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Rafael del Moral

15 Ene 2021
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La lengua española en el proceso de integración mundial

La necesidad de añadir una lengua a la materna la inició un legionario romano cuando le dijo a una íbera: Tía, estoy por ti. Y pronto nació el primer nativo de latín en la península, que también lo era de íbero. Se dice que las íberas sabían latín, pero no es cierto, se referían los historiadores a otras artes.

La lengua del Lacio ni era fácil ni lo ha sido nunca. Si los romanos hubieran tenido que aprenderla en vez de heredarla, decía el poeta alemán Heine, no habrían tenido tiempo para conquistar el mundo.

El latín corrió la misma suerte que el inglés ahora, pues solo llegaron a dominarlo, en sus primeros tiempos, los hijos de familias acomodadas que viajaban a Roma. La lengua se tiñó de tanta utilidad como prestigio y todo el Imperio, incluso fuera del imperio, se adhirió al latín. Y lo hacían conscientes de añadir un bien para el acomodo social. Fue la primera gran lengua vehicular de Occidente, sustituta del griego, que le sirvió a Roma de fuente cultural. Mucho antes eran lenguas de intercambio el sumerio, el asirio y el arameo. El latín compartió espacios con el árabe, con el italiano, con el castellano y con el portugués, hasta que el francés en el siglo XIX y el inglés en el siguiente fueron eclipsando poco a poco su influencia.

Hoy nos conquista el inglés por méritos propios, por decisión obligada de las autoridades académicas y por narices. El rechazo a lo angloamericano, ya sea por la política imperialista, ya por los modos de vida extravagantes, o por inventar los McDonald’s y la Coca-Cola, no impide que la lengua que soporta la tecnología, la investigación, la música y el cine sea admirada, aprendida y utilizada en todos los rincones. Los angloamericanos, como los romanos, no la imponen, y tampoco lo hicieron los Reyes Católicos. Latín, inglés y castellano estaban en el lugar debido en el momento oportuno. Si aragoneses y catalanes hubiesen sido más belicosos en su acción contra los estados musulmanes del sur, tal vez habrían ganado espacios de mayor influencia. Lo constata el oeste peninsular con la extensión del portugués hacia el sur, y más tarde con la expansión marítima hacia Brasil, África e incluso Asia.

La elección de una lengua añadida

El conocimiento de lenguas proporciona una amplia capacidad de entendimiento que favorece el desarrollo intelectual, pero no tenemos derecho a elegir. La materna la heredamos. La siguiente es obligatoriamente otra de mayor enjundia (francés, español, italiano, ruso…) para quienes cultivan en familia el bretón, el vasco, el siciliano o el uzbeko… En la tercera somos más libres, pero solo el inglés, y a renglón seguido el español, y muy pocas más, tienen posibilidad de ser recompensadas con el uso. La verdadera elección, si realmente se desea, se inicia en la cuarta lengua, que fracasará si no viene apoyada por una necesidad real o fuertemente fingida.

Cualquier idioma puede llegar a ser vehicular. El prestigioso Summer Institute of Linguistics mantiene que toda lengua puede desarrollar interacciones humanas complicadas y pensamientos complejos, y ser herramienta cultural de una civilización. También defiende que todas las lenguas merecen igual miramiento, y que deben ser cuidadosamente tratadas, dotadas de escritura, gramáticas, diccionarios, libros, traducciones… Pero no todas irradian y se esparcen. La fortuna es parcial y viste a unas con más paños que a otras.

Las lenguas vehiculares

El hecho es que solo algunas lenguas sirven para el entendimiento global. Reciben traducciones, se usan amplia y libremente en publicaciones, se estudian fuera de sus dominios, gozan de prestigio reverencial y pertenecen al patrimonio cultural de los pueblos. En la vanguardia, el inglés, seguido, aunque de lejos, del español, y también del francés, el alemán, el portugués, el italiano… En África, el suajili, el bambara, el volofo o wolof, entre otras. El esfuerzo de Zamenhof, padre del esperanto, fracasó en su intento de generalizar un código para todos. Parece ser que preferimos las lenguas de fuerte tradición, aunque sea con sus dificultades, antes que someternos a las exigencias de otra artificial más fácil de aprender.

El deseo de entendimiento inspira a nuestra especie. El bienestar nace de la colaboración, del aprecio, del trabajo en equipo, de la identificación de un pueblo con una nación. Y las lenguas nos hermanan, nos acercan. En ese deseo por entendernos decidimos hablar inglés y no gascón, pero tampoco chino. Deseamos aprender lo que aprenden los demás para entendernos con ellos. Los Estados Unidos de América, la Unión Soviética, la expansión colonial francesa, el Imperio español, el Islam y el Imperio romano unificaron sus dominios con una lengua común. No eligieron el inglés, el ruso, el francés, el español, el árabe o el latín, aunque lo parezca; esas lenguas ya estaban allí, con su frescura, con su bagaje, ajustadas a la inteligencia de sus hablantes.

