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Concepción Maldonado

23 Dic 2019
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Firmas

La gota china de Fu Manchú

Cuando yo era niña, tenía pesadillas recurrentes con Fu Manchú. Nunca llegué a leer ninguna de las novelas originales de Sax Rohmer, pero sí pasé muchas tardes de sábado colgada del televisor, con mis tres hermanos, encogidos los cuatro en el sofá mientras aquel villano chino, que tanto nos odiaba a los occidentales, ofrecía toda una gama de geniales y retorcidas ideas con las que intentaba destruir nuestra civilización. En aquellas películas de los años sesenta, el que luego supe que era el actor británico Christopher Lee aparecía imponente con aquellos bigotes y una larga coleta, y encarnaba a la perfección aquel malvado mandarín, siempre con el entrecejo fruncido, y siempre, por suerte para nosotros, perseguido y derrotado en el último minuto por el investigador inglés Sir Denis Nayland Smith y su ayudante, el doctor Petrie.

Pues bien, aquellas tardes de sábado solían acabar con pesadillas cada madrugada de domingo. Yo tendría entre seis y ocho años. Ser la única niña entre tres varones me había curtido en juegos y aventuras («¿Vale que yo era Urtain y tú eras mi sparring?»; «¿Vale que nosotros cuatro éramos indios sioux y que tus muñecas eran rostros pálidos?»; «¿Jugamos a que los dos pequeños erais exploradores y a que nosotros dos éramos caníbales y que os hacíamos prisioneros?»); pero estar curtida nunca supuso ser capaz de imaginar todo aquel despliegue de venenos, tormentos, armas y torturas del que Fu Manchú hacía gala cada vez.

Mi miedo más irracional, mi pánico menos controlado, lo despertaba la tortura de la gota china… El bueno era hecho prisionero. Lo inmovilizaban. Lo encerraban en una gruta húmeda y sombría. Y lo colocaban justo debajo de una estalactita que goteaba de forma implacable cada segundo sobre el cráneo del pobre prisionero (atención, spoiler: Sir Denis Nayland siempre lograba escapar). El objetivo de la gota china era doble: a la larga, taladrar el cráneo del protagonista; antes, hacerlo enloquecer.

¡¡¡Una gota de agua encerraba tal poder…!!! Una simple gota de agua. Cayendo una vez, y otra vez, y otra vez… Nada que ver con la lluvia fina que cae sin sentir y acaba empapando.
Y así actúan las palabras, nuestras palabras. Así pueden actuar. Empapando y dando vida; o torturando y haciendo enloquecer antes de taladrar el cerebro.

Hay palabras que nos escuecen la primera vez que las oímos. Son palabras que nos inquietan, que nos escaman, que despiertan nuestra suspicacia porque intuimos que no vienen limpias del todo. Pero caen sobre nosotros una vez, y otra vez, y otra vez, hasta acabar taladrando nuestros cerebros y hasta hacer que nos acostumbremos a ellas y las incorporemos con naturalidad en nuestro día a día.

Tolerancia es una de ellas. Antes, no hace tantos años, tolerar era siempre aceptar con paciencia la existencia de ideas, creencias o prácticas de los demás que eran distintas (incluso, contrarias) a las nuestras. La tolerancia era una actitud de bonhomía, de generosidad, porque, sin arrugar la nariz, soportabas en el otro la existencia de algo que no iba contigo. Tolerábamos «por encima del hombro»; el respeto, en cambio, era siempre de tú a tú. Al respetar al otro le concedías el mismo estatus que a ti mismo. Tolerar podía ser sinónimo a veces de permitir o de aguantar; respetar, por el contrario, era aceptar sin condiciones. Por eso, las primeras veces que oí hablar de la necesidad de «tolerar al diferente» una luz de alarma se encendió en mi sensibilidad lingüística. Tolerar a alguien no era en absoluto sinónimo de respetarlo. ¿Por qué alguien se empeñaba en que rebajásemos el listón ético de la convivencia? Y me lamenté, me lamenté con pena honda, porque estudio el lenguaje, y sé que hay fuerzas poderosas en esto de manipular conciencias a partir de manipular las palabras. Hoy ya el uso mayoritario de los hablantes ha equiparado ambos conceptos y, en consecuencia, los diccionarios descriptivos recogen ambos términos como intercambiables. La gota china nos taladró el cráneo (o no…).

¿Y qué pasa con la adopción? Soy madre adoptiva. Tengo cuatro hijos como cuatro soles que llegaron a mi familia en avión y envueltos en papeles y trámites burocráticos. Por eso, el primer verano que oí en el pueblo que una asociación local ofrecía perros en adopción noté que se me levantaba la ceja… Pasé de la sorpresa al enfado; del enfado a la perplejidad; de la perplejidad al extrañamiento (que no a la extrañeza). Y me preparé para encajar el cambio, con cintura, porque soy lingüista y sé cómo funciona esto del uso de la lengua… Pues eso, que hoy los hablantes de español adoptamos hijos, perros, gatos y cerdos vietnamitas. La gota china, de nuevo, nos taladró el cráneo (o no…).

Son muchas las estalactitas que hay en la cueva. Y son muchas las gotas que caen, que nos caen encima. Una tras otra; una vez y otra vez, una vez y otra. Cuando vemos a un niño pequeño que está solo en una playa, siempre se nos despierta cierta preocupación por si se ha perdido, por si anda despistado y no encuentra la sombrilla de su familia, tan igual entre tantas sombrillas iguales. Cuando vemos a un niño pequeño que está solo en una playa, recién desembarcado de una patera, se nos despierta el miedo a la llegada de inmigrantes sin papeles y preferimos hablar de un mena (menor extranjero no acompañado). Los menas son seres abstractos que no nos dan miedo; los menores sin acompañar que han vivido meses de infierno hasta llegar a nuestras costas y ahora se hacinan en centros oficiales de acogida sí nos intimidan; y por eso rehuimos nombrarlos como lo que son, dramas humanos con nombres y apellidos, y recurrimos a la frialdad de una sigla que quizá ni siquiera entendemos. La gota china nos volvió a taladrar el cráneo (o no…)

Sir Denys Nayland siempre lograba escapar. Fuese cual fuese la aventura vivida, Fu Manchú era burlado por el ingenio de este investigador británico y su fiel ayudante. Los buenos siempre vencían. Los malos, el malo por antonomasia, se quedaba con dos palmos de narices, y rabioso, muy muy rabioso por la derrota sufrida. Se garantizaba así la llegada de nuevas entregas, con nuevas artimañas y tretas del malvado, y, en consecuencia, con nuevas oportunidades para el bueno de lucirse al escapar de las trampas que Fu Manchú le tendería. La gota china siempre estará ahí; pero podemos detectarla; podemos reconocerla como herramienta de tortura y no confundirla con gotas de lluvia buena. Solo así podremos escapar de ella. Y salvarnos.

 

Este artículo de Concepción Maldonado es uno de los contenidos del número 5 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras, disponible en kioscos y librerías.
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