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Rodrigo Verano

28 Abr 2022
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De los nombres del mar

Cuenta una vieja leyenda de la lingüística indoeuropea que aquellos pueblos que, hacia el segundo milenio antes de nuestra era, llegaron a lomos de sus caballos al sur de Europa desde las estepas de Asia central y se instalaron en la parte más meridional de la península balcánica, no tenían un nombre con que llamar al mar, porque no lo habían visto nunca. Por eso, una de las muchas palabras que la lengua griega, en el momento de su gestación, hubo de arrebatar al idioma de los pueblos indígenas que habitaban aquellas tierras fue precisamente θάλασσα (thálassa), una voz de sustrato que no parece tener parentesco con ninguna otra palabra de ninguna otra lengua indoeuropea —de ahí que se deduzca su procedencia autóctona— y que se integró en el vocabulario del griego como forma más común de designar al mar. θάλαττα, θάλαττα, ‘¡el mar, el mar!’, con doble tau, en el dialecto de Atenas, fue lo que gritaron los soldados de la compañía de Jenofonte cuando, después de muchas jornadas de viaje tierra adentro, lograron atisbar por fin las aguas que preludiaban el regreso a casa.

A ese misterioso sustrato preindoeuropeo, del que muy poco se sabe —pues el grueso de la producción escrita que conservamos de esa lengua, incisa en pequeñas tablillas de barro cocido, aún se resiste a ser descifrada—, pertenece también probablemente la voz πέλαγος (pélagos), otra de las denominaciones habituales del mar de los helenos. Aunque se ha intentado relacionar con otras raíces con las que puede establecerse una afinidad semántica, como la de πλάξ (pláks), ‘planicie, llanura’, no hay consenso sobre su etimología y la hipótesis de su ascendencia indígena sigue siendo la más aceptada entre quienes se dedican a pergeñar los grandes árboles genealógicos de las palabras. Sea cual sea su origen, la palabra tiene una musicalidad que no pasó inadvertida a los poetas romanos, quienes muy pronto la latinizaron y acogieron en sus versos, de donde, con la suave diptongación que da testimonio de su entrada en el romance, llegó a las letras castellanas: «Marinero soy de amor / y en su piélago profundo / navego sin esperanza / de llegar a puerto alguno», cantaba un mozo de cuadras, para sorpresa y deleite de quienes lo escuchaban, según cuenta Cervantes en un conocido episodio de El Quijote.

El préstamo de palabras es un procedimiento muy común de ampliación del léxico y resulta especialmente productivo cuando aparecen referentes nuevos a los que hay que dotar de nombre propio —no hay más que pensar en la ingente cantidad de americanismos que se incorporaron al español del siglo XVI o en los anglicismos que entran cada día de la mano de los avances tecnológicos a los que designan—, pero no es el único. A través de mecanismos como la metáfora y la metonimia, por ejemplo, las lenguas pueden reutilizar su propio vocabulario y adaptarlo a las nuevas realidades. Por este medio surgieron precisamente las otras dos denominaciones más comunes del mar en griego antiguo: ἅλς (háls) y πόντος (póntos). A través de una sencilla operación metonímica, ἅλς, que significa primitivamente ‘sal’, se emplea ya en la Ilíada y en la Odisea para referirse al mar en su conjunto. Un patrón similar se observa en antiguo indio, donde la palabra salila, de la misma etimología, sirve, entre otras denominaciones, para llamar al mar y a las lágrimas. Por su parte, πόντος, que comparte la raíz de la palabra latina pons, es una preciosa metáfora que nos revela que para un pueblo marinero como el griego, que vivía desperdigado en costas e islas del Mediterráneo, el mar era un puente que une, no un abismo que separa.

Más allá del romanticismo de estas leyendas que nos retrotraen a la época en la que se acrisolaron las culturas europeas antiguas, los motivos que llevaron a los griegos a preferir estas voces frente a otras siempre serán oscuros, pero lo cierto es que, por la razón que sea, en esa lengua no llegaron a florecer del todo las raíces indoeuropeas de este espectro semántico que sí existían y que se documentan ampliamente en el resto de la familia. Por ejemplo, la del latín mare, que heredaron todos los dialectos romances («Da minha língua vê-se o mar», escribió el portugués Vergílio Ferreira), y que comparte un abanico de lenguas que parte descendiendo desde el islandés antiguo, atraviesa las lenguas britónicas y goidélicas y llega al celta continental y a multitud de variedades germánicas. Plinio el viejo cuenta en su Historia natural que el pueblo de los cimbros, moradores de la península de Jutlandia, cuya filiación germánica o céltica es motivo de discusión hoy entre los expertos, llamaba al mar helado del duradero invierno nórdico mori marusa, el ‘mar muerto’, quizá por la inerte solidez de las aguas congeladas. Hoy, Meer sigue siendo uno de los nombres del mar en alemán y es la palabra con que los holandeses llaman al lago.

La otra raíz indoeuropea más extendida en las denominaciones marinas, la del inglés sea —también presente en el alemán See, el danés sø o el sueco sjö, entre otras lenguas germánicas—, lleva grabado en su étimo el temor y respeto que siempre ha despertado en los seres humanos la furia incontrolable del océano, su carácter indómito y su impredictibilidad. La herida, el dolor y el daño están en la base semántica de la raíz de la que derivan todas estas palabras, que comparten etimología con el adjetivo latino saevus, que significa ‘cruel’, y están, por tanto, emparentadas con la sevicia, el trato atroz y despiadado a que se ven sometidos quienes se encuentran a merced de las olas.

Los nombres del mar son muchos y cuentan historias que transmiten la fascinación que despierta en nosotros esa masa imponente de la que el poeta Homero decía que tenía el mismo color que el vino. Se puede navegar las aguas del idioma siguiendo el rastro de estas palabras, indagando su origen y explorando su evolución y sus cambios a lo largo de la historia. A su vez, esos mismos nombres han sustentado otras metáforas que han llevado la inmensidad del piélago a otros rincones de la lengua. Une mer de sable. A sea of corn. En español parece encaminarse lentamente hacia su ocaso la locución coloquial ‘la mar’, que transmuta en abundancia la extensión del océano («Pasaron la mar de cosas ese verano»). Los árabes reservan un título especial para honrar a la persona que destaca por su talante magnánimo y generoso: la llaman un «mar» (baḥr), por la vastedad de su conocimiento y su bondad.

 

Este artículo de Rodrigo Verano es uno de los contenidos del número 13 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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