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Rodrigo Verano

27 Sep 2021
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Del ‘lapsus calami’ al autocorrector del móvil

En uno de los trabajos que forman parte del volumen titulado Psicopatología de la vida cotidiana, el psiquiatra Sigmund Freud se interesó por los lapsus que escapan al control atento de la mano de quien escribe y se deslizan en los textos, para sorpresa posterior de sus autores, haciendo aflorar en el discurso escrito inesperados dobles sentidos. Más que la simple errata que resulta en una palabra inexistente o ininteligible, interesaba al padre del psicoanálisis la sustitución, aparentemente aleatoria, de una palabra por otra de significante parecido, pero en ningún otro aspecto relacionada con la que originalmente se tenía intención de consignar por escrito. Freud pensaba que a través de estas equivocaciones encontraban una salida al exterior determinadas pulsiones reprimidas y se refirió a ellas como lapsus calami, en recuerdo del instrumento de escritura empleado por antonomasia durante la Antigüedad.

Sean o no manifestaciones del inconsciente, los errores y erratas existen desde que existe la escritura, por mucho que sea el cuidado y atención de quien maneja el cálamo. No hay más que examinar las inscripciones griegas y romanas, grabadas a golpe de cincel en colosales soportes de piedra, para comprobar cómo, incluso en un tipo de escritura que se nos antoja necesariamente más planificada que la que se lleva a cabo sobre papiro, pergamino o papel —pues nadie levanta un cincel con la misma facilidad que un bolígrafo o un lápiz—, se cuelan inevitablemente todo tipo de equivocaciones a las que los lapicidas intentan hacer frente con soluciones imaginativas, en un medio en el que materialmente resulta muy difícil la rectificación: a veces encontramos pequeñas letras voladas o inscritas en el interior de otras letras, que salvan así las omisiones detectadas y los problemas de compaginación.

Pero escribir bien no es solo una cuestión de atención, sino también de conocimiento y destreza. El asunto de la ortografía era tan espinoso en la Antigüedad como lo sigue siendo hoy, porque siempre ha habido gente más docta y con más maña que otra a la hora de acertar con la letra justa. En Egipto, tierra cuyas condiciones de humedad y temperatura han preservado para la posteridad un legado impresionante de papiros escritos en griego, se han encontrado todo tipo de documentos de la vida cotidiana, desde invitaciones a fiestas de cumpleaños a contratos de compraventa, que contienen multitud de grafías alternativas que resultan extrañas a la norma del griego literario que estudiamos y conocemos.

Estas faltas de ortografía que causan disgusto y estupor entre los profesores de todos los tiempos son, sin embargo, una fuente preciosa de conocimiento para los historiadores de la lengua. Gracias a ellas podemos rastrear y documentar fenómenos fonéticos que se están instalando en el discurso hablado mucho antes de que se produzca su estandarización escrita. Así sucede, por ejemplo, en multitud de manuscritos medievales hispánicos, escritos en un latín lleno de errores —la t que encontramos suavizada en d; la o que aparece diptongada en ue; la e final que debería estar y se ha perdido— que evidencian las diferencias entre la lengua que hablaba el amanuense y la que se afanaba en escribir, pero que no siempre dominaba del todo.

Si las faltas de ortografía tienen un enorme interés como testimonio de fenómenos de cambio lingüístico, no menos importantes son las erratas y errores en la copia de textos y documentos que permiten a los filólogos rastrear conexiones entre manuscritos que se hallan dispersos en abadías y bibliotecas de todo el mundo y reconstruir relaciones entre ellos, hasta el punto de poder dictaminar con toda precisión cuál ha sido copiado de cuál otro. Un caso muy característico es el del llamado salto de igual a igual, que hace referencia al error que comete el copista que se confunde al volver con la mirada al documento original y salta a un lugar diferente de la página que contiene la misma palabra que acaba de copiar: el salto provocará una omisión de una o varias líneas de texto que no aparecerán en la copia resultante, ni tampoco, como es obvio, en las que se generen a partir de esta. El rastreo de estos errores permite identificar tradiciones de manuscritos que pueden retrotraerse muchos siglos atrás.

Terminada la época medieval, la revolución tecnológica que supuso la imprenta vino acompañada de una nueva generación de errores nunca vistos. Mientras que la paleografía manuscrita es capaz de encontrar la fuente de una errata en la similitud del trazado de algunas letras —la t y la r, o la h y la b, por ejemplo, pueden ser muy parecidas en el ductus de determinado escriba—, la imprenta, primero, y la mecanografía, después, abrieron la puerta a erratas que nada tienen que ver con similitudes gráficas o interferencias fonéticas. En un teclado de ordenador, resulta de lo más sencillo pulsar una q en lugar de una w, que se encuentra justo al lado, a pesar de que no exista parecido alguno ni gráfico ni fonético entre ambos caracteres o los sonidos que representan.

Pero la vuelta de tuerca más enrevesada en la historia de los errores en la escritura la ha traído el siglo XXI y ha venido de la mano de la revolución digital. Gracias a los algoritmos que oculta en sus entrañas, la función del teclado predictivo es capaz de analizar el proceso de producción discursiva a medida que este se lleva a cabo, memorizando hábitos de escritura —preferencias de vocabulario, construcciones frecuentes, incluso grafías y expresiones idiosincrásicas— y adelantándose a las decisiones de los emisores del mensaje, que parecen haber aprendido a aceptar con naturalidad que sus teléfonos móviles les lean la mente. Un paso más allá da la herramienta autocorrector, auténtico brazo ejecutor de la computadora, que toma las riendas de la comunicación e impone su criterio, sustituyendo palabras a su gusto. Es curioso cómo, en muchos de los casos, el resultado, lejos de desembocar en una incongruencia comunicativa —la capacidad humana de encontrar sentido en lo que no lo tiene es infinita—, termina invocando dobles sentidos que harían las delicias de Sigmund Freud. También en este sentido del término, al lapsus linguae y al lapsus calami se suma ahora el lapsus machinae.

 

Este artículo de Rodrigo Verano es uno de los contenidos del número 11 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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