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Rodrigo Verano

21 Ene 2022
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La competencia transversal de la Filología

La última ley educativa ha reabierto la herida del papel que deberían desempeñar las competencias al describir los objetivos a que son conducentes los distintos planes de estudio y las materias que los componen. En un debate que tiene una larga trayectoria, lo que se cuestiona ya no es en ningún caso la utilidad de este concepto. Pocas personas con experiencia en la función docente negarán que el ejercicio de pensar y moldear una asignatura más allá de sus contenidos, con la vista puesta en las destrezas procedimentales —el «saber hacer»— y los aspectos transversales que también integran el proceso de su enseñanza y aprendizaje, ha contribuido en no poca medida a mejorar la planificación de los estudios, la ejecución de las clases y, en última instancia, la formación de los estudiantes. Conviene, entonces, preguntarse por qué ha existido y aún perdura, al menos en algunos sectores del ámbito humanístico, un cierto rechazo a este instrumento cuyo interés para la reflexión pedagógica está sobradamente demostrado.

Uno de los motivos que, en mi opinión, explican este sentimiento hostil estriba en el hecho de que no siempre sea fácil encontrar, en los catálogos de competencias que habitualmente se proponen, una categoría que refleje bien lo que hacemos y enseñamos las personas que nos dedicamos a estas ramas del saber. En este sentido, ha engendrado cierto desasosiego y hasta frustración en la comunidad docente el comprobar cuán pocas de estas competencias nos representan. Si descendemos al caso particular de los saberes filológicos, al intentar traducirlos a términos competenciales, parece que no tuvieran otro cometido que el de ayudar a los estudiantes a expresarse correctamente de forma oral y por escrito. Y aunque esto —sobra decirlo— sea ya un propósito de la mayor transcendencia y justifique la necesidad del estudio de la lengua y la literatura, lo cierto es que lo que uno aprende en las aulas de la Facultad de Filología es algo aún mucho más grande.

A primera vista puede resultar difícil encontrar el denominador común de un conjunto de estudios como los filológicos, que tienen vocación multidisciplinar, ya que en ellos las lenguas, que ocupan una posición central, han compartido siempre protagonismo con la literatura, la cultura, el pensamiento y la historia de los hombres y las mujeres que las hablan. La deriva de las antiguas licenciaturas en Filología, que son ahora, en muchos casos, grados en Estudios Lingüísticos, Literarios o Culturales, da buena cuenta de este carácter poliédrico y diverso. Pero la clave para identificar el elemento nuclear de la disciplina no descansa, en mi opinión, en los contenidos concretos que se imparten, sino en lo que aprendemos y enseñamos a hacer. Es precisamente la competencia que adquirimos la que dibuja nuestro perfil como filólogas y filólogos.

Ese «saber hacer» es enfrentarse a un texto. No a su mera lectura, sino a su escrutinio más radical y completo. Hay que examinarlo con la misma atención que un cirujano, antes de intervenir, observa la anatomía de su paciente o un pintor estudia hasta el menor de sus detalles el paisaje que quiere repetir. Hay que plantarse ante él y calibrar sus formas, desbrozar su sintaxis, adivinar su estructura, prestar oídos a las voces que se dan cita entre sus líneas. Este es el arte de leer filológicamente que, cuando los conocimientos teóricos sobre los temas específicos se olvidan, permanece impreso como la letra cincelada de un epígrafe, recordándonos que para entender, para traducir, para interpretar un texto es necesario someterlo primero a un análisis estricto, valorar qué se dice en él y cómo relacionarlo con otros textos y discursos, allanar la intimidad de la mente de su autor e investigar críticamente cuáles son sus intenciones, para de ahí regresar de nuevo a la letra escrita y explicar, en la medida en que uno sea capaz, por qué ha escogido expresarlas de la forma en que lo ha hecho.

Una vez entendido y asumido como propio el reto de los estudios, hay un momento mágico en la formación de un filólogo, cuando nos percatamos de hasta qué punto todo es relevante. Las tremendas consecuencias que puede acarrear la ausencia de una coma. Los matices y diferencias que afloran al expresar una noción subordinada mediante una cláusula conjuncional o mediante un infinitivo. El compromiso que hay detrás de la elección de una palabra en lugar de otra. Puede parecer trivial, pero es todo lo contrario. No solo porque únicamente desde esta perspectiva podemos apreciar la auténtica belleza de la literatura, sino también porque esta es la atalaya desde la que se advierte el entramado de la maquinaria interna del discurso, se distingue la fina línea que separa el argumento sano de la falacia fraudulenta, se reconoce el timbre singular de una voz individual entre el tumulto de quienes reclaman como propias las ideas ajenas.

Esa es la competencia central de la Filología y hacia ella converge todo lo que se hace en estos estudios. Es una competencia transversal, porque se refleja y se trabaja a través de los contenidos de cada de uno de los programas y materias; y es procedimental porque no importa tanto el qué ni el quién del texto: lo que se aprende es el rigor.

Resulta difícil imaginar que alguien pueda cuestionar la validez de un aprendizaje como este, pero, en todo caso, en un mundo en el que las fake news campan a sus anchas y vivimos permanentemente expuestos a una manipulación que no conoce límites, el saber identificar con precisión —y defender con argumentos— las herramientas lingüísticas de que se sirve la persuasión, y distinguir la certidumbre o falsedad de las fuentes que sustentan las cosas que leemos a diario tiene más pertinencia que nunca. En el contexto de esta necesidad, no olvidemos que Filología es el antónimo de recepción pasiva, acomodada y acrítica de un texto, para que, cuando se nos pregunte cuál es la competencia que adquieren los estudiantes que deciden seguir este camino, podamos nombrarla con todas sus letras y reivindicarla con plena legitimidad, dado que quizá no ha existido otro momento en que haya sido más necesaria que este.

 

Este artículo de Rodrigo Verano es uno de los contenidos del número 12 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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