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Rafael del Moral

16 Nov 2021
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Lenguas y necrológicas: ¿Desaparecerá la lengua española?

Todas las lenguas están abocadas a la desaparición. Decenas de miles han muerto sin que lápida alguna las recuerde. También hay millones de personas anónimas sepultadas, y de elefantes, y miles de millones de hormigas y de trilobites… ¡Es tan natural! Y aunque hemos sido capaces de dar nombre, millones de años más tarde, a especies de dinosaurios, será difícil repetir la proeza con las lenguas porque si no se escriben, no dejan huella.

Pero las lenguas imperiales se escribieron. Ahí está el sumerio, con su enorme lápida de textos; y el egipcio, diseminado en tres mil años de historia; y el griego… De otras muchas, en menor cantidad que las olvidadas, solo sabemos que existieron, y les damos un nombre artificial: celta de Hispania, por ejemplo. Y nombramos otras con autoridad: tartesio, de la civilización del suroeste peninsular, guanche, lengua bereber de las islas Canarias, o picto, lengua celta del norte de Gran Bretaña.Y eso que ignoramos el resto de su fisiología y nada de su biografía. Del íbero hemos recompuesto el alfabeto y algo de léxico y gramática.

Las edades de las lenguas

Las seis o siete mil lenguas actuales, entre ellas el inglés y esta en la que escribo, van a debilitarse y perderse, aunque ahora no tengan indicio alguno de caducidad. La mayoría lo hará cuando desaparezca su penúltimo hablante. El último no tendrá con quien entenderse, pero dispondrá de otra lengua, invasora y de mayor entidad, que ya heredaban también sus antepasados. Las lenguas enferman cuando entran en contacto con otra que resulta más útil y la eclipsa. Eso sucede también con otros instrumentos de la vida del hombre: el coche de caballos, la guadaña, el arado, el hornillo de gas… A nadie se le ocurre estudiar gascón para comunicarse mejor, ni meterse en el fondo de un pozo para respirar con más ligereza, ni labrar con bueyes si dispone de tractor. Como instrumentos que son, elegimos el más práctico y desechamos el de menor eficacia.

Otras lenguas, las menos, se perderán cuando se fragmenten, es decir, cuando los usuarios de una demarcación territorial empiecen a entenderse mal con la vecina. Ignoramos de qué manera la comunicación internacional y la globalización van a influir en la conexión de las lenguas, y por tanto en prolongar sus vidas.

Los fenicios necesitaron un idioma para el comercio, y los etruscos para el desarrollo cultural. ¿Qué fue de ellos? ¿Qué lengua hablaban los antepasados de los actuales anglófonos antes de hablar inglés? ¿A qué lengua desplazaba el latín? Estas y otras preguntas evidencian la fragilidad de los códigos lingüísticos, la irrelevancia del uso de uno u otro, sus venturas y malandanzas. Si las leyes de la naturaleza se perpetúan, ninguna lengua tiene vida más allá de los treinta siglos, que ya es longevidad. Y las que han llegado a tan achacosa ancianidad lo han hecho plagadas de cambios y alteraciones. El chino, por ejemplo, es tal vez la lengua actual que más sigue pareciéndose a lo que fue hace tres mil años. También el griego guarda grandes parecidos con su forma antigua, incluso el nombre (Ελληνικά, Elliniká). Otra lengua anciana es el hebreo, pero muchos lingüistas lo pondrían en duda porque, aunque estamos ante la misma lengua primitiva, tenemos un largo periodo de letargo y una posterior recuperación incentivada de manera artificial y que funciona hoy de manera natural.

Llamamos lengua viva a aquella que tiene hablantes que la utilizan y la transmiten a sus hijos. Si sus hablantes pueden ser
monolingües, viven más sólidas, con más arraigo. Cuando los progenitores deciden, por las razones que fueren, que a sus descendientes no les interesa la lengua familiar de siempre, empieza a morir. El lingüista lo lamenta; el usuario, no. En determinadas pequeñas comunidades del mundo, las lenguas minoritarias desaparecen absorbidas por la cultura dominante y en unas generaciones puede perderse todo rastro. En el siglo XIX debían de existir unas mil lenguas indígenas en Brasil, en la actualidad sobreviven menos de doscientas. Se sabe que muchas de las actuales dejarán pronto de ser usadas. Lingüistas como Claude Hagège calculan que deben de morir unos veinticinco idiomas al año. Podemos valorar factores como el reducido número de hablantes, el ambilingüismo o bilingüismo, el dominio de unas sobre otras, el prestigio social, las necesidades para el acomodo social…

Lenguas muertas

Entre el siglo II y el III desaparecieron tres lenguas que habían tenido gran popularidad e influencia, algo así como si hoy tuviéramos que lamentar la muerte del francés, el italiano y el ruso. Fueron el etrusco, que había prestado a los latinos buena parte de los signos de su alfabeto; el galo, que fue desplazado por la fuerza arrolladora del latín, o de Julio César y sus guerras; y el íbero, que corrió la misma suerte en la península ibérica.