La necesidad de una lengua para la globalización

Las lenguas identifican a los individuos con su grupo. Esa identidad, huraña y constreñida, solo ha desaparecido cuando hemos buscado, una generación tras otra, lenguas comunes: latín para matrimonios íbero-romanos, castellano para inca-hispánicos, francés para franco-senegaleses… Esa es la tendencia espontánea. La lengua de los conquistadores o colonizadores pocas veces ha ganado adeptos por la fuerza, aunque la idea contraria esté, por error, tan generalizada. De la misma manera un alumno que rechaza estudiar matemáticas no hay quien lo persuada por mucho que le aprieten en el cuello o le supriman las bondades familiares.

Si dispongo de un tractor para arar la tierra, no utilizaré una yunta de bueyes. Si el instrumento que más me sirve para hablar con mi hermano es el bretón, lo usaré, pero si cuando salgo a la calle o visito a mis amigos no me entienden, hablaré francés. Las lenguas propias, las heredadas o maternas, que se cuentan por miles, deben protegerse, pero no mantenerse artificialmente alimentadas con suero y oxígeno. Mejor procurarle un equipo, una protección, y ennoblecerla en su uso cada vez que sea necesario y, sobre todo, útil. Las lenguas vehiculares adquiridas, que se cuentan por unidades, se alimentan solas, crecen solas, se instalan sin que nadie insista.

La babelización, tendencia irremediable de las lenguas a fragmentarse, levanta fronteras. Si el latín no se hubiera fraccionado, rumanos, italianos, franceses, españoles, portugueses, latinoamericanos y muchos más hablaríamos la misma lengua. Como no fue así, los hablantes nos protegemos con un principio que ha inspirado a la evolución: la naturalidad en la adaptación al medio. Lo complejo es que tan natural es el nacimiento de una flor como la desaparición de los dinosaurios, y también los huracanes, las pandemias y el final de las especies. ¿Quién se atreve, mientras tanto, a poner freno a las decisiones que significan integración? ¿Tendrían que astillarse las conciencias de los alemanes que todavía no han permitido a los millones de hablantes de turco fundar colegios y universidades para atender los derechos básicos de su lengua familiar? Así, no lo dudemos, los grandes principios que pueden parecer éticamente intachables, pueden conducirnos hacia la ineficacia o la parálisis.

Al menos la mitad de la población mundial vive en ciudades de más de trescientos mil habitantes. El crecimiento se acelera y la tendencia unifica los códigos. En las cinco mayores metrópolis del mundo, la población no cesa de aumentar y se unifica con el japonés en Tokio, el portugués en Sao Paulo, el inglés en Nueva York, el español en México y el hindi en Bombay. Pronto otras ciudades en crecimiento podrían contar con más de veinte millones de habitantes. La mayoría de la población tiende a ser urbana. La investigación, la tecnología, los negocios y otras actividades serán mucho más fluidas con una lengua que facilite los contactos. Mientras tanto, cientos de lenguas languidecen o mueren. Es verdad que casi con la misma facilidad que el coronavirus ha irradiado por el mundo pueden extenderse otras
tendencias de moda. En un futuro cercano, algunos Estados habrán crecido como superpotencias y otros se habrán hundido. Las lenguas están, sin estarlo, al acecho.

Buena parte de los libros de investigación y tecnología, casi todos ellos redactados en inglés, no se traducen. No olvidemos que el latín fue la única lengua realmente habilitada para la transmisión escrita durante siglos, y que monopolizaba la formación y el estudio.

Tendencias

La globalización da vida a las grandes lenguas y desluce a las minoritarias o minorizadas. Primero a las que carecen de hablantes monolingües (irlandés, alsaciano, siciliano, corso…) y, a continuación, a las que cada vez más exigen a sus hablantes el dominio del inglés (polaco, húngaro, danés, sueco…) La tendencia parece imparable. Los hombres y las mujeres somos sociables desde que empezamos a conversar, a discutir, a dialogar, a susurrar palabras de amor y a entonar otras de resentimiento. Si dejáramos de hablarnos, dejaríamos de ser humanos. Mientras tanto los hablantes diestros en dos lenguas transmitirán, como hizo la familia del legionario romano y la íbera, la que más y mejor contribuya al entendimiento.

 

Próxima entrega
Nacimiento, vida y muerte de las lenguas: la edad del español
Las lenguas tienen vida propia. Ninguna ha llegado a cumplir treinta siglos. A los lingüistas no nos agrada ver morir a las lenguas porque con ellas se va una manera de observar el mundo. Las desaparecidas en los últimos siglos, como el córnico o el manés, cuentan con admiradores que las mantienen artificialmente vivas.

 

Este artículo de Rafael del Moral es uno de los contenidos del número 8 de la publicación trimestral impresa Archiletras / Revista de Lengua y Letras.
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