, kelly ha cumplido con su función de ayudar a las trabajadoras a dar publicidad a sus reclamaciones laborales. La designación más corriente para este oficio era (y sigue siendo) «camarera», tal como se define en el Diccionario de la lengua española (segunda acepción): «Persona que tiene por oficio acondicionar las habitaciones o atender a los clientes en un hotel o un barco». A menudo se añade a «camarera» el sintagma «de piso» para distinguirla de camarera «de sala» o «de barra», que son las encargadas de servir comidas y bebidas en un comedor o un bar. Las camareras de piso trabajan cuando los clientes están ausentes y justo por eso sienten que son casi invisibles, tanto para ellos como para toda la sociedad. Llamándose kellys se han dotado de un nombre exclusivo, escogido por ellas mismas, que enarbolan como bandera de sus reivindicaciones. No utilizan «camarera» quizá por una razón práctica: si pedimos a alguien que dibuje una camarera, lo más probable es que la caracterice con una bandeja en la mano y no haciendo las camas o pasando la aspiradora. Es posible que muchos no sepan siquiera que quien tiene este oficio en un hotel recibe el mismo nombre que quien sirve copas.

Pero kelly ha acabado funcionando también como eufemismo. Su escritura anglosajona ya tiene algo de evocación hollywoodiense y trae a la memoria comedias musicales y estrellas principescas. El aire amable y elusivo de kelly enmascara el duro trabajo al que se refiere. Así, la palabra sustituye no solo a «camarera», sino a otras denominaciones tradicionales y más claras, como «limpiadora», «señora de la limpieza» o «fregona». Incluso alguien podría pensar que se trata de un barbarismo cursi, al estilo de llamar nanny a la niñera. Es curioso, porque «camarera», en su sentido actual, ya es un eufemismo (y muy enfático), sacado de la terminología cortesana, como sucede también en España con la palabra «azafata»: en ambos casos se alude a oficios desempeñados antiguamente por grandes damas que tenían el privilegio de servir a la reina, en un caso organizando el servicio femenino en el palacio y, en el segundo, custodiando su joyero (ambas, además, eran las encargadas de despertar a la reina, junto con una dama de honor).

En buena parte de América, a las azafatas de los aviones se las llama «aeromozas». Es esta una palabra muy bien discurrida, que alude al término tradicional que se aplicaba a las sirvientas. En las ventas en las que se alojaban Don Quijote y Sancho no había, desde luego, camareras (y mucho menos kellys), sino precisamente «mozas», que podían depender de un ama (que sería el equivalente a la gobernanta de los hoteles modernos). En la novela ejemplar La ilustre fregona, un personaje pregunta al posadero: «Huésped, ¿qué gente de servicio tenéis en esta vuestra posada?», a lo que este responde: «Señor, tengo dos mozas gallegas, y una ama y un mozo que tiene cuenta con dar la cebada y paja». La definición de «moza» del Diccionario de la lengua de 1803 es elocuente: «Criada que sirve en ministerios humildes y de tráfago».

Si alguno de estos sirvientes, mozos y mozas, tenía alguna dedicación particular, se aludía a ella con un sintagma, y así había mozos de cuadra, mozos de cocina, mozas de cántaro, mozas de mesón y hasta mozas de fortuna (eufemismo de prostituta). Todavía hoy, en América, se dice «mozo» al camarero, aunque sea ya un anciano al borde de la jubilación, y lo mismo sucedía en España hasta avanzado el siglo XX en las estaciones de tren, cuando se requerían al grito de «¡mozo!» los servicios de los que cargaban con el equipaje (tengo la impresión de que hoy en día su uso se ha restringido mucho en España y, en lo laboral, se aplica solo a ciertos ordenanzas, como los mozos de almacén). En cualquier caso, «camarera de piso» ya era un eufemismo, una forma supuestamente refinada de decir «moza de cámara». Esta expresión aparece en varios textos de nuestra literatura, como Fray Gerundio de Campazas del Padre Isla («A Mercurio le he de poner en un cepo y a la Luna la recibiré por moza de cámara para que haga las camas») o La de Bringas de Benito Pérez Galdós («Tomasa, la moza de cámara, vecina mía, fue la encargada de lavar a las tales doce ancianas pobres y cambiarles sus pingajos por los olorosos vestidos que se han puesto hoy»).

Cuando empecé a oír hablar de las kellys, recordé una palabra que era bastante común en mi juventud, aunque, según el estudio de 2018 Voces y expresiones del argot juvenil madrileño actual, de Elena Cianca y Emilio Gavilanes, ya ha desaparecido del habla popular; me refiero a queli como sinónimo de «casa», que quizá procedía del término gitano «quer» y que tenía otras variantes como quelfo, queo o quel (todas las he visto escritas también con k, la letra contestataria por excelencia).

El caso es que aquí vuelve otra vez kelly, renacida de sus cenizas, con idéntica pronunciación pero distinta vestimenta y nuevo significado. Es posible que prospere, y quién sabe si no entrará en el diccionario algún día, que es la aspiración secreta de toda palabra nueva. Mientras tanto, que vivan las kellys y sus reivindicaciones.

 

Este artículo de Óscar Esquivias es uno de los contenidos del número 7 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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