En el siglo IV dejó de hablarse fenicio, lengua del comercio mediterráneo, algo así como el inglés del mundo de entonces, que tanto había contribuido a la formación del alfabeto arameo y griego.

En el siglo XVI desaparecieron el mozárabe, que fue la lengua latina oral hablada en los territorios conquistados por los árabes en la península ibérica; y el guanche, lengua bereber de la que sabemos muy poco, hablada, tal vez, en las islas Canarias.

En el siglo XVIII, perdió la vida el gótico, de la familia germánica propia de los godos y tan asociado al mundo medieval.

En el siglo XIX se fue, con la desaparición en 1898 de su último hablante en la isla de Veglia, en la vecindad de las costas de la Croacia actual, una lengua neolatina, el dálmata. Y detengámonos en la reciente desaparición de una de nuestra familia indoeuropea, prima nuestra, el manés. Sus achaques y dolencias venían siendo anunciados desde mediados del siglo XIX. Por entonces, carente de los cuidados que habían de prodigarle sus propios hablantes, mucho más atraídos por una bella extranjera teñida de arrogancia, el inglés, dejó de ser enseñada en las escuelas. A principios del siglo XX contaba con unos cuatro mil hablantes, los que ahora tienen una lengua española, el aranés. A mediados de siglo no quedaban más que un par de docenas. En 1974 murió su último usuario, y
con él la posibilidad de que alguien, en la descendencia, pudiera transmitir la lengua desde el lugar donde se mantienen vivas, el seno familiar. Sit tibi terra levis.

Lenguas enfermas

No resulta fácil conocer el estado saludable o deplorable en que se encuentran las lenguas, y también tener la suficiente habilidad para poner los medios y aplicar el tratamiento para que se mantengan vivas. En el catálogo de lenguas hospitalizadas que hacen los lingüistas ingleses Nettle y Romaine aparecen unas cuantas docenas. La enfermedad más generalizada resulta ser la desidia con la que sus propietarios las tratan. Entre las que van a morir en los próximos años se encuentran más de veinte lenguas urálicas, y también las variedades del eusquera y del catalán habladas en territorio francés. Allí sus hablantes jóvenes encuentran poco útiles las herencias léxicas de sus antepasados, y en uno y otro rincón sureño del país vecino utilizan el francés con amplia habilidad y destreza porque les resulta de una utilidad incomparable. Los periódicos digitales, si un milagro no lo remedia, hablarán del último hablante de las variedades vasco-francesas (suletino, labortano) o catalano-francesas (rosellonés) como lo hicieron para certificar la defunción del dálmata o del manés.

Las lenguas viven en boca de sus hablantes, de sus usuarios, de sus propietarios. Cuando se aprenden por su condición de vehicular, las posibilidades de desmoronamiento se multiplican. El ejemplo lo tenemos en el francés, que bullía tan desperdigado como activo en todos los rincones del planeta en la primera mitad del siglo XX. En la segunda mitad se fue oscureciendo, eclipsado por el inglés. Se seguirá transmitiendo durante años en el lugar donde las lenguas desarrollan una vitalidad propia, en el seno familiar. Conviene añadir que muy probablemente el inglés ha de languidecer empequeñecido por una nueva lengua vehicular emergente. Ignoramos cuándo y también cuál ha de ser su competidora porque las lenguas se mueven de manera natural con la fuerza de sus usuarios, y mucho menos por imposición de los poderes públicos.

El destino

La vitalidad de las lenguas más arraigadas no podrá impedir que desaparezcan. Imposible prever la enfermedad que se instalará en ellas, pero sí sabemos que las leyes naturales se perpetúan sólidas a través de los tiempos. Desaparecerá el español, sí, como también desapareció el sumerio, el egipcio y el fenicio. Sin embargo, seguirá vivo, como lo hizo el latín, en sus lenguas herederas.

Decenas de miles de idiomas han muerto, como decíamos, sin que lápida alguna los recuerde. Muchos abortaron su trayectoria a poco de nacer, otros enfermaron jóvenes y muy pocos han superado los treinta siglos. Cuesta pensarlo, pero es así y seguirá siendo así porque no está previsto que la vida de las lenguas sufra un cambio en sus costumbres.

Próxima entrega

La lengua española y sus parientes
La lengua española pertenece a una de las familias más amplias y extendidas por el mundo: la indoeuropea. Una mirada a sus antepasados, progenitores, hermanas, primas y demás familia puede servir para explicar cómo y por qué se diversificó aquel gran tronco familiar hasta convertirse en los cientos de lenguas actuales. ¿Qué relación de afinidad mantienen estas con el español?

Este artículo de Rafael del Moral es uno de los contenidos del número 11 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